Convocatoria universal
Desde cualquier punto de vista, el funeral de Juan Pablo II que ha puesto punto final en Roma a una semana de superlativos debe ser considerado un hito. La despedida del Papa polaco ha congregado a peregrinos ordinarios y poderosos de la Tierra, en lo que ha sido probablemente el acontecimiento medi¨¢tico m¨¢s importante conocido. Wojtyla no s¨®lo ha reunido desde su agon¨ªa a varios millones de personas en las calles romanas y de otras ciudades. Su sepelio, ayer, ante 200 l¨ªderes mundiales y m¨¢s de 2.000 dignatarios de toda confesi¨®n y raza, ha sido contemplado por otros cientos de millones en los cuatro confines del globo.
El desbordamiento planetario producido por la muerte de Juan Pablo II suscita m¨¢s interrogantes que respuestas proporciona, y en cualquier caso, los primeros van m¨¢s all¨¢ del fen¨®meno religioso entendido como expresi¨®n de una creencia. En Roma se han reunido f¨ªsicamente Oriente y Occidente, Norte y Sur, representantes pol¨ªticos y religiosos de las m¨¢s diversas confesiones y culturas. Sin necesidad de enfatizar, la capital del cristianismo fue ayer escenario del ut¨®pico di¨¢logo de civilizaciones. El catolicismo romano nunca ha mostrado una faz tan universal -su significado original- como ayer en la plaza de San Pedro ante el f¨¦retro del papa Wojtyla, mientras el viento mec¨ªa las tiaras entre el lat¨ªn lit¨²rgico y los cantos gregorianos.
El respeto al pont¨ªfice muerto ha otorgado una dimensi¨®n pol¨ªtica impensable d¨ªas atr¨¢s a este are¨®pago de aliados y enemigos ac¨¦rrimos, de autoridades terrenas y espirituales, en el que cristianos, musulmanes, jud¨ªos, budistas o agn¨®sticos, j¨®venes y viejos, han compartido la percepci¨®n de un destino moral del hombre encarnada por el Papa desaparecido. La equidistancia vaticana de los poderes terrenales, que Juan Pablo II se esforz¨® por trasladar a su acci¨®n, se ha puesto de manifiesto en an¨¦cdotas como la presencia de un dictador africano prohibido en suelo europeo, o la ausencia de enviados del pa¨ªs m¨¢s poblado de la Tierra, China. Pero aun este detalle es equ¨ªvoco en su literalidad, porque d¨ªas antes de la muerte de Juan Pablo II el arzobispo de Bruselas visitaba Pek¨ªn con la misi¨®n de tender puentes para la normalizaci¨®n de relaciones entre el Vaticano y el gigante asi¨¢tico.
Ser¨ªa simplista considerar el fen¨®meno sucedido tras la muerte de Juan Pablo II como algo ajeno a su personalidad. Parece claro a estas alturas que el papa Wojtyla no ha pasado por la Tierra dejando a nadie indiferente. Sin necesidad de acogerse a la suerte de canonizaci¨®n popular expresada por las masas peregrinas -el "santo ya" reclamado por los m¨¢s enfervorizados-, todo sugiere que el pont¨ªfice fallecido, pese a su eventual desmesura en el uso intensivo de los medios de comuncaci¨®n, ha puesto los cimientos de una nueva geograf¨ªa espiritual. Probablemente tenga que ver con que, pese a su rigorismo doctrinal, consigui¨® durante su largu¨ªsmo gobierno incrementar el peso de la Iglesia en la escena mundial. El funeral de ayer constituye la prueba de que Roma sigue siendo un centro de poder formidable en el comienzo del tercer milenio de la Iglesia.
Aposentado ya Juan Pablo II en la cripta vaticana, su sucesor partir¨¢ con una herencia dif¨ªcil de sobrellevar. Puede que su fardo m¨¢s pesado no sea el de dirigir a m¨¢s de mil millones de cat¨®licos en una era marcada por las tensiones entre religiones, entre doctrina y modernizaci¨®n social o entre ciencia y ¨¦tica. Quiz¨¢ lo m¨¢s dif¨ªcil para el nuevo Papa resulte hacerse un hueco a la sombra formidable de su predecesor.
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