Un mundo feliz
Hubo un tiempo remoto en que el esp¨ªritu comercial estaba ligado a la conciencia puritana, de ah¨ª que la publicidad tuviera siempre algo de catequesis religiosa. En los Estados Unidos de Am¨¦rica, tierra prometida del capitalismo, la literatura s¨®lo era cultivada por hombres y mujeres de segunda fila porque tan pronto se revelaba un escritor de talento, enseguida era acaparado por las grandes firmas publicitarias. Eran los tiempos heroicos de mister Ford, las sopas Campbell y las m¨¢quinas de coser Singer. Cualquier utensilio o herramienta escond¨ªa bajo su pragmatismo un deseo de trascendencia. Un autom¨®vil o un frigor¨ªfico pasaron a ser aut¨¦nticos recept¨¢culos morales porque guardaban en su interior el alma de sus propietarios. Poseer objetos era la mayor prueba de predestinaci¨®n para el cielo seg¨²n las ense?anzas de Calvino. Y ah¨ª fue precisamente donde la religi¨®n y la econom¨ªa se dieron la mano para conquistar el coraz¨®n de los consumidores.
Pero lleg¨® un momento en que la producci¨®n y el consumo comenzaron a morderse la cola y entonces los descendientes de aquellos Piligrim Fathers que desembarcaron en Plimouth dejaron de lado el beneficio limitado de los art¨ªculos de consumo tradicionales para lanzarse a la conquista ilimitada de otros de car¨¢cter inmaterial. A partir de ese momento el tiempo se convirti¨® en oro.
La tendencia actual no consiste ya en comprar productos que acaban deterior¨¢ndose y ocupan demasiado espacio en un mundo cada vez m¨¢s saturado, sino en adquirir experiencias interiores bien sea a trav¨¦s de un fisioterapeuta tailand¨¦s, de los viajes organizados, del psicoanalista o de la asistencia a los parques tem¨¢ticos. Ya no se trata de vender cosas porque ahora el objeto ha pasado a ser la persona. Los pa¨ªses con mayor renta gastan cada vez m¨¢s presupuesto en este nuevo fil¨®n que es la oferta de ocio. Su conquista ha pasado a ocupar en nuestra jerarqu¨ªa de valores el lugar emergente de la felicidad en cuya b¨²squeda fracasaron los poetas.
Tal como est¨¢n las cosas, cada vez resulta m¨¢s dif¨ªcil sostener que la imaginaci¨®n y el deseo sean categor¨ªas del alma y no bienes perfectamente intercambiables y una llega a echar de menos aquella ¨¦poca materialista del capitalismo primitivo en que los objetos de consumo tangibles todav¨ªa ten¨ªan una capacidad evocadora: una m¨¢quina de escribir Underwood, el viejo Ford Taunus rojo con asientos de cuero que durmi¨® durante a?os en el garaje de casa o la caja de herramientas del abuelo no eran simples objetos si no que guardaban en su interior la memoria de la vida.
Pero el mundo occidental ha dado un giro de tuerca metaf¨ªsico. Ni los fil¨®sofos presocr¨¢ticos, ni los neoplat¨®nicos ni los racionalistas ni otros te¨®ricos del esp¨ªritu lograron destripar los mecanismos de la satisfacci¨®n o la ambici¨®n humana con la misma clarividencia que lo ha hecho la nueva clase empresarial. Se trata de un concepto moderno de bienestar perfectamente calculado en valencias y beneficios. Para alcanzarlo basta quedarse mirando el vac¨ªo con cara de gilipollas como Bill Murray en Lost in traslation, que sin mover un solo m¨²sculo de la cara ha sabido representar magistralmente el terrible desconcierto del hombre feliz.
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