Defensa de la digresi¨®n
En una discoteca londinense, un antiguo profesor madrile?o, ahora esp¨ªa brit¨¢nico o algo as¨ª, miembro de un grupo de informadores, se ve envuelto en un lance muy desagradable, un suceso que nos cuenta retrospectivamente y del que no sabe gran cosa, un suceso cuyo significado profundo, en el caso de que lo tenga, no percibe bien. ?En qu¨¦ consisti¨®? En asistir en el ba?o de minusv¨¢lidos de la sala de baile a las intimidaciones serias que su jefe hizo a un diplom¨¢tico espa?ol, a un risible diplom¨¢tico espa?ol, agregado cultural o algo as¨ª, un petimetre fatuo, entre cursi y campechano. Son ademanes y amenazas de muerte con una espada y que, por lo sucedido, a punto estuvieron de ejecutarse. ?C¨®mo se puede emplear hoy un arma blanca tan anacr¨®nica para amedrentar? Y, sobre todo, ?c¨®mo y qui¨¦n es capaz de desenvainar un sable tan intempestivo, tan inc¨®modo, exhibi¨¦ndolo en el retrete de un Dancing?
Se trat¨® de una circunstancia tan extremada como para resultar incre¨ªble, tan ins¨®lita como para ser incongruente. Pero los hechos inauditos, parece decirnos el antiguo profesor, s¨®lo son concebibles como tales a partir de las expectativas que nos forjamos si no estaban previstos en el plan de vida que uno se organiza. Incluso la propia y ordinaria existencia de cada cual, observada por un tercero puede juzgase asombrosa, un pasmo o un portento. No hace falta adentrarse en la selva africana como batidor de fieras para narrar una vicisitud aventurera, como tampoco una jornada de oficinista es necesariamente el relato de lo normal y lo acostumbrado. Entre los exploradores hay rutina y tiempos muertos, y entre los administrativos hay riesgo y miedo. De igual modo, cabr¨ªa preguntarse si es corriente, familiar, veros¨ªmil o, por el contrario, inusitada, excepcional, incre¨ªble, la historia de un antiguo profesor madrile?o, que ya ejerciera la docencia en Oxford, y que ahora, habiendo emigrado a Londres despu¨¦s de una separaci¨®n matrimonial, es reclutado por ese grupo sin nombre, algo as¨ª como oficinistas del servicio brit¨¢nico de Informaci¨®n, una selecta brigada de exploradores, de ojeadores de vidas ajenas. Cualquier cosa puede sucedernos en la existencia y los lances m¨¢s asombrosos pueden ser cotidianos, principalmente porque no tenemos capacidad para el augurio y porque a la postre todo lo que nos ocurre es fragmento, enigma y espantoso azar, si me permiten. El antiguo profesor y sus conmilitones no viajan m¨¢s all¨¢ de Inglaterra, al menos de momento, y sus actividades se reducen a hacer presunciones, a aventurar conjeturas acerca de comportamientos futuros, a adivinar fundadamente lo que sus conejillos de indias har¨¢n. Por lo que sabemos a partir de sus revelaciones (hechas anteriormente) parece que el docente en excedencia inici¨® esta nueva vida tiempo atr¨¢s y que su valor principal, la raz¨®n por la que se le incorpor¨®, fue su presciencia, su don para el vaticinio, aunque tambi¨¦n su propia condici¨®n profesional: un profesor de lenguas es en este caso bien ¨²til para sondear e interpretar a espa?oles y latinos aportando importantes labores de apoyo. ?Qui¨¦nes fueron sus reclutadores...?
