Cr¨®nica para Tomar
Ahora, por la noche, yo solo en el silencio de la casa. Los libros tan quietos, las fotograf¨ªas, los cuadros, una especie de eternidad breve en la esfera del reloj. Luces a lo lejos. Escribo, como siempre que escribo aqu¨ª, en la mesa del comedor. El estadio de f¨²tbol apagado, pocas l¨¢mparas en los edificios. Me duele algo detr¨¢s de los ojos, no exactamente dolor, sino una impresi¨®n. Por la ventana abierta, el sonido de los autom¨®viles. Abajo, en el solar, un perro comienza a llamar, entre dos olivos y unas ruinas: en este momento las ruinas son mara?a de sombras, por la ma?ana un pedazo de muro. De vez en cuando se nota el viento: no muy alto, un susurro. ?Qu¨¦ dice? Me apetecer¨ªa que alguien cantase, la voz de una mujer como en Tomar, hace muchos a?os, yo estaba en el ej¨¦rcito. En el sosiego del comedor de oficiales, en medio de la oscuridad, la voz. Me sent¨ªa bien en Tomar. El enfermero del Hospital de la Misericordia, lleno de gestos. Los ¨¢rboles. Los ¨¢rboles.
Me duele algo detr¨¢s de los ojos, no exactamente dolor, sino una impresi¨®n
En Tomar, en un tejado vecino, vi morirse a una paloma. En equilibrio en una cornisa se consum¨ªa d¨ªa tras d¨ªa, estremecida, acongojada, casi sin plumas. Una tarde, de repente, pareci¨® derrumbarse, cay¨®. La impresi¨®n de que le cuento esto a alguien que no conozco y que, no obstante, existe. ?C¨®mo se llama? Alguien que comprende
-Me lo est¨¢ contando a m¨ª
o no comprende, pasa de largo, no hace caso. La paloma se estremeci¨® en el suelo, se qued¨® quieta. En la plaza del tribunal, el di¨¢logo de las hojas. Familias despu¨¦s de cenar, en agosto, tomando el fresco en las calles. Parejas. Una vieja con bast¨®n junto a una vieja sin bast¨®n. En un caf¨¦ con billares los notables del lugar. Parec¨ªa que mis veintitantos a?os los ofend¨ªan. Horas despu¨¦s, una empleada de la limpieza tir¨® la paloma a la basura. La cogi¨® por un ala y listo. Las profesoras del instituto. Una que otra vez el brigadier cenaba en el comedor de oficiales, peinadito, perfumado. Se asemejaba a un jugador de p¨®quer de los barcos del Misisip¨ª, todo manitas sutiles. Y coroneles ancianos, de vacaciones con sus esposas, tomando comprimidos durante toda la comida, preocupados por las traiciones del cuerpo. Una de las esposas verde. No exagero: verde.
La piel verde, una sonrisita angustiada, verde, un anillo extravagante, verde, en el ¨ªndice. Se volvi¨® loca por un alf¨¦rez y el alf¨¦rez la traicion¨® al transformarse en coronel de movimientos torpes con un frasco de pastillas en el bolsillo. En su sonrisita una pregunta:
-?Qu¨¦ puedo hacer?
no puede hacer nada, se?ora, su tiempo se acab¨®. No se enfade conmigo, no tengo la culpa, son las leyes de la vida, ?comprende?: su tiempo se acab¨®. Seguir¨¢ un rato m¨¢s en mi cr¨®nica y tambi¨¦n se acabar¨¢. La esposa verde se qued¨® quieta, con la cuchara a mitad de camino entre el plato y la boca. Igualita a la paloma, las mismas patitas in¨²tiles, la misma vacilaci¨®n sin energ¨ªa. Una empleada ha de tirarla a la basura y el coronel seguir¨¢ tragando sus medicamentos, sin compa?¨ªa, en la mesa junto a la puerta.
