Sa?a
Como el rey debe ser ma?oso en caza:
Y para ¨¦ste una de las cosas que fallaron los antiguos que m¨¢s tiene es la caza, de que manera quiere que sea; ella ayuda mucho a menguar los pensamientos de la sa?a, lo que es m¨¢s menester a rey que a otro home. Porque la caza es arte e sabidoria de guerrear e de vencer, de lo que los reyes deben ser mucho sabidores.
Alfonso X, Las partidas (1256-1348).
II
Insania
Dice Sebasti¨¢n de Covarrubias, en el Tesoro de la Lengua Castellana de 1611, nuestro primer diccionario: Sa?a vale furor y enojo, del nombre latino insania, perdida la in como la perdi¨® la palabra sandio; o del nombre sanna, ae, que vale ronquido o bufido, porque el que se ensa?a da muestra con estos accidentes se?alados en las narices, las cuales se le hinchan y echan de s¨ª el aire con violencia de sa?a.
"?Por qu¨¦ no escribe?", le preguntaron a Walser. Contest¨®: "Vine a este sanatorio para estar loco, no para escribir"
D¨ªcese, sa?udo y ensa?arse.
III
Locura
Ahora recuerdo al poeta y novelista suizo Robert Walser, por ejemplo. En especial uno de sus textos intitulado Kleist en Thonon; all¨ª se revela la angustia del escritor que ha decidido encerrarse en un lugar aislado, s¨®lo para escribir, y la imposibilidad que tiene para hacerlo: el peso del paisaje lo abruma, por su grandiosidad y su belleza imposibles de describir. Walser mismo acaba formando parte del cuento, su propia angustia es la que resiente Kleist, sabe adem¨¢s explicar los sentimientos y la incomprensi¨®n de su hermana, perfectamente adaptada a una sociedad como la alemana que el poeta es incapaz de soportar.
?Por qu¨¦ no escribe usted, le preguntaron un d¨ªa a Walser?
Vine a este sanatorio para estar loco, no para escribir, contest¨®.
IV
Dormirse en sus laureles
Un escritor joven, amigo m¨ªo, me cuenta que un d¨ªa ¨¦l y su novia fueron a ver a un gran poeta. En cuanto los vio, pontific¨® acerca de las mejores cincuenta obras de la literatura universal, las mejores cincuenta p¨¢ginas de cada autor, las irremplazables. Los despidi¨® luego con un seco "no vuelvan a verme hasta que no hayan le¨ªdo El asno de oro".
El poeta se acerca a los j¨®venes como un indio del Amazonas y los deja ir cuando ya se les han achicado las cabezas. Su voz engolada asume las tonalidades de un d¨ªa de entrega de premios de juegos florales de Pachuca. Luego se contempla ante el espejo: refleja la imagen de Apuleyo, marm¨®rea, perfecta, embalsamada: coronada de laurel.
Los poetas deber¨ªan releer Los hermanos Karamazov de Dostoievski y pensar en la primera escena en que Aliosha se tapa la nariz para contrarrestar el olor que emana el cuerpo del st¨¢retz Z¨®zima quien, a pesar de que en vida hab¨ªa sido perfecto, de muerto hed¨ªa.
V
De golpe
Entonces pienso en ?rsula, se ve guap¨ªsima con su vestido verde perico, brillante, bien cortado, ?Armani?, no, debe de ser Versace o quiz¨¢ Christian Lacroix, por lo escandaloso del color.
Al verla as¨ª vestida, descubr¨ª una verdad como una casa: los zapatos de tac¨®n alto, delgad¨ªsimo, tipo aguja o espada o pu?al, con tiritas y escotes y pulseras y entrelazados, rejuvenecen; pero una mujer con vestido verde, verde perico, sonrisa amplia, ?pl¨¢stica?, sonrosadas las mejillas, bien peinada, buen cutis, que usa bast¨®n y zapatos cuadrados, choclos negros, tacones anchos y muy bajos (apenas se alzan sobre la tierra), de golpe asume su verdad nonagenaria.
