Una serpiente en casa
Mi hija quer¨ªa un m¨®vil con c¨¢mara, pero le regal¨¦ una serpiente. De esta manera ha entrado en casa Kaa. Me pareci¨® interesante que las ni?as convivieran con un ofidio, especialmente la mayor, que ha comenzado a frecuentar las discotecas. Fui a comprar el bicho con una idea bastante clara de las prestaciones: que no fuera muy grande y que, a ser posible, tuviera buen car¨¢cter. Eso descartaba tanto a la boa constrictor como a la cobra roja escupidora, una especie definitivamente poco recomendable a la que pertenec¨ªa el bicho que en diciembre de 1898 mat¨® en Kenia al culi Amam Din, a la saz¨®n obrero en la construcci¨®n del ferrocarril de Uganda. Este era un tipo en verdad desafortunado: logr¨® escapar por los pelos de las garras de los leones devoradores de hombres del Tsavo por el procedimiento de meterse en un viejo dep¨®sito de agua, pero s¨®lo para ir a topar all¨ª dentro con la cobra. Visto que no hab¨ªa forma de sacar de su improvisado ata¨²d el cuerpo del trabajador muerto, el ingenioso coronel Patterson -que luego acabar¨ªa con los leones-, hizo lanzar el dep¨®sito con el culi dentro al r¨ªo, a fin de darle sepultura acu¨¢tica. Result¨® que el recipiente flotaba y Patterson hubo de agujerearlo para hundirlo dispar¨¢ndole varias veces con el rifle. Todo esto deber¨ªa haberme recordado los problemas que dan las serpientes.
Adquirir una culebra de compa?¨ªa puede resultar una idea atractiva, pero luego hay que alimentarla con presas vivas, y es duro
Sin embargo, estaba muy animado cuando entr¨¦ en Mister Guau Center, el para¨ªso barcelon¨¦s de la mascota, a fin de adquirir el esp¨¦cimen de cumplea?os para mi hija.
Por un precio que me pareci¨® justo -70 euros-, sobre todo dado que no mord¨ªa, acab¨¦ inclin¨¢ndome con rapidez por lo m¨¢s f¨¢cil, una peque?a Elaphe guttata, la conocida culebra del ma¨ªz. "Una excelente mascota para el principiante avanzado", dice mi gu¨ªa (Omega, 1979).
Me iba muy contento con mi serpiente reci¨¦n mudada, m¨¢s a¨²n porque se trataba de un ejemplar albino de un bonito color rosa, cuando ca¨ª en la cuenta de que el animalito tendr¨ªa que comer. "Eso lo solucionamos ahora mismo", dijo el simp¨¢tico empleado, y ni corto ni perezoso abri¨® un tupper de pl¨¢stico del que extrajo una cr¨ªa reci¨¦n nacida de rat¨®n. La agit¨® delante de mi culebra y ¨¦sta pareci¨® enloquecer: tras doblarse como un resorte, se lanz¨® contra el animalillo, lo agarr¨® por la cabeza y se lo empez¨® a tragar mientras la min¨²scula y desnuda presa pataleaba fren¨¦ticamente. Mir¨¦ preocupado al dependiente, que contemplaba la escena con una sonrisa beat¨ªfica. "De momento, con una vez a la semana hay bastante", estableci¨®. Me fui con la serpiente a casa consciente de que hab¨ªa vuelto a meterme en un l¨ªo, aunque con el consuelo de pensar en la cara que se le iba a poner al h¨¢mster.
La Elaphe guttata, presentada junto al pastel de cumplea?os, le encant¨® a mi hija, aunque pronto pas¨® a dedicarle s¨®lo una atenci¨®n simb¨®lica. As¨ª que a los pocos d¨ªas la serpiente y yo compart¨ªamos las noches de nuestra mutua soledad y ella me hac¨ªa silenciosa compa?¨ªa durante la lectura de Tales of giant snakes, de Murphy y Henderson (Krieger Publishing Company, 1997), una sensacional obra de historia natural sobre las pitones y las anacondas con un largo y sabroso cap¨ªtulo dedicado a los ataques a seres humanos.
