Color local
No me apetece hablar. Me apetece estar as¨ª, quietecito, en esta silla, con los codos apoyados en esta mesa, bebiendo este vaso de agua, fumando este cigarrillo. Sin tel¨¦fono, sin cartas, sin libros, sin el portero que anuncia
-Un paquetito para usted
s¨®lo esta silla, esta mesa, este vaso de agua que me regalaron en la gasolinera, con la marca impresa. Hoy, jueves, almorc¨¦ con los amigos de siempre y ni una sola palabra: calladito. De repente, sin darme cuenta, los ve¨ªa de manera diferente, las conversaciones muy lejanas, en una lengua desconocida. Hac¨ªa un esfuerzo para prestar atenci¨®n y era portugu¨¦s, qu¨¦ extra?o. Uno de ellos explicaba
-Esa t¨ªa que ni lo sue?e
y el resto en la lengua extranjera de nuevo. ?Que esa t¨ªa no sue?e qu¨¦? ?Cu¨¢l ser¨ªa la t¨ªa que so?aba y cu¨¢les los sue?os que le prohib¨ªan? El amigo a?adi¨®, respondiendo a uno de los otros
Un hombre que daba la impresi¨®n de contar billetes al tamborilear en la mesa
-S¨®lo si yo fuese un est¨²pido
y para mostrar a las claras que no era un est¨²pido asest¨® una palmada en el mantel que alborot¨® el cocido. La palmada convenci¨® a sus compa?eros de que ni un asomo de estupidez empa?aba su energ¨ªa. Asent¨ª, en un gesto con el tenedor en ristre, antes de que la mitad del cocido saltase hacia la empanada. Los dedos de la palmada agarraron el cuchillo; gracias a Dios que no se lo clav¨® a nadie. En mi diagonal una mujer guapa, de aspecto sufrido, con su madre y su hijo. No se interesaba por nadie, vac¨ªa tras una expresi¨®n dulce, amable. Al levantarse me encontr¨¦ con un cuerpo denso, sin gracia, nalgas pesadas de tristeza que me recordaban almohadas empapadas en l¨¢grimas: si pudiese consolarla con pura ternura, con pura pena. Solamente consolarla, limitarme a entregarle el juguete que perdi¨® hace muchos a?os, siendo una ni?a
-Tome
e irme. Un mu?eco, un anillito, una chucher¨ªa cualquiera, sea lo que fuere capaz de impedir que las nalgas de la mujer guapa arasen el suelo del restaurante, la esperanza de que el cuerpo dejase de traicionarla, de serle ingrato. Apretaba las llaves del coche con fuerza y, no obstante, cu¨¢nta infancia en aquellos ojos. El hijo, erizado de pendientes, de piercings, la abuela sigui¨¦ndola con una repugnancia alarmada. Cuando despejaron el horizonte distingu¨ª despu¨¦s a una pareja, un hombre con aspecto de bancario, que daba la impresi¨®n de contar billetes al tamborilear en la mesa, y la acompa?ante que era el retrato vivo del marqu¨¦s de Pombal tal como est¨¢ en la estatua, la cabellera, la nariz, los volantes. El marqu¨¦s de Pombal pescadito cocido. Por lo menos fue as¨ª como lo present¨® el camarero
-Su pescadito cocido, se?or marqu¨¦s
perd¨®n
-Su pescadito cocido, se?ora
y el ojo del pescadito fijo en ella, aterrado. En lugar de ocuparse del pescadito, el marqu¨¦s pisaba el zapato del bancario bajo la mesa, con una insistencia apasionada. El tamborileo aceler¨® el recuento de los billetes, sin corresponder a la pisada. Tal vez pensaba tambi¨¦n
-Esa t¨ªa que ni lo sue?e
tal vez a?ad¨ªa, para sus adentros
-S¨®lo si yo fuese un est¨²pido
usaba alianza, el marqu¨¦s no, y el marqu¨¦s le acarici¨® la alianza con la intenci¨®n de que la alianza se dividiese en dos, la segunda entrase en su anular y el marqu¨¦s (qu¨¦ bueno) acabase casado con el bancario. El amigo de las palmadas, ahora codos, me acribill¨® las costillas
-?No es aqu¨¦lla, por casualidad, el marqu¨¦s de Pombal?
y los compinches del almuerzo se fijaron, todos a una, en el Estadista, que se hab¨ªa trasladado del zapato del bancario a su calcet¨ªn e intentaba introducirse entre el calcet¨ªn y el pantal¨®n, emprendedor, activo, con la espalda encorvada, ronroneando. El tamborileo pasa de acelerado a angustiad¨ªsimo, el calcet¨ªn y el pantal¨®n retrocedieron, el bancario liber¨® la alianza para esconderse tras la servilleta. La mujer guapa regres¨® al restaurante porque se hab¨ªa olvidado del bolsito. Me fastidi¨® que se marchase sin su mu?eco, sin su anillo. Arrugas amargas a los lados de la boca. El b?ton que necesitaba retoque. Una expresi¨®n de
-No vale la pena
de
-?Qu¨¦ importa?
una t¨ªa que no so?aba nada, la pobre. Domingos largu¨ªsimos, lluviosos a pesar del sol. ?Estar¨ªa cebando a psiquiatras, a psic¨®logos? El pescadito cocido se iba enfriando, intacto, el ojo se me antojaba dormido en la bandeja. En la mand¨ªbula del pescadito unos dientes ralos. El marqu¨¦s sacudi¨® su cabellera de bronce, se apoder¨® del palillero, se cubri¨® la boca con la otra mano en la actitud de quien toca la arm¨®nica y una especie de valsecito con asma colore¨® el restaurante. Mentira: el marqu¨¦s se limit¨® a partir el palito y a depositarlo en el cenicero. El bancario dijo una frase cualquiera (supongo que una s¨²plica) desde el fondo de la servilleta y se cubri¨® a¨²n m¨¢s con ella, el marqu¨¦s, desilusionado, atormentaba al palillero, los ojos como los del pescadito cocido antes de dormirse, aterrados, el marqu¨¦s semejante a la mujer guapa, sin mu?eco, sin coche, el ¨®xido de la estatua, en la cabellera, en las mejillas, en los volantes, el de la palmada en el mantel
-F¨ªjate en la cara del marqu¨¦s, Ant¨®nio
la nariz que temblaba, las cejas que temblaban, la nuez de Ad¨¢n que temblaba, el bancario retira la chaqueta de la silla, comenz¨® a salir con la servilleta en la mano, repar¨® en la servilleta, la dej¨® en el perchero de la entrada, lo vimos, a trav¨¦s del cristal, cruzar la calle, y vimos al marqu¨¦s, solo, enderezarse en el asiento, componer sus facciones en una actitud heroica, tirar de los encajes de los pu?os, ensanchar el pecho, y recogerse, inmenso, en la actitud del pedestal, desde el que observaba el r¨ªo, con la serenidad grave y austera de los inmortales.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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