La ciudad de los muertos
Los autores refieren que el Cementerio General de Valencia fue pensado claramente para separar a los ricos de los pobres, para diferenciar a los que iban en carruajes de los que no pod¨ªan coste¨¢rselos
Es com¨²n honrar a los muertos y recordarlos, pero es en el mes de noviembre cuando los deudos frecuentan el cementerio, en abigarrada confusi¨®n, coincidiendo con la festividad de Todos los Santos (cuya v¨ªspera festejamos ahora con audacia anglosajona y resonancias c¨¦lticas llam¨¢ndola Halloween, es decir, all hallow's eve). Para preparar la visita, los vivos asean esa morada, despu¨¦s quiz¨¢ de meses de abandono o incuria o mal estado, abrillantando los m¨¢rmoles y disponiendo las flores con las que mostrar respeto y homenaje. No siempre fue as¨ª. Piensen, por ejemplo, en el camposanto de Valencia. El cementerio extramuros de esta ciudad se orden¨® construir en 1807. Hasta entonces, s¨®lo los enterramientos nobiliarios y eclesi¨¢sticos se realizaban en lugar apropiado, en las criptas de los conventos y en las iglesias. Era l¨®gico, pues, que en un siglo de ilustraci¨®n y progreso como fue el Ochocientos, razones de espacio y de salubridad aconsejaran a los mun¨ªcipes de Valencia (y de otras ciudades) dar por acabada esa pr¨¢ctica. Con dicho fin se habilitaron espacios fuera de las murallas en los que inhumar a patricios y plebeyos
Sin embargo, a lo largo de aquel siglo, el estado del camposanto no siempre fue ejemplar: su abandono era la ¨²ltima injuria que los vivos inflig¨ªan a los muertos. De hecho, no era extra?o que en la prensa se denunciara la inmoralidad de muchos individuos que, olvidando todo principio de religi¨®n, convert¨ªan tan respetable recinto en lugar para sus pasatiempos. Gacetilleros e informantes manifestaron reiteradamente su perplejidad ante tal falta de decoro. Los ni?os, por ejemplo, utilizaban el espacio sin ning¨²n miramiento, correteando entre las tumbas, persigui¨¦ndose con el estr¨¦pito de sus juegos. Mayor pasmo causaba la ferocidad de los perros, que se deleitaban disput¨¢ndose y royendo los huesos que asomaban en ese descuidado terreno. En fin, una imagen t¨¦trica, g¨®tica dir¨ªamos, casi adecuada al estereotipo que nos hemos formado del cementerio rom¨¢ntico, con los matojos, el abandono y la exhumaci¨®n de los muertos.
Todo eso cambi¨® en Valencia hacia 1845, justamente cuando fallec¨ªa el ¨²nico hijo del principal propietario de la ciudad, el industrial Juan Bautista Romero. Id¨¦ntica p¨¦rdida sufrir¨ªan al poco tiempo el fabricante Gaspar Dotres, el banquero Jos¨¦ Campo o el comerciante Francisco de Llano, todos ellos pol¨ªticos de post¨ªn en una ciudad convulsa. El dolorido Juan Bautista adquiri¨® un espacioso terreno en el camposanto, contrat¨® un arquitecto, compr¨® los m¨¢rmoles m¨¢s nobles, mand¨® redactar un epitafio e incluso encarg¨® al m¨¢s afamado escultor de la localidad la ejecuci¨®n de un monumento funerario, uno que representara la juventud y la esperanza perdidas. La muerte de los hijos de esos patricios, de Virginia Dotres, de Josefa Campo y de Carolina de Llano, dieron inmediata continuidad a esa pompa doliente, a ese lujo ostensible y a esa expresi¨®n de la desdicha familiar. Esos y sucesivos fallecimientos, los de otros vecinos de campanillas, sirvieron para hacer del cementerio de Valencia el recinto de las bellas artes, como entonces se lleg¨® a decir. Si antes era un lugar abandonado de esparcimientos escandalosos, en la segunda mitad del siglo se convirti¨® en un parque con salones, un jard¨ªn apto para recatados paseos.
