Historia de la vida del Busc¨®n
EL PA?S ofrece ma?ana, lunes, por 1 euro, la novela de Francisco de Quevedo
La novela Historia de la vida del Busc¨®n apareci¨® en 1626, pero Francisco de Quevedo debi¨® escribirla hacia 1604, seg¨²n los estudiosos. En ella, este autor de 24 a?os presenta un protagonista nada juvenil, un tipo curtido, resabiado y con tanta desconfianza que, antes que referir su vida a un escritor para que la divulgue, prefiere contarla ¨¦l. No quiere "dar lugar a que otro (como en ajenos casos) mienta".
Con este planteamiento -el protagonista es el autor de la historia-, Quevedo sigue el cauce abierto por la literatura picaresca en 1554 con el Lazarillo: el narrador da la cara al relatar su vida y no porque presuma de ella ni porque la considere merecedora de alabanza. El p¨ªcaro principal de la novela de Quevedo, el Busc¨®n don Pablos, es un indeseable plagado de defectos: de familia poco digna, carece de ideales arrebatadores y est¨¢ amargado por su falta de fortuna y de suerte. Con todo, aunque sabe que sus aventuras no son edificantes ni haza?osas, las difunde con una voluntad de sincerarse -avalada por el uso del yo- que sustenta su compromiso narrativo.
"Pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres"
"He vendido hasta mi sepultura por no tener sobre qu¨¦ caer muerto"
Habr¨¢ quien suponga que esa destilaci¨®n de su experiencia puede transmitir el aprendizaje de la vida. Que ese relato tan poco ejemplar ser¨¢ de utilidad, en definitiva, a quien lo escuche o lea. Pero el protagonista de la acci¨®n, aunque m¨¢s decoroso que sus compa?eros de reparto, no alberga prop¨®sitos trascendentes. Con su peripecia, s¨®lo aspira a proporcionar "alivio en los ratos tristes" al gran se?or a quien se la remite, ese alto personaje que ha deseado "entender los varios discursos de mi vida".
En respuesta a esa solicitud del poderoso, el p¨ªcaro se confiesa. As¨ª consta en la Carta dedicatoria de la novela de Quevedo que, contra lo acostumbrado, no se configura como algo aparte de la f¨¢bula, sino que est¨¢ en su l¨ªnea: ya en el ritual de enviar la obra al que puede costear su impresi¨®n, el autor concibe su relato como una confidencia. El Busc¨®n es el recitado de un pobre a su interlocutor rico, y a lo largo de la novela el p¨ªcaro insistir¨¢ en el papel que ambos desempe?an en la narraci¨®n, por si su oyente se durmi¨® y debe despertarle para continuarlo.
El novelista parece sospechar que cuanto m¨¢s encumbrado sea el destinatario de su ficci¨®n, menos le afligir¨¢ la desdicha que le describe. De esa excursi¨®n al fondo de la noche, impulsada seguramente por la misma curiosidad que gu¨ªa al occidental a visitar Benar¨¦s con una c¨¢mara de v¨ªdeo, el potentado no quedar¨¢ escaldado ni leproso, como las v¨ªctimas que contempla en su trayecto tur¨ªstico, sino robustecido en sus creencias y consolidado en su bienestar.
Ese atractivo que el abismo ejerce en los instalados dota de rango art¨ªstico a los despose¨ªdos. El pobre de la novela picaresca, a falta de tantas cosas buenas como le niega la vida, recibe la distinci¨®n de la literatura. Con ella no ser¨¢ m¨¢s feliz ni pr¨®spero ni inmune a la peste. Pero tendr¨¢ la suerte de que el destinatario de su memorial, sin avenirse a estrechar la distancia que los separa, le trate con esa reserva que el cord¨®n sanitario dispensa a las enfermedades contagiosas, esa consideraci¨®n derivada de la fascinaci¨®n ante lo extra?o y que no proviene tanto de la solidaridad con el padecimiento ajeno como del miedo a sufrirlo.
La experiencia es un grado y hay sensaciones hurtadas al que tiene dinero de las que el pobre de solemnidad, como se les llamaba antiguamente, sabe mucho. Por ejemplo, el hambre. El gran se?or a quien est¨¢ dedicado El Busc¨®n, al ser rico, desconoce la necesidad. Entre ella se mueve a diario, nada m¨¢s pisar la calle la huele, la palpa, la ve y ha podido escuchar, c¨®mo no, el lamento del indigente. En ocasiones, incluso, ha repartido limosna, y es cuando m¨¢s se ha acercado al mundo de la miseria. En el traspaso de la moneda de caridad coinciden el que ignora el infortunio y el que lo padece. Pero en un santiam¨¦n termina el contacto, que ni siquiera permite rozar las manos del dadivoso y el pedig¨¹e?o.
Es m¨¢s duradera la comunicaci¨®n creada por la literatura, un campo en el que Quevedo, como dir¨ªan los modernos, se sale: "Not¨¦ con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo hu¨¦rfano y solo que estaba en el suelo". As¨ª habla el hambre y tambi¨¦n su contrario, la gula: "Vino la olla, y com¨ªmela con dos bocados casi toda, sin malicia, pero con prisa tan fiera, que parec¨ªa que a¨²n entre los dientes no la ten¨ªa bien segura". Y qu¨¦ decir del harapiento que arregla su ropa: "Y como siempre se gastan tanto las entrepiernas, es de ver c¨®mo quitamos cuchilladas de atr¨¢s para poblar lo de adelante; y solemos traer la trasera tan pac¨ªfica, por falta de cuchilladas, que se queda en las puras bayetas". La obsesi¨®n de la carencia, de la laceria alcanza su extremo en esta novela de Quevedo: "He vendido hasta mi sepultura", dice un personaje, "por no tener sobre qu¨¦ caer muerto".
Novela de supervivientes, de itinerantes, de dislocados. El p¨ªcaro nace en Segovia, reside un tiempo en Alcal¨¢ de Henares y pasa por Torrej¨®n y por Rejas y fugazmente por Madrid y Cercedilla para volver a Segovia. En este recorrido trata al d¨®mine Cabra, a un arbitrista, a un maestro de esgrima, a un cl¨¦rigo de coplas, a un soldado sin paga, a un ermita?o ladr¨®n, a un genov¨¦s rico y a otros muchos desaprensivos que son tambi¨¦n ilusos y un poco locatis. Acude luego a la Corte donde, como enseguida advierte, hay que actuar para sobrevivir. En adelante figura de pobre, de actor, de gal¨¢n de monjas, sufre palizas y c¨¢rcel, y parece que sus calamidades siempre han de divertir, como anunci¨® al destinatario de su discurso, salvo cuando la Inquisici¨®n se hace presente. Entonces el mundo se torna cementerio porque, como afirma Quevedo, "no chist¨® alma terrena".
El p¨ªcaro viajar¨¢ a Toledo y Sevilla y se embarcar¨¢ con su chica para las Indias. Pero le ir¨¢ peor que hasta ahora -como promete contar a su oyente en una segunda parte de la que nada se sabe- "pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres". Una advertencia que, por situarse al final de la obra, parece servir de moraleja y que quiz¨¢ el lector actual -esa excepci¨®n entre el mill¨®n de indiferentes, si no hostiles, a cualquier libro- asuma al terminar sus cerca de 200 p¨¢ginas, sensible al latido de "la verdad de la vida".
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