Las dobleces del poder
La ¨²ltima vez que habl¨¦ por tel¨¦fono con Augusto Roa Bastos, hace poco m¨¢s de tres meses, nos quedamos al menos medio minuto en silencio. Lo sent¨ª fatigado, trist¨ªsimo. "?Est¨¢s ah¨ª todav¨ªa?", le pregunt¨¦. "Estoy", me dijo, "pero no s¨¦ por cu¨¢nto tiempo". Me pareci¨® otra de las bromas que se gastaba a s¨ª mismo: las centellas de sarcasmo que dejaba caer sobre la decadencia del cuerpo y la fugacidad de la fama. Acaban de llamarme para decir que ha muerto en Asunci¨®n -adonde fue hace diez a?os para eso: para despedirse y morir-, y me resisto a creerlo. Es una muerte que me agravia en primera persona.
Augusto fue el primer amigo que tuve cuando llegu¨¦ a Buenos Aires, poco antes de cumplir veinte a?os, y el escritor con el que he compartido m¨¢s intimidades a lo largo de la vida. Creo que fui uno de los primeros lectores de Hijo de hombre, la novela que public¨® en 1960, as¨ª como ¨¦l fue el primero de mi novela Sagrado, a la que dedic¨® rese?as exageradas en el diario La Gaceta de Tucum¨¢n y en la revista Sur. Fui el primero tambi¨¦n, junto con Amelia Hannois -su compa?era de entonces-, a quien ley¨® las p¨¢ginas iniciales de Yo, el Supremo, una madrugada en que lo llev¨¦ al hospital, porque sent¨ªa que se estaba muriendo de un ataque al coraz¨®n, cuando lo que estaba desquici¨¢ndolo, en verdad, era la angustia de esa novela monumental, omnipotente, que le crec¨ªa por dentro como una poblaci¨®n de difuntos.
Aprend¨ª que la literatura es un fuego en el que es preciso hundirse con libertad y sin miedo
Fue un creador de voz tan ¨²nica como la de Juan Rulfo o Juan Carlos Onetti
Lo perd¨ª de vista despu¨¦s del ¨¦xito abismal de su Supremo, aunque cada vez que pas¨¦ por Par¨ªs lo llam¨¦ a Toulouse, donde viv¨ªa, y ¨¦l me llamaba cada vez que llegaba a Caracas, donde me refugi¨¦ de las crueldades argentinas durante casi una d¨¦cada. Hace dos o tres a?os recuperamos la costumbre de hablarnos por tel¨¦fono. En verdad, era yo el que lo llamaba. Despu¨¦s del Supremo, me pareci¨® que su camino de narrador navegaba con las velas ca¨ªdas, y se lo dije. Para que me convenciera de lo contrario me envi¨® en 2002 un relato extraordinario, 'Frente al frente argentino', parte de un libro escrito a ocho manos con Alejandro Maciel, Eric Nepomuceno y Omar Prego Gadea.
Es otra de sus obras maestras: un di¨¢logo sobre la guerra y la creaci¨®n art¨ªstica entre el pintor C¨¢ndido L¨®pez y el general Bartolom¨¦ Mitre, desvelado el uno por la traducci¨®n de La Divina Comedia y atormentado el otro por la torpeza con que su mano ¨²nica, la izquierda, vert¨ªa en el lienzo las im¨¢genes de la batalla de Curupayt¨ª. Le promet¨ª que escribir¨ªa sobre ese relato. Lo hago ahora, demasiado tarde.
Casi todos mis recuerdos de juventud est¨¢n enlazados a la figura de Roa Bastos. Durante casi dos a?os, me rescat¨® de la pobreza invit¨¢ndome a compartir los libretos de cine que le encargaban los productores y que ¨¦l completaba en menos de una semana, con una facilidad y una felicidad que siempre me parecieron misteriosas. Una noche de 1963, el productor Sergio Kogan nos dijo que estaba urgido por encontrar un gui¨®n "a la medida de un boxeador y de una mujer infiel". Hab¨ªa contratado al boxeador y no sab¨ªa qu¨¦ hacer con ¨¦l. Roa le dijo que yo ten¨ªa una novela con ese tema y que pod¨ªa llev¨¢rsela al d¨ªa siguiente. Lo mir¨¦ extra?ado, imaginando que ya ten¨ªa listo el libro y que no pod¨ªa presentarlo como propio. Pero cuando estuvimos solos me insisti¨® en que completara en una noche lo que yo no era capaz de hacer en un a?o. "Vas a ver c¨®mo la necesidad te da fuerzas", me dijo. Tard¨¦ casi veinte horas en componer las sesenta p¨¢ginas que entregu¨¦ cuando se venc¨ªa el plazo y, aunque la pel¨ªcula jam¨¢s se film¨®, aquella historia fue la semilla de la primera novela que escrib¨ª en la vida. Jam¨¢s pude repetir la haza?a, pero la experiencia me permiti¨® aprender que la literatura es un fuego en el que es preciso hundirse con libertad y sin miedo, tal como lo hab¨ªa hecho Kakfa cuando complet¨® La condena en una noche que vale tanto como toda una vida.