VI
Terror
En su libro intitulado La frontera, Pascal Quignard cuenta una historia. La de los azulejos que decoraban un palacio de Lisboa. En uno de ellos aparece una mujer: se levanta el ampl¨ªsimo y bordado vestido: se acuclilla, est¨¢ cagando.
?Imagen po¨¦tica?
No lo parecer¨ªa.
Y sin embargo...
Mientras la mujer descarga su vientre un hombre la contempla. Ella no sabe que, expuestas, entregadas a su imp¨²dica tarea, sus sonrosadas nalgas ser¨¢n el origen de una tragedia pasional.
VII
Las cosas simples
?C¨®mo le hacemos? ?Introduzco a los personajes de la corte inglesa?
Cuando la a¨²n joven Reina Isabel con su gesto duro y la vieja Reina Madre vestida de azul cielo, tocada con un sombrerito de paja que le vela el rostro, le conceden al pintor Stanley Spencer el t¨ªtulo de caballero, ¨¦l se presenta, como debe de ser, al palacio de Buckingham, ataviado con un esmoquin y llevando en la mano una maletita donde guarda las cosas que necesita para asear el ano contra-natura que se le ha confeccionado para sustituir al verdadero, despu¨¦s de una operaci¨®n de c¨¢ncer de colon.
Es muy peque?o, enclenque, sus anteojos le caen sobre la cara, les agradece a las soberanas la alta distinci¨®n, ¨¦l, simple pintor de una zona rural que en sus pinturas representa a Cristo como un campesino.
Siempre hab¨ªa deseado el galard¨®n, explica, pero de manera sencilla, parecida a la de un hombre que espera que su vecina le regale un tarro de mermelada de naranja hecha en casa.
VIII
N¨²mero de serie
El c¨¦lebre pianista Glenn Gould ten¨ªa predilecci¨®n por un piano en particular, el instrumento en el que aprendi¨® a tocar, un Chickering de 1894: nost¨¢lgico, toda su vida hab¨ªa tratado de encontrar un piano parecido, como quienes, cuando ni?os, han amado un perro para el cual jam¨¢s han encontrado un sustituto.
De repente, tropieza con un Steinway, n¨²mero de serie 174.
Una vez que se ha acostumbrado a ¨¦l, el piano se pone a toser, como tose Gould; su quejido se acopla exactamente al suyo, un tarareo que interrumpe la limpidez de las obras de Bach grabadas e interpretadas como si fueran el t¨¦rmino absoluto de la perfecci¨®n.
En una fotograf¨ªa antigua aparece Glenn de pie y con las manos colocadas sobre su primer piano: a su lado y con las patas delanteras sobre el teclado, su perro Nicky.
IX
Cuesti¨®n de pies
En el Times de julio de 1989 se lee que la tan violentada y guillotinada Mar¨ªa Antonieta se ha convertido en la ni?a de los ojos de los franceses, quienes la han absuelto de sus culpas dos siglos despu¨¦s, es m¨¢s, a¨²n la lloran, lamentan su tr¨¢gica muerte. El objeto m¨¢s visitado en el Museo de Caen donde se organiz¨® una exposici¨®n para celebrar el bicentenario de la Revoluci¨®n Francesa es el zapato que la infortunada reina dej¨® caer al montar al pat¨ªbulo. Tres arquitectos fueron comisionados para crear seis nichos abstractos que albergan -por turnos- el precioso calzado de raso de seda. Guardianes vestidos a la moda de las postrimer¨ªas del siglo XVII lo trasladan de uno a otro espacio, protegidas sus manos con guantes de tafilete: los espectadores, para contemplarlo, deben arrodillarse sobre un coj¨ªn de brocado dorado cubierto con un lienzo blanco.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.