De lo visible y lo invisible
Buena parte de los balances realizados con motivo de la llegada al poder del partido socialista ha puesto el acento, no sin raz¨®n, en las transformaciones m¨¢s inmediatas, m¨¢s visibles, que ha experimentado la vida pol¨ªtica espa?ola. Como no pod¨ªa ser de otra manera, se ha hablado del talante con el que el nuevo Ejecutivo aborda el debate pol¨ªtico con los opositores, de su mayor sensibilidad hacia la estructura auton¨®mica del Estado, de sus intentos por ampliar y garantizar los derechos civiles, del giro social que ha inspirado sus iniciativas o, en fin, del prop¨®sito de recuperar las prioridades cl¨¢sicas -Europa, Iberoam¨¦rica, Mediterr¨¢neo- en materia de pol¨ªtica exterior. Mientras que una mayor¨ªa sustancial del electorado parece aprobar estas opciones, seg¨²n se desprende del renovado apoyo al Gobierno que recogen las encuestas, la actual oposici¨®n seguir¨ªa decidida a mantener, apenas sin variaci¨®n, el mismo discurso que dirig¨ªa a sus adversarios mientras estaba en el poder; un discurso que, lejos de insistir en ideas y argumentos, prefiere apostar por los efectos emocionales, por el clima, que determinados juicios sobre la Administraci¨®n socialista, repetidos con infatigable perseverancia, habr¨ªan de tener sobre los ciudadanos, induci¨¦ndoles a cambiar de lealtad y, llegado el momento, de voto.
Frente a una estrategia de oposici¨®n que reafirma los rasgos m¨¢s ¨¢speros del conservadurismo en Espa?a, tanto en su ya lejana forma de acceder al poder como en sus modos de ejercerlo, nada tiene de extra?o que, siempre seg¨²n las encuestas, se extienda una creciente sensaci¨®n de alivio, cada vez m¨¢s caracterizada como un fen¨®meno de adhesi¨®n negativa. Es decir, a medida que pasan los meses, que se asientan las respectivas estrategias, m¨¢s se consolida la impresi¨®n de que los ciudadanos van inclin¨¢ndose por un partido por la sencilla raz¨®n de que, con independencia de lo que proponga, con independencia de lo que haga, no es el otro. Es as¨ª como se va extendiendo la actitud de que, puesto que cualquier alternativa aumentar¨ªa el riesgo de regresar a lo que ya se conoci¨®, m¨¢s vale renunciar a que la cr¨ªtica se convierta en exigencia, si no a la cr¨ªtica misma. A media voz, y la mayor parte de las veces s¨®lo entre afines, se habla entonces de reservas, de desacuerdos, incluso de errores, sin que en ning¨²n caso ese caudal pol¨ªtico salga a la luz y se discuta, ahogado bajo el viejo razonamiento de que la discrepancia no es una forma de afirmar el compromiso con un proyecto, sino una alianza objetiva con el adversario, una quinta columna en su favor.
La Espa?a que el partido socialista ha tenido que gobernar desde el 14 de marzo no es la de 1996, ni tampoco la de 2000. La huella de unos a?os de gobierno que se quisieron de transformaciones profundas en todos los ¨®rdenes de la vida p¨²blica, de regeneraci¨®n y segundas transiciones, permite advertir la naturaleza de proyectos pol¨ªticos como el que los ciudadanos espa?oles rechazaron en las ¨²ltimas elecciones generales, y que, para bien o para mal, tienen su equivalente en todos o casi todos los grandes sistemas parlamentarios de hoy. Sea por aut¨¦ntica convicci¨®n democr¨¢tica, sea por c¨¢lculo estrat¨¦gico o por cualquier otro motivo, se trata de proyectos que no reclaman un cambio del sistema pol¨ªtico, del que se presentan como sus m¨¢s ardientes cuando no belicosos e internacionalistas defensores; reclaman, y ejecutan, un cambio radical de la pol¨ªtica del sistema, seg¨²n una expresi¨®n utilizada durante la Segunda Rep¨²blica espa?ola. Sin necesidad de recurrir a comprometidas iniciativas legales ni a la reforma abierta de las instituciones -procedimientos a los que, llegado el caso, tampoco renuncian-, van introduciendo, sin embargo, min¨²sculas correcciones en los usos democr¨¢ticos, imperceptibles enmiendas en la manera habitual de ejercer las responsabilidades p¨²blicas, siempre bajo el pretexto de aligerar unos convencionalismos denunciados como hipocres¨ªa o de sacudir los complejos que privar¨ªan a los gobernantes del coraje necesario para estar a la altura de los tiempos. Tomadas de una en una, sopesadas fuera de cualquier contexto, estas correcciones, estas enmiendas, ofrecen un aire inofensivo e intrascendente, hasta el punto de que cualquier objeci¨®n es descalificada de inmediato como alarmismo. Pero consideradas, no ya en su conjunto, sino en relaci¨®n con los principios democr¨¢ticos a los que afectan, adquieren, en cambio, una dimensi¨®n distinta.