En 1978, Augusto lleg¨® a Caracas con su esposa, Iris, y con Francisco, Tik¨², el hijo mayor de ambos. Iris estaba embarazada y hac¨ªa calor: el calor h¨²medo, palpitante de los tr¨®picos. Decidimos pasar el d¨ªa juntos. A la hora del almuerzo, le cont¨¦ a Iris la luna de miel de los padres de Augusto -tal como se la hab¨ªa o¨ªdo a ¨¦l mismo-, en un hotel junto a la laguna de Ipacara¨ª. Fue entonces cuando ?ngel Rama, que andaba por ah¨ª, nos acerc¨® un grabador y nos incit¨® a que registr¨¢ramos la historia completa.
Las cintas se me perdieron en las cajas de una mudanza que trastornaba mi vida en aquellos meses, y no pude entreg¨¢rselas a Iris cuando regresaron a Toulouse ni publicar la transcripci¨®n, como le promet¨ª meses m¨¢s tarde. He vuelto a encontrarlas ahora, cuando Augusto yace en Asunci¨®n, junto a los ejemplares de sus libros y a las flores que la devoci¨®n de la gente va acerc¨¢ndole, y no me parece importuno volver a o¨ªr el aire de su voz, evocando los d¨ªas en que empez¨® todo, porque el fin es en verdad, siempre, un principio.
"Mi padre se llamaba Lucio; mi madre, Luc¨ªa. La semejanza de los nombres es como una met¨¢fora de la relaci¨®n que vivieron: serena, arm¨®nica, profunda. El matrimonio dur¨® cincuenta a?os, sin que el tiempo del amor pasara nunca. Mi padre era a la vez un hombre de lecturas y un hombre de acci¨®n. Los primeros libros que yo le¨ª eran sus libros: los cl¨¢sicos espa?oles (Quevedo, Cervantes) y las Confesiones de San Agust¨ªn, una obra que ¨¦l conoc¨ªa de memoria y que hab¨ªa determinado el fin de su vocaci¨®n religiosa. Nunca te cont¨¦ que mi padre fue seminarista, y que despu¨¦s de una crisis colg¨® la sotana y se fue al monte a talar madera. La que me impuls¨® a escribir, sin embargo, fue mi madre. Hacia 1928, miles de paraguayos murieron cerca de la frontera de Bolivia, a la espera de una guerra que no hab¨ªa sido declarada. Algunos cayeron por hambre, otros no pudieron regresar a sus casas a pie. Yo ten¨ªa entonces once a?os y escrib¨ª una obra de teatro a d¨²o con mi madre. La represent¨¢bamos de pueblo en pueblo, recogiendo dinero para los soldados".
La conversaci¨®n es larga y o¨ªr otra vez la voz musical y sentenciosa de Roa Bastos, complaci¨¦ndose en repetir a veces las consonantes musicales de los guaran¨ªes, que ¨¦l pronunciaba con la lengua hacia dentro, deja caer sobre esta p¨¢gina la respiraci¨®n de una melancol¨ªa que no s¨¦ c¨®mo transmitir.
La vasta obra que deja -menos vasta, sin embargo, que su talento, que su entra?able ternura- es una reflexi¨®n ¨²nica sobre las dobleces del poder y sobre el duelo que la escritura entabla con ¨¦l. Tanto Yo, el Supremo como su ¨²ltimo relato, 'Frente al frente argentino', despliegan una voz ¨²nica que va abri¨¦ndose en incontables afluentes. En todos ellos, el poder devora a los personajes, los somete al imperio de su may¨²scula identidad, para terminar al fin vencido por la historia, sobre la que no ejerce influencia alguna.
Desde El trueno entre las hojas, Roa Bastos se revel¨® como una figura mayor de las letras latinoamericanas, un creador de voz tan ¨²nica como la de Juan Rulfo o Juan Carlos Onetti. Confirm¨® esa grandeza en Hijo de hombre y en los cuentos de Moriencia (1969) y Cuerpo presente (1971), que desaparecieron ante la sombra invencible del Yo, el Supremo. Sin embargo, la gloria se le mostr¨® ¨¢spera, esquiva, y s¨®lo los laureles del premio Cervantes, en 1989, le despejaron el camino.
"Todav¨ªa estoy aqu¨ª", me dijo la ¨²ltima vez que hablamos. Como si supiera que siempre estuvo aqu¨ª, en este y en todos los mundos, paraguayo y argentino a la vez, hasta la muerte. Como si supiera que nunca lo dejar¨ªamos ir.
Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez, escritor argentino, es autor de Santa Evita.
Babelia
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.