L¨¢grimas en el entierro de Sartre
Estaba exiliado en Amsterdam aquella primavera de 1980 -era una noche de abril, para ser m¨¢s exactos- cuando recib¨ª la noticia de que Jean-Paul Sartre hab¨ªa muerto. No tuve ni una duda: a los dos d¨ªas me encontr¨¦ a bordo de un tren con mi mujer, Ang¨¦lica, rumbo a Par¨ªs y a unos funerales que iban a ser, ten¨ªan que ser, prodigiosos.
Durante mi tard¨ªa adolescencia en Chile, y a lo largo de los a?os que me tard¨® madurar como adulto, Sartre hab¨ªa sido mi gu¨ªa intelectual y pol¨ªtico. Sus categor¨ªas de salauds, mauvaise foi, autenticidad, el infierno son los otros; la manera en que hab¨ªa escrutado las opciones morales de hombres y mujeres bajo la ocupaci¨®n nazi de Francia; su rechazo a los valores burgueses; la humanidad revel¨¢ndose en lo que ¨¦l denomin¨® la situaci¨®n l¨ªmite, todo eso hab¨ªa terminado constituyendo una zona indispensable de mi vocabulario habitual, el sombr¨ªo alfabeto con que la ¨¦lite de mi generaci¨®n en el mundo entero hab¨ªa aprendido a definir la libertad y lo enajenante.
M¨¢s tarde, su t¨®rrido amor¨ªo con el Tercer Mundo y Cuba, su pr¨®logo a Los condenados de la Tierra, de Fanon, su presidencia del Tribunal Russell acompa?ar¨ªan mi propia b¨²squeda de cambios tajantes en la sociedad latinoamericana. Para qu¨¦ mencionar c¨®mo sus novelas y, m¨¢s que nada, sus obras teatrales -?la insolencia con que se apropiaba de los cl¨¢sicos, haciendo con ellos lo que le daba la gana!- influyeron en mi gestaci¨®n art¨ªstica y en la de tantos otros escritores de mi edad en Argentina, Per¨², M¨¦xico. De hecho, mi primer texto de cr¨ªtica literaria, a los 23 a?os, fue una rese?a de Les mots en la revista chilena Ercilla.
Es verdad que me hab¨ªa ido
distanciando de sus posiciones pol¨ªticas m¨¢s extremas y mao¨ªstas a principios de los setenta, tal vez porque me hall¨¦ envuelto y comprometido (esa palabra sartreana) en el dif¨ªcil d¨ªa a d¨ªa de la revoluci¨®n chilena, esa lecci¨®n de realismo que fueron los tres a?os de Salvador Allende y la m¨¢s dura prueba de la represi¨®n que sigui¨® a nuestro intento fallido de avanzar al socialismo utilizando medios pac¨ªficos. A pesar de ello, cuando la primera etapa de mi destierro me llev¨® en 1974 a Par¨ªs, uno de los sue?os que abrigaba era conocer personalmente a mi h¨¦roe literario. Y, sin embargo, cuando amigos franceses que se solidarizaban con la causa chilena me ofrecieron ir a visitarlo, me negu¨¦. No una, sino varias veces. Jam¨¢s llegu¨¦ siquiera a estrecharle la mano.
Fue por una raz¨®n, digamos, ling¨¹¨ªstica.
Se me hac¨ªa intolerable hablarle en mi franc¨¦s torpe y quebrantado al hombre que hab¨ªa contribuido tan decisivamente a mi capacidad de analizar el mundo con un dejo de sofisticaci¨®n y un remedo de elegancia. De hecho, unos meses despu¨¦s de mi arribo a Par¨ªs, un amigo (estoy casi seguro de que fue Jean Pierre Faye) me introdujo a Michel Foucault, otro de mis ¨ªdolos intelectuales, y en esa ocasi¨®n se me hab¨ªa trabado la lengua vergonzosamente, incapaz de articular ni una de las frases que recorr¨ªan mi cerebro at¨®nito de ideas. No deseaba yo repetir aquella experiencia tartamudeante con Sartre. Durante lustros hab¨ªa llevado a cabo un di¨¢logo con el grand¨ªsimo Jean-Paul, calladamente dirigi¨¦ndome a ¨¦l en el secreto santuario de mi mente, y era preferible que as¨ª quedara la relaci¨®n, ahorrarme una mortificaci¨®n segura. "Alg¨²n d¨ªa", me ment¨ª a m¨ª mismo, "mi franc¨¦s habr¨¢ mejorado como para llevar a cabo un encuentro verdadero con Sartre".