Antes siquiera de adoptar las primeras medidas y de pronunciarse sobre la manera en que pensaba ejercer su tarea, el Alto Comisionado para las V¨ªctimas del Terrorismo fue objeto de gruesas descalificaciones, tanto por parte de la asociaci¨®n que agrupa a la mayor¨ªa de quienes han padecido la acometida criminal de los etarras como por parte de la fuerza principal de la oposici¨®n. La virulencia de los ataques contra una figura como la de Peces-Barba, cuya trayectoria pol¨ªtica, sin renunciar a la militancia socialista, se ha desarrollado sobre todo en instancias a resguardo de la lucha entre partidos, hizo que pasara a segundo plano el motivo alegado para desatarlos: el Alto Comisionado no hab¨ªa asistido a una manifestaci¨®n. M¨¢s que sorprender la debilidad del argumento que avalaba la exigencia de responsabilidades, m¨¢s que sobresaltar la estridente desproporci¨®n entre la supuesta falta y sus inmediatas consecuencias, lo que deber¨ªa llamar la atenci¨®n e, incluso, encender todas las alarmas, es el sobrentendido en el que se apoya, el cambio sustancial de la pol¨ªtica del sistema que da por descontado. Tras la promesa electoral realizada por aquel candidato entonces en ascenso -"si soy presidente", dijo, "no s¨®lo ir¨¦ al entierro de mis amigos asesinados, sino al de todas las v¨ªctimas del terrorismo"-, tras la extravagante escena de aquella titular de Agricultura abandonando su despacho oficial para sumarse a los manifestantes que le ped¨ªan responsabilidades por las decisiones de Bruselas, los usos democr¨¢ticos vigentes hasta ahora parecen haber trazado un giro completo: el buen hacer de un Gobierno no se mide ya, entre otros m¨²ltiples criterios, por la manera en que dan sentido pol¨ªtico a las manifestaciones en contra o a favor de sus decisiones, sino por la agilidad y el nivel de representaci¨®n con los que hace frente a su insoslayable obligaci¨®n de asistir a ellas o de convocarlas.
Dejando de lado el desconcierto que produce contemplar a dirigentes elegidos por sufragio en situaciones que recuerdan a exhibiciones propias de otros reg¨ªmenes, en los que ancianos aut¨®cratas saludan a las masas previamente convocadas o encabezan sus marchas agitando banderolas o ramas de olivo, lo cierto es que hoy, en Espa?a, parece haberse perdido definitivamente de vista que las iniciativas ciudadanas tienen reservado un espacio distinto del que es propio de las instituciones democr¨¢ticas. Y m¨¢s a¨²n, parece haberse ya convalidado ese uso establecido durante las dos legislaturas anteriores, ese cambio en la pol¨ªtica del sistema, seg¨²n el cual la obligaci¨®n de los responsables p¨²blicos no es introducir en las instituciones, traduci¨¦ndolos a sus c¨®digos y procedimientos, los mensajes de la calle, sino sacar a la calle las instituciones. En realidad, nada tiene de extra?o que el partido que promovi¨® esta deliberada confusi¨®n desde el Gobierno persista en ella desde la oposici¨®n. M¨¢s extra?o resulta, en cambio, que el debate pol¨ªtico subsiguiente se haya dirigido a identificar criterios que la justificar¨ªan -si convocasen todas las asociaciones de v¨ªctimas, si se conmemorase una fecha significativa, si hubiese representaci¨®n de todos los partidos-, en lugar de recordar que los Gobiernos democr¨¢ticos no se manifiestan en las calles, ni oficialmente ni a t¨ªtulo personal, salvo que opten por aproximarse a los recursos del populismo.