Estoy detallando lo anterior, estoy resumiendo algunos de los hechos principales de los dos vol¨²menes de Tu rostro ma?ana, de Javier Mar¨ªas (como ustedes habr¨¢n adivinado), estoy proporcionando alg¨²n dato b¨¢sico y me doy cuenta de que anulo todo el efecto que la novela provoca. Pero no porque revele la intriga, sino porque desactivo el principal dispositivo del relato: todos esos datos, enunciados convenientemente por el narrador (Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o incluso Jack Deza, que con todos estos nombres es designado) o todos los parlamentos pronunciados por los personajes que hablan en primera persona son objeto de disquisici¨®n, de conjetura, de augurio. Cervantes ide¨® la digresi¨®n para aventurarse en algunas ramificaciones de su historia principal. Dejaba esta ¨²ltima en suspenso para adentrarse en mil y un avatares o sucedidos que no aportaban nada decisivo al discurrir b¨¢sico. Tambi¨¦n los novelistas del Ochocientos, esclavos de su p¨²blico, alargaron monstruosamente las entregas de sus relatos para as¨ª dar satisfacci¨®n a su audiencia. Vargas Llosa, por ejemplo, nos lo recordaba recientemente cuando analizaba la estrategia de Victor Hugo en Los miserables. Los narradores del modernismo inventaron la corriente de conciencia para expresar el fluir del mon¨®logo interior, desordenado, ca¨®tico, impredecible, no sujeto a las leyes de lo racional a que procuramos atenernos en el estado de vigilia. Etc¨¦tera, etc¨¦tera.
Javier Mar¨ªas ha elevado a la categor¨ªa de h¨¢bito narrativo la digresi¨®n interior, la corriente de conciencia conjetural, hipot¨¦tica: no es que el mon¨®logo exprese el desorden del pensamiento, sino que manifiesta las m¨²ltiples conexiones y sospechas que el mundo externo le sugiere. Es decir, el observador pr¨¢cticamente no sabe nada, no conoce gran cosa, puesto que ver no es saber y vive columbrando, sumido en las sugestiones de las apariencias, en ideaciones desbocadas, en intuiciones basadas en experiencias previas, en su propia enciclopedia cultural, en su c¨®digo de percepci¨®n y de interpretaci¨®n. ?C¨®mo certificar la verdad de sus conclusiones? Muchos cabos quedan sueltos en sus novelas, no se aclaran, justamente porque la existencia, la de ustedes, la m¨ªa, es as¨ª. De modo que aquel escritor que evit¨® el viejo realismo de la novela castiza lo vemos ahora aproxim¨¢ndose a la vida, traduci¨¦ndola: los mon¨®logos de Deza son as¨ª formas de conciencia muy veros¨ªmiles, como esas elucubraciones hipot¨¦ticas a que todos nos entregamos para anticipar escenarios futuros, para aliviar la incertidumbre de la existencia. En las novelas de Mar¨ªas pasan cosas raras, incluso extravagantes (como tantas veces nos pasan en la vida real) y el testigo o protagonista emprende presunciones m¨¢s o menos fundadas o locas o arriesgadas con el fin de dar significado, de atisbar. ?Pero d¨®nde hallar la confirmaci¨®n de lo que aventura?
La vida, muy frecuentemente, no nos aclara nada, es irresoluta, deja sin consumar historias, nos sume en la perplejidad. En la filmaci¨®n cinematogr¨¢fica m¨¢s naturalista, hay, entre otras cosas, montaje, encuadre, elipsis, banda sonora y moraleja, recursos que provocan parad¨®jicamente una impresi¨®n de realidad. En la novela (al menos, la novela concebida al modo cl¨¢sico), tambi¨¦n se daba ese artificio, en nada parecido a la existencia, porque si en aquella todo es selecci¨®n, orden y sucesi¨®n, en ¨¦sta, por el contrario, todo es copioso y simult¨¢neo, como apostillaba Jorge Luis Borges. En fin, la vida no tiene t¨ªtulos de cr¨¦dito ni m¨²sica de fondo ni elipsis, no tiene rotulaci¨®n ni subrayados, y los ¨²nicos fundidos en negro son el sue?o y la muerte, los mismos, curiosamente, que administra el novelista Javier Mar¨ªas para dar el cierre. Lean, aprovechen estas Navidades para dejarse llevar por el desparpajo at¨®nito y errabundo de Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, para abandonarse a su salmodia, a sus meandros. Cultivar¨¢n la disquisici¨®n y el desv¨ªo, formas sofisticadas de vivir en este tiempo expeditivo que tolera mal la digresi¨®n y la demora.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universitat de Val¨¨ncia.
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