Y he aqu¨ª que se hab¨ªa muerto.
Y nosotros cruzando el norte de Europa para hacernos presentes en el cementerio de Montparnasse.
Estaba preparado para que,
apenas me juntara con la muchedumbre, mi coraz¨®n se desbordar¨ªa de l¨¢grimas. Al mejor estilo latinoamericano. Pero en esa lac¨®nica multitud faltaba todo tipo de fervor: ni uno de aquellos bohemios de toda laya y color parec¨ªa dispuesto a participar en los ardientes ritos funerarios como se los entend¨ªa en los pa¨ªses que Sartre hab¨ªa defendido con tanta energ¨ªa. Ni un grito tropical, ni una l¨¢grima vietnamita, y nada, por cierto, que se aproximara a un alarido de furia argelina en ese ej¨¦rcito galo solitario y casi ir¨®nico. Una que otra mirada mareada y seca y lejana, algunos aprendices del existencialismo vagabundeando entre las sepulturas como si se les hubiera perdido la br¨²jula o los t¨ªmpanos o no supieran con qui¨¦n discutir. Como si se estuviesen despidiendo de un libro m¨¢s que de un hombre. ?nicamente la cara ensimismada de Simone de Beauvoir -la divis¨¦ por un instante por la ventanilla del carro f¨²nebre- traduc¨ªa la consternaci¨®n de un amor perdido. Sartre la hab¨ªa dejado sola, como ella lo profetiz¨® y temi¨® en El segundo sexo. Sartre no estaba all¨¢ para confortarla.
Tal vez sea injusto asombrarse ante tal merma de vehemencia y fogosidad. ?Por qu¨¦ hab¨ªan los franceses de reaccionar como lo hac¨ªamos nosotros cuando les decimos adi¨®s a nuestros gigantes culturales, esa fiesta popular y casi obscena que desaf¨ªa a la muerte y promete alg¨²n tipo de resurrecci¨®n incr¨¦dula? As¨ª hab¨ªa sido, cuentan las leyendas y los retrograbados, la despedida a Victor Hugo, un siglo antes, en este mismo suelo. ?Tanto hab¨ªa variado la relaci¨®n entre intelectual y pueblo en el intervalo?
Es posible que a Sartre le hubiera encantado la modestia, esa carencia de solemnidad, la contenci¨®n de los sentimientos rayana en lo anal¨ªtico, el individualismo sin anclas de los asistentes. Por mi parte, fue perturbador no descubrir all¨¢ el amparo del dolor o de la esperanza, sino que una muestra m¨¢s de lo que Rimbaud llam¨® "la Europa gris, mezquina y sedentaria".
As¨ª que le hice a Sartre el ¨²ni
co homenaje posible en ese momento: ponerme a llorar como un ni?o hu¨¦rfano entre las tumbas. Deseando, por el cari?o que le ten¨ªa, que los otros asistentes mostraran una emoci¨®n paralela.
Claro que Sartre me hab¨ªa ense?ado, entre otras cosas, que la verdad suele acercarse a la profanaci¨®n, inc¨®moda y flagrante. De manera que retuve esa lecci¨®n mientras su cuerpo desaparec¨ªa para siempre de vista, segu¨ª escuchando su voz y consejos en mi o¨ªdo, y 25 a?os m¨¢s tarde y a 100 a?os de su nacimiento, escribo lo que vi y no lo que me hubiera gustado ver, trato de ser leal con ¨¦l m¨¢s all¨¢ de la muerte y de la distancia.
Ariel Dorfman es escritor chileno y su ¨²ltimo libro es Memorias del desierto.
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