Si el cambio en la pol¨ªtica del sistema puesto en evidencia con motivo de los ataques contra Peces-Barba hubiese quedado ah¨ª, en la controversia acerca de si los Gobiernos y sus miembros deben acudir o no a las manifestaciones, no habr¨ªa razones para sospechar que el proyecto de los conservadores ha recorrido un camino m¨¢s largo del que parece. Pero sucede, sin embargo, que la alteraci¨®n de los usos democr¨¢ticos bajo su doble mandato result¨® m¨¢s extensa, al punto de que afect¨® a la mayor parte de los ¨¢mbitos en los que se desarrolla la pol¨ªtica y, por descontado, a algunas de las materias que han sido objeto de profunda divisi¨®n. As¨ª, por ejemplo, al modificar las relaciones entre la Iglesia y el Estado desatendiendo cualquier intento de acuerdo previo entre los partidos, esto es, cualquier posici¨®n unitaria de la parte del Estado que ellos representaban, fomentaron el equ¨ªvoco de que la cuesti¨®n religiosa volv¨ªa a estar abierta en nuestro pa¨ªs, cuando, lejos de ello, la Constituci¨®n del 78 contiene una taxativa declaraci¨®n de aconfesionalidad, que obliga tanto al Gobierno, a cualquier Gobierno, como a la Conferencia Episcopal y a los representantes de los dem¨¢s credos. De igual manera, la torpe gesti¨®n del Estado auton¨®mico ante su aceptaci¨®n condicional y finalmente su abierto desaf¨ªo por parte de algunos partidos nacionalistas llev¨® a creer que volv¨ªamos a enfrentarnos a la pregunta metaf¨ªsica de qu¨¦ es Espa?a, resucitando a continuaci¨®n el est¨¦ril y extenuante debate entre quienes destacan su unidad y quienes subrayan su diversidad; en realidad, lo que la Constituci¨®n del 78 ofrece es un mecanismo, el de las autonom¨ªas, para que preguntas metaf¨ªsicas como la de qu¨¦ es Espa?a, o qu¨¦ son otras comunidades, resulten irrelevantes en la lucha pol¨ªtica y, en consecuencia, para que desaparezcan de una vez por todas de las instituciones. Incluso los juicios acerca de la representaci¨®n pol¨ªtica se vieron arrastrados, tras dos legislaturas de Gobierno conservador, a un terreno de disputa m¨¢s propio de los sistemas que fundamentan la legitimidad del poder en el carisma que del sistema democr¨¢tico, como es el de valorar la idoneidad de los l¨ªderes por sus cualidades personales -su sentido del honor, su capacidad de mando o, incluso, su simpat¨ªa o antipat¨ªa- m¨¢s que por el acierto o el error de sus decisiones.
No sin raz¨®n, buena parte de los balances realizados con motivo de la llegada al poder del partido socialista ha puesto el acento en las transformaciones m¨¢s visibles que ha experimentado la vida pol¨ªtica espa?ola, y que, a juzgar por los sondeos, estar¨ªan mereciendo un apoyo creciente de los ciudadanos. Pero junto a esas transformaciones existir¨ªa, sin embargo, una soterrada l¨ªnea de continuidad, una impl¨ªcita aceptaci¨®n de los m¨²ltiples cambios de la pol¨ªtica del sistema introducidos por los conservadores que podr¨ªa estar enturbiando los an¨¢lisis y, en ¨²ltimo extremo, favoreciendo ese singular fen¨®meno de adhesi¨®n negativa a las opciones del Gobierno. A corto plazo, basta con que, en efecto, los ciudadanos prefieran a un partido por la sencilla raz¨®n de que no es el otro. Contemplando sus efectos en un horizonte m¨¢s amplio, semejante situaci¨®n s¨®lo conduce a una radicalizaci¨®n de los conflictos, a unos acelerados episodios de vaiv¨¦n pol¨ªtico en el que cada vez son mayores las apuestas y, por lo tanto, los riesgos. Por esta raz¨®n, habr¨ªa que pens¨¢rselo dos veces antes de dar por cierto, como ahora se da, que el nuevo Ejecutivo socialista haya conectado con la forma en la que desea ser gobernada una hipot¨¦tica nueva Espa?a, de la que las anteriores generaciones de pol¨ªticos no tienen conocimiento y hacia la que les faltar¨ªa sensibilidad. Tal vez la explicaci¨®n de lo que sucede sea distinta, y es que el Gobierno socialista est¨¢ sin duda adoptando las decisiones ideol¨®gicas en las que se siente reflejada la mayor¨ªa de los espa?oles que han vivido en democracia, y de ah¨ª su popularidad; pero las est¨¢ adoptando en unas materias que han sido objeto de profunda divisi¨®n, que la Constituci¨®n del 78 hab¨ªa cerrado y expulsado del debate pol¨ªtico y que, durante dos legislaturas, el proyecto de los conservadores se propuso reabrir con el solo prop¨®sito de resolverlas a su favor.
Al construir un pa¨ªs sobre el negativo de ese proyecto es evidente que se le inflige una severa derrota, porque, al menos de momento, habr¨¢ una Espa?a plural donde se buscaba una obcecadamente unitaria, una Espa?a laica frente a aquella entregada a derivas confesionales, una Espa?a dialogante en el lugar de la que recurr¨ªa al anatema contra quienes discrepaban. Pero al mismo tiempo que se le inflige una severa derrota, se le da subrepticiamente la raz¨®n en el m¨¢s desestabilizador de sus fundamentos, en su m¨¢s corrosivo principio, aunque pertenezca al terreno de lo invisible: el de que la Constituci¨®n del 78 no cerr¨® ninguno de los contenciosos hist¨®ricos, o los cerr¨® en falso, por lo que corresponder¨ªa a las mayor¨ªas parlamentarias, a los Gobiernos de uno u otro signo, acabar una obra sin duda estimable, pero inconclusa.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ridao es embajador de Espa?a en la Unesco.
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