Acorde¨®n
"AS? MUEREN / las palabras antiguas" -leemos en el poema que sirve de p¨®rtico a la novela El hijo del acordeonista (Alfaguara), del escritor vasco Bernardo Atxaga-: "como copos de nieve / que tras dudar en el aire / caen al suelo / sin un lamento. / Deber¨ªa decir callando". Es un bello inicio melanc¨®lico, no s¨®lo para lamentar la irreparable p¨¦rdida de las palabras antiguas, sino c¨®mo ¨¦stas fueron en un momento habitadas por la resplandeciente luz de su uso, reflejo de la vida, y, por tanto, ?ay!, asimismo de la muerte. Desaparecen nuestras palabras, desaparecen nuestros dioses, desaparecemos nosotros. No es, sin embargo, un mero lamento elegiaco el de estos versos de Atxaga, porque, como demuestra a continuaci¨®n, la lengua nos antecede y nos sobrevive, no s¨®lo como un ejercicio erudito, sino como el lecho donde se cobijan nuestros recuerdos, nuestra identidad social e ¨ªntima. Hay, pues, que recordar, volver a llevar al coraz¨®n la memoria de las palabras, tal y como unos cuantos rapsodas, de viva voz, primero, o, despu¨¦s, silenciosos escribientes, dejaron una ofrenda por los olvidados antepasados, cuyas oscuras haza?as nos siguieron animando a vivir durante siglos, incluso cuando la lengua cay¨® en desuso, nunca muerta.
A trav¨¦s del destino de David, un vasco afincado en la California actual, que escribe un relato autobiogr¨¢fico de su infancia y juventud en la m¨ªtica Obaba, un pueblo rural guipuzcoano, asistimos no s¨®lo a la reconstrucci¨®n de la historia de Espa?a durante la segunda mitad del siglo XX o a los tr¨¢gicos entresijos de la Guerra Civil, sino, soterradamente, a los de ese remot¨ªsimo camino de la noche de los tiempos que nos concierne, cuyo secreto atesoran, con discreci¨®n, sin ruido, las m¨¢s antiguas palabras, cargadas de la densidad sem¨¢ntica de mil emociones y gestos an¨®nimos. En este sentido, la fuerza del lenguaje es parecida a un acorde¨®n, que logra m¨²sica mediante la contracci¨®n y la dilataci¨®n de sus arrugas. Claro que no basta con hacer sonar un instrumento para que salga m¨²sica: cada melod¨ªa tiene una historia, una t¨¦cnica y una pasi¨®n, tres formas art¨ªsticas de sobrevivir a la muerte. En cierta manera, los sonidos de un acorde¨®n son s¨®lo viento, pero que aventan recuerdos imborrables. Son m¨²sica sin palabras, pero, ?qu¨¦ importa!, si las propias palabras tienen su m¨²sica, entrelazada por recovecos misteriosos, como, en efecto, arrugas que deja la historia.
Cuando las peque?as hijas americanas de David, el hijo trasterrado del acordeonista, fascinadas por el rito funerario de enterrar a sus mascotas dom¨¦sticas, decidieron aplicarlo a cualquier juguete averiado, su padre les recomend¨® hacer peque?as tumbas con las palabras, una forma de recordar lo olvidado, preservando su sentido. Por eso, el melanc¨®lico poema que encabeza El hijo del acordeonista se troca al final en un aire festivo, cuando las palabras "surgen a veces entre risas, / y parecen vilanos en el aire. / Mira c¨®mo marchan hacia el cielo, / c¨®mo est¨¢ nevando hacia arriba". ?Qu¨¦ hermosa melod¨ªa!
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