De la venganza y otras curiosidades
El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha declarado ilegal la ejecuci¨®n de menores de edad. En este momento hay setenta en los corredores de la muerte. La silla el¨¦ctrica o la inyecci¨®n letal les ser¨¢ conmutada por la cadena perpetua que, con m¨¢s eslabones, les aleja por alg¨²n tiempo de un desenlace similar. Recuerdo mis visitas al corredor. No olvido el deseo tan intenso, casi desesperado, de los condenados por acabar con su vida cuanto antes. Su peor tortura es la espera de la ¨²ltima tortura.
No comprendo al Vaticano. ?Por qu¨¦ no excomulga a los verdugos, a los m¨¦dicos que asisten a ¨¦stos, y a los gobernadores de los treinta y ocho estados de la Uni¨®n que, como buenos matarifes, se niegan sistem¨¢ticamente a indultar al reo? No veo gran diferencia entre el crimen de quitar la vida a un asesino (que a veces no lo es) y el supuesto crimen de privarle a un feto de la posibilidad de vivir. ?Hay un reconocimiento t¨¢cito, por parte de la iglesia cat¨®lica, de la conveniencia de ese castigo inhumano que ya le cost¨® la vida al Redentor, y sin el que no habr¨ªamos sido perdonados del pecado cometido por nuestros primeros padres, una alocada pareja de d¨ªscolos nudistas?
Ambas han escrito el libro como quien compra a medias un cup¨®n de los ciegos luego de tomar caf¨¦
Que cada ejecuci¨®n no sea condenada por el episcopado norteamericano es escandaloso
Que cada ejecuci¨®n, que es una venganza, no sea condenada antes y despu¨¦s por el episcopado norteamericano, salpicado ahora por innumerables casos de pederastia, es escandaloso. ?Temen enemistarse con el poder judicial m¨¢s que con el reba?o que pastorean? He o¨ªdo a un capell¨¢n del corredor de la muerte decirle al reo, ya en capilla, que ¨¦l permanecer¨ªa a su lado en la c¨¢mara de ejecuci¨®n, y le acariciar¨ªa la pantorrilla, para darle ¨¢nimos mientras se le inyectaba el veneno ante los testigos de la matanza. Yo pensaba: ?a qui¨¦n bendice finalmente, a la v¨ªctima o al verdugo? ?A los dos por el precio de uno?
Las ganadoras
Quiero leer la novela que ha ganado el ¨²ltimo premio Alfaguara. No porque el tema de Marco Polo me apasione sino porque el libro lo han escrito dos autoras al alim¨®n.
Para m¨ª, cualquier forma de creaci¨®n es un acto individual en el que el autor se desdobla en dos o m¨¢s personas. No escribe uno mismo. Escribe ese otro ser que llevas dentro y a quien permitimos escribir para que nos deje tranquilos cuando no lo hace.
El caso de las argentinas Graciela Montes y Ema Wolf, firmantes de la novela premiada El turno del escriba, debe ser una excepci¨®n. Ambas han escrito el libro como quien compra a medias un cup¨®n de los ciegos luego de reunirse a tomar caf¨¦. Les ha tocado. Y como son buenas amigas y est¨¢n compenetradas no ha habido ning¨²n problema, de momento.
Repartirse el dinero del premio (175.000 d¨®lares) es lo m¨¢s f¨¢cil. Pero, ?y la mitad de la escultura de Mart¨ªn Chirino, que forma parte de ese mismo premio? ?Van a serrarla o refundirla? ?Se la van a rifar o tendr¨¢n que turnarse el trofeo, un mes t¨² y otro yo? Y luego est¨¢ la cuesti¨®n indivisible del ¨¦xito y de la popularidad. ?C¨®mo se hacen esas cuentas? Por m¨¢s vueltas que le doy no alcanzo a verlo. Pienso que deber¨ªa escribir yo mismo la novela de estas dos novelistas a las que veo como aut¨¦nticas siamesas unidas por la pluma. Al principio todo va bien. En la foto aparecen sonrientes y satisfechas. Pero si entorno los ojos ya advierto oscuridades en sus miradas y hasta en el tono de sus respuestas en la primera entrevista. Primero contesta una, luego la otra. Todo tienen que hacerlo al cincuenta por ciento. ?Por cu¨¢nto tiempo va a ser as¨ª?
Tal vez se harten y decidan probar suerte por separado. Entonces acudir¨¢n muertas de miedo al quir¨®fano para ver si es posible despegar la pluma y partirla con rayo l¨¢ser sin da?ar ni el instrumento ni la mano. No me cuesta imaginarlas con media pluma cada una. Extra?adas. Recelosas. ?Ser¨¢n capaces de iniciar la aventura por separado? A lo mejor una lo consigue y la otra fracasa. O ambas fracasan. O qui¨¦n sabe si ambas triunfan a su modo. Desde luego han creado un precedente. Y la cuesti¨®n que plantean es si yo podr¨ªa presentarme, de tapadillo, con doscientos coautores a un concurso literario como el convocado por Alfaguara. Porque si es as¨ª, si no importa la cantidad de firmantes que aparezcan en una misma obra cuando se abre la plica, entonces puedo entrar en Internet y pedir la colaboraci¨®n desde mi p¨¢gina a otros muchos ignorados o malogrados escritores que no saben como llevar adelante su proyecto. De este modo podemos seguir los pasos de esos j¨®venes cibernautas japoneses que pactaron recientemente quitarse la vida todos a la vez. ?No se tratar¨ªa de una variedad de suicidio colectivo literario?
Ya nos adentramos en la segunda parte de la novela. Es la m¨¢s complicada. El jurado nos da el premio. Y acto seguido nos llama Polanco uno a uno para felicitarnos. ?Debemos preguntarle c¨®mo vamos a ir a la Feria del Libro doscientos coautores a firmar el mismo ejemplar? ?C¨®mo vamos a dar multitudinarias conferencias de prensa, o a viajar juntos para promocionar la obra por todos los pa¨ªses donde hay que venderla? Y es aqu¨ª donde me quedo atascado. No acierto a salir. Tendr¨¦ que pedir consejo a Graciela y a Ema, o al rev¨¦s, porque tanto da.
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