La semana pas¨® muy deprisa y enseguida me encontr¨¦ otra vez detr¨¢s del mostrador de la secci¨®n de reptiles de Mister Guau. El empleado me mostr¨® la bandeja de los ratoncitos. Me pareci¨® que me daba a elegir y negu¨¦ con la cabeza. Se encogi¨® de hombros, tom¨® uno y lo introdujo en una cajita. "Que no pase fr¨ªo", recomend¨® sin asomo de iron¨ªa. Me march¨¦ con la fr¨¢gil vida palpitando en el bolsillo y sacudido por sentimientos encontrados. El ticket de caja -1,07 euros- se?alaba: "No se admiten devoluciones transcurridos 15 d¨ªas".
Aquella noche di de comer a la serpiente. Las ni?as parec¨ªan interesadas en el show a lo Barnum, pero mudaron su curiosidad en moh¨ªnes de desaprobaci¨®n cuando vieron a la tierna cr¨ªa de roedor entregada al ofidio. "No s¨¦ c¨®mo eres capaz", escupi¨® mi hija peque?a d¨¢ndome la espalda. Nos quedamos bastante desconcertados, la serpiente y yo. Ella se recuper¨® antes y se lanz¨® sobre su presa como un rel¨¢mpago rosa, mordi¨¦ndola en la cara y rodeando su cuerpo con los anillos. Se comi¨® al ratoncillo a¨²n vivo. El proceso dur¨® unos insoportables minutos e incluy¨® chillidos.
La visi¨®n de aquel drama me atorment¨® durante los siete d¨ªas que tard¨¦ en regresar a Mister Guau. Quise sincerarme con el dependiente y le dije que no sab¨ªa si iba a poder aguantar la situaci¨®n. Interpret¨® mal mis temblorosas palabras y me dijo que lo mejor era tener disponibles varios ratones. Me pareci¨® mucho peor: ?y si les cog¨ªa cari?o? "Cong¨¦lelos". No pod¨ªa creer aquello, pero el joven que me atend¨ªa continu¨® con su implacable l¨®gica: "Los mete en el congelador y los va sacando cuando los necesite". Omit¨ª la pregunta de si ten¨ªa que matarlos antes de congelarlos y le dije que recordaba que la serpiente deb¨ªa comer presas vivas, pues las detectaba por el calor. "Claro, luego hay que descongelarlos". ?Oh, Dios m¨ªo! ?y c¨®mo?, ?en el microondas? "No, le quedar¨ªan como patatas fritas, lo mejor es al ba?o Mar¨ªa". Me lo qued¨¦ mirando sin saber si me tomaba el pelo. "Me llevar¨¦ s¨®lo uno", zanj¨¦, decidido a conservar un punto de cordura. "Ya veremos", se despidi¨® mi interlocutor, haci¨¦ndome sentir como el hombre que vendi¨® su sombra.
La semana siguiente compr¨¦ un rat¨®n m¨¢s grande, a ver si espaciaba el espanto. La serpiente puso cara de no cre¨¦rselo. "?Vaya bocado!", se dir¨ªa. Consigui¨®, a base de un ¨ªmprobo esfuerzo de dilataci¨®n, engullir la cabeza. Pero tras varias horas acab¨® regurgitando la presa precisamente mientras yo le¨ªa en mi libro un testimonio estremecedor sobre la ingesti¨®n de un beb¨¦ en Perak, Malaisia, por una Python reticulata. El estado del rat¨®n era indescriptible: estaba cubierto de una pel¨ªcula brillante y como momificado. Lo enterr¨¦ en un tiesto en la terraza con un m¨ªnimo de ceremonia. Pero no hubo tiempo para lamentos. Pasada la indigesti¨®n, la serpiente ya reclamaba m¨¢s comida, golpeando como un l¨¢tigo contra las paredes de su terrario.
No s¨¦ c¨®mo va a acabar esto. Dicen que uno se acostumbra a todo y, sin embargo, a m¨ª me siguen temblando las manos. Me digo que no soy m¨¢s que un agente de la naturaleza, pero tengo remordimientos y pesadillas. Y para mi horror -y el del gato-, la serpiente no para de crecer.
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