Tomar. Autobuses de l¨ªnea, uno al lado del otro, en la explanada. El tribunal oliendo a papel podrido, a tarjeta mohosa. Empleados absortos, arbustos que se agitaban como gallinas cuando los gallos se separan de ellas, con cacareos de follaje. El r¨ªo en agosto con centenares de peces, como navajas, puro filo, agujereando el agua, hasta la superficie, para coger un insecto con los dos dedos de la boca: el labio de arriba el ¨ªndice, el labio de abajo el pulgar. Sus ojos imperturbables, saltones. Sauces reflejados, m¨¢s aut¨¦nticos que los sauces de fuera. Se alquilaban barquitos, se remaba entre juncos, entre musgos. No s¨®lo la esposa verde, todo verde, nunca pens¨¦ que el verde fuese tantos colores, nunca pens¨¦ que en el verde estuviesen todos los colores del mundo. Docenas. ?Qu¨¦ digo docenas? Miles. La foto, con un uniforme n¨²mero uno prestado, para la tarjeta de oficial. Una mujer con peinado barroco acept¨® salir conmigo
-?Est¨¢s casado?
y no estaba casado
-?Tienes alguna enfermedad?
y no ten¨ªa enfermedades
-?No has tra¨ªdo condones?
y no tra¨ªa condones
-?Me prometes que tendr¨¢s cuidado?
y promet¨ª que tendr¨ªa cuidado. Una cicatriz en la barriga que la volv¨ªa tan vulnerable, tan pr¨®xima. Esto en la planta baja de una prima, a la salida de la ciudad, camino de la sierra. A la mu?eca que embellec¨ªa los cojines no le gust¨® que la trasladasen a la c¨®moda, a hacer compa?¨ªa a un toro de cer¨¢mica con uno de los cuernos roto. Sus pies, con las u?as pintadas de azul
-No querr¨¢s volver a verme, ?no?
?Qu¨¦ se responde a esto? La mu?eca y el toro furiosos conmigo, a la espera, y yo callado
-Eh, t¨², ?no me respondes?
Aventur¨¦ una caricia en su brazo, en silencio, luego los pies
-?sa no es una respuesta
y volv¨ªa la cabeza fingiendo que no ve¨ªa sus l¨¢grimas. Se llamaba Am¨¦lia, trabajaba como dependienta, su novio estaba en la guerra, en Guinea:
-Todos vosotros os vais a la guerra, y yo no os importo nada
y m¨¢s l¨¢grimas
-?No sab¨¦is hacer otra cosa que no sean guerras?
mientras mis dedos se dedicaban a consolar su brazo, sin consolarla a ella. El pelo, rubio, negro en las ra¨ªces, la palma que apoy¨® en mi muslo
-?Y cu¨¢ndo vas a la guerra t¨²?
mientras la palma me encontraba.
En el techo de la habitaci¨®n una l¨¢mpara recargada, fotograf¨ªas en la pared a las que intent¨¦ no saludar. Si una furgoneta pasaba por la calle, vibraban los caireles de la l¨¢mpara: l¨¢grimas tambi¨¦n. La mujer
-Vete
con el atolondramiento met¨ª dos piernas en la misma pernera del pantal¨®n, ya amputado antes de los combates. Di unos saltos en la alfombra hasta que comprend¨ª el error y ella en las s¨¢banas llorando. O era el toro el que lloraba, o tal vez la mu?eca. O Tomar entero. Yo no. Yo un ahogo, una congoja
-?No sab¨¦is hacer otra cosa que no sean guerras?
Sauces reflejados, m¨¢s aut¨¦nticos que los sauces de fuera. Me met¨ª en el coche. No s¨¦ por qu¨¦ le cost¨® arrancar. Pero s¨ª que lo s¨¦: no ten¨ªa fuerzas para hacer girar la llave. Hay momentos, cuando lloran los toros y las mu?ecas
(nosotros no, claro, nosotros no)
en que no tenemos fuerzas para hacer girar una llave.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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