En memoria del escritor Juan Jos¨¦ Saer
A prop¨®sito de Marcel Proust, el pensador franc¨¦s Gilles Deleuze escribi¨® un d¨ªa que "la literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta". El ¨¦nfasis en la escritura no desacredita la invenci¨®n. Al contrario, la refuerza. Cuando Juan Jos¨¦ Saer obtuvo el premio Nadal de 1988 con La ocasi¨®n (ya llevaba varios viviendo en Par¨ªs), la novela espa?ola entraba en un proceso de exarcebaci¨®n de la narratividad, saludable sin lugar a dudas por la abertura que supon¨ªa a un eclecticismo necesario, probablemente como correspond¨ªa a un mercado editorial m¨¢s democr¨¢tico, pero program¨¢ticamente exento de ese aire de luminoso ensimismamiento que la novela del escritor y ensayista argentino tra¨ªa consigo.
Eran los tiempos en que todav¨ªa hab¨ªa que defender a capa y espada las propuestas est¨¦ticas de Juan Benet. Ese premio extra?¨®. La misma editorial Destino aprovech¨® el tir¨®n del premio para rescatar otras obras del autor. Esa operaci¨®n no fue s¨®lo editorial, lo fue fundamentalmente para proteger un modo de invenci¨®n basada en la forma novelesca y en un compromiso sustancialmente intelectual del hecho literario.
Se reeditaron en Espa?a Nadie, nunca, nada (M¨¦xico, 1980) y El entenado (M¨¦xico,1983), y a aquella extra?eza se sum¨® ahora un respetuoso silencio, una forma disimulada de incomprensi¨®n para con quien ven¨ªa seguramente a aguar la fiesta de los nuevos tiempos de la narrativa espa?ola. No eran buenos tiempos para Saer, como no lo fueron para Benet, como no lo hubieran sido, cuando ya hab¨ªan publicado libros importantes en su pa¨ªs, los argentinos Ricardo Piglia y C¨¦sar Aira.
No hace muchos d¨ªas, Juan Jos¨¦ Saer public¨® un art¨ªculo en Babelia en el que reflexionaba sobre Cervantes. Y sobre la no siempre reconocida inmensa deuda que Gustave Flaubert hab¨ªa contra¨ªdo con el autor del Quijote. No pod¨ªa ser de otra manera. Para alguien que, como Saer, insisti¨® tanto en la importancia de la estructura novelesca y en la defensa de los pliegues del lenguaje como el seno irrefutable de la realidad, era l¨®gico que reuniera en su art¨ªculo a esos dos grandes maestros y fundadores.
La literatura de Juan Jos¨¦ Saer no fue nunca refractaria a las historias. Sus novelas est¨¢n llenas de ellas. Quien haya le¨ªdo Glosa (Argentina, 1986) quedar¨¢ inmerso en un relato inquietante sobre la sangrienta dictadura de los setenta. Hay un argumento tambi¨¦n en El entenado, una peripecia situada en los tiempos de la Conquista. Pero que ello sea as¨ª no indica nada que tenga que ver con lo que el mismo Saer nunca tuvo empacho en llamar novela convencional.
Su posici¨®n como escritor y como ensayista (El concepto de ficci¨®n, Argentina, 1997) es la de los que han primado la oportunidad de pertenecer al c¨ªrculo de los maestros de la gran tradici¨®n literaria. Siempre ha sostenido que para admirar a un escritor hay que merecerlo. Es decir, para merecer a Cervantes, a Kafka, a Tolst¨®i, a Hemingway, a Faulkner, a Rulfo, a Onetti, a Artl, hay que haber establecido con ellos antes v¨ªnculos de pertenencia est¨¦tica y una filosof¨ªa del escritor como paradigma de la soledad literaria m¨¢s innegociable.
Como Jorge Luis Borges, como Macedonio Fern¨¢ndez, como Felisberto Hern¨¢ndez, el autor argentino cree que uno ha de crearse su propia tradici¨®n. Estos autores citados son parte de la tradici¨®n de Juan Jos¨¦ Saer. Ellos explican ese perfil metaf¨ªsico en gran parte de su obra.
El compromiso pol¨ªtico de Saer, junto al radicalmente est¨¦tico (que no esteticista), nace con la absoluta certeza de que la dictadura argentina puso de relieve el momento m¨¢s tr¨¢gico y espantoso de la historia argentina. Nada anterior supuso semejante horror. Esta constataci¨®n la ilustra magistralmente en Glosa, un texto narrativo donde aparentemente se impone cierta monoton¨ªa discursiva, un detallismo descriptivo digno de la escuela del nouveau roman franc¨¦s. Y, sin embargo, poco a poco van surgiendo ciertas grietas en la morosidad narrativa, lentamente va aflorando en una conversaci¨®n casi anodina todo el indescriptible infierno de las desapariciones.
Saer siempre se sinti¨® miembro orgulloso del club de autores como Nathalie Sarraute y Arno Schmidt. Sus coet¨¢neos m¨¢s ilustres fueron los mismos que ahora gozan de una recepci¨®n en Espa?a, por esas rarezas y arbitrariedades del mercado, m¨¢s amplia e indiscutible, como sus compatriotas Piglia y Aira. Juan Jos¨¦ Saer ha sido siempre beligerante con la comodidad y la laxitud literaria, incluso a veces hasta el punto de ser injusto en algunos de sus diagn¨®sticos, como es el caso de no haber considerado a ning¨²n novelista norteamericano contempor¨¢neo digno de menci¨®n especial. Ni Philip Roth ni Saul Bellow, al que despach¨® como un novelista simp¨¢tico.
Juan Jos¨¦ Saer ha dejado una obra importante. Ha escrito muchos libros, pero s¨®lo con unos pocos hubiera bastado para confirmar ese prop¨®sito esencial de toda literatura mayor. Inventar el pueblo que falta.
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