Sin embargo, esa demanda creciente, esa presi¨®n sobre la superficie del camposanto, tuvo dos consecuencias. Por un lado, los escasos tres mil metros cuadrados que ocupaba inicialmente fueron pronto insuficientes para atender el alud de peticiones de las buenas familias de la localidad. Por eso, en 1860 hubo de ser reformado el per¨ªmetro original a?adi¨¦ndose treinta mil m¨¢s. Por otro lado, el suelo del cementerio vino a reproducir la vida de la ciudad, el orden desigual de la urbe y sus viviendas. As¨ª, el espacio central estaba ocupado por mausoleos y panteones constituyendo el ¨¢rea burguesa por excelencia, la calle de los muertos distinguidos. Cualquier transe¨²nte puede hoy recuperar esa memoria f¨ªsica, descubrir el lujo y el refinamiento de aquellos patricios y puede ver tambi¨¦n las primeras tramadas de nichos, que por entonces empezaron. ?stos, frente a la variedad de aquellas suntuosas sepulturas, se caracterizaban por la uniformidad y por estar situados en la periferia de aquella zona privilegiada, es decir, como en la ciudad misma. Finalmente, se hallaba la fosa com¨²n, totalmente separada del recinto funerario, que representaba el anonimato, la suerte fatal de aquellos que no ten¨ªan nombre: as¨ª pues, el hacinamiento, la desdicha de quienes no contaban con un lugar en el mundo.
En principio, pues, el cementerio de Valencia, por ser de nueva planta, reproduc¨ªa idealmente el orden urbano, incluso mejor que la ciudad de los vivos. ?sta, la localidad hist¨®rica, arrastraba un pasado de siglos y su piedra resum¨ªa el desorden social que los burgueses del siglo XIX no consiguieron conjurar y que s¨®lo los ensanches posteriores encauzar¨ªan. En cambio, la ciudad de los muertos fue pensada para separar claramente a los ricos de los pobres, para diferenciar entre aquellos que iban al cementerio en vistosos carruajes y acompa?ados de un largo s¨¦quito y aquellos otros que no pod¨ªan coste¨¢rselos. En las buenas familias, lo habitual era que a la muerte de un patricio se distribuyeran esquelas, se rogara la asistencia de coches y se hicieran donativos a las instituciones ben¨¦ficas para que enviaran un acompa?amiento adecuado. Pero hubo casos a¨²n m¨¢s llamativos, en los que el ¨®bito qued¨® registrado en la propia trama urbana.
Por ejemplo, tanto Jos¨¦ Campo como Juan Bautista Romero edificaron sendos centros asistenciales de ni?os y hu¨¦rfanos. Con ellos mandaban perpetuar la memoria de sus hijos tempranamente fallecidos, acog¨ªan a los descendientes de las "clases peligrosas y laboriosas" que pordioseaban por la ciudad y, por ¨²ltimo, prolongaban su nombre como muestra de filantrop¨ªa. De ese modo, aquellos que contaban, aquellos que hab¨ªan desempe?ado cargos y empleos pol¨ªticos de la m¨¢xima dignidad, aquellos que se hab¨ªan enriquecido con los negocios urbanos, se presentaban a s¨ª mismos devolviendo con r¨¦ditos lo que la ciudad les hab¨ªa dado. El Asilo de Jos¨¦ Campo, que a¨²n se puede contemplar en su emplazamiento original de la Calle Corona, o el de San Juan Bautista, que tambi¨¦n se puede ver en el final de Guillem de Castro, son vestigios de muertos eminentes y de su manera de afrontar una p¨¦rdida sin reparaci¨®n, el dolor inconsolable. Para ellos y para los dem¨¢s, s¨®lo quedan el recuerdo o la visita a la ciudad de los muertos, una morada perpetua en donde se albergan todas las almas, en una fecha que es, no lo olvidemos, una celebraci¨®n milenaria, el tr¨¢nsito de una estaci¨®n a otra, de un estado a otro.
Justo Serna y Anaclet Pons son profesores de Historia Contempor¨¢nea de la Universitat de Val¨¨ncia.
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