'Laudatio' de Juan Pablo II
Una cosa es el dolor, la injusticia o la muerte, y otra, c¨®mo vivimos y sentimos estos males, la actitud que ante ellos tomamos. A grandes trazos, podr¨ªa distinguirse una manera oriental y una manera occidental de encarar el Mal. Occidente habr¨ªa optado por enfrentarse a ¨¦l y vencer sus causas; Oriente, por hacerse a ¨¦l y evitar sus efectos.
Desconozco el ¨¦xito que alcanza el faquir o el Gong zen en eso de no sentir el clavo que le atraviesa el muslo a fuerza de "dejarlo pasar", de inhibir toda resistencia a ¨¦l. S¨ª s¨¦, en cambio, que, pese a sus espectaculares avances m¨¦dicos y sociales, la lucha de Occidente contra las causas del dolor ha tenido tambi¨¦n sus efectos perversos. El desarrollo de la ciencia y la tecnolog¨ªa ha paliado muchos males, pero ha creado otros nuevos: ha reforzado los virus, ha propiciado las inmunodeficiencias, ha redistribuido el dolor entre ricos y pobres creando un diferencial mucho mayor del que podamos encontrar en ninguna especie animal. La guerra, la pobreza y el hambre han sido "modernizados", efectivamente, pero con ello se ha multiplicado tambi¨¦n el elenco de sus efectos colaterales.
Visto el alcance y l¨ªmites de ambas recetas, ?cabr¨ªa imaginar una "tercera v¨ªa" que dote de sentido a este Mal que ni Occidente ha logrado vencer en sus causas ni Oriente en sus efectos, que parece estar ah¨ª para quedarse, y que constituye un destino al que no osamos mirar a la cara?
"Si no puedes vencerle, ¨²nete a ¨¦l", reza el dicho. Una variante del mismo podr¨ªa decir: "Exalta, dignifica, aquello que no puedas evitar". Y ¨¦sta parece ser, en efecto, la apuesta que hizo Juan Pablo II. La decrepitud y el dolor por ¨¦l exhibidos fueron su ¨²ltima provocaci¨®n a una sociedad que no soporta ya presenciarlos: que los disimula con eufemismos (el viejo adolece de "tercera edad", la muerte es "el traspaso", el cad¨¢ver es "el finado"), que inventa toda clase de asilos y tanatorios para sacarlos de casa y aislarlos, y que acaba avergonzando a la pobre v¨ªctima, que a menudo ha de disimular su estado para que no acaben de rechazarla.
?ste es el contexto donde s¨®lo se tolera ya una versi¨®n domesticada y edulcorada de la religi¨®n; un cuento que ayude, no a afrontar, sino a disimular la verdadera dimensi¨®n tr¨¢gica de la existencia. De ah¨ª el ¨¦xito actual de las otras religiones, de las religiones fuertes y aun tr¨¢gicas, frente a los protocolos lit¨²rgicos y las misas rutinarias de una sociedad como la nuestra, que a menudo entendi¨® el aggiornamento como el hacer la religi¨®n a su medida. Y fue ante ese mundo pacato y poblado de reality shows que Juan Pablo II opt¨® por escenificar su muerte como un show reality, como testimonio de una "tercera v¨ªa" espiritual que trascendiera esas petites peurs du XX si¨¨cle.
Yo creo no ser creyente, de modo que no acabo tampoco de entender ni digerir el mensaje de nuestro ¨²ltimo papa. Pero su propia impertinencia, su car¨¢cter chocante, me parece reflejar algo que quiz¨¢s se parezca algo a lo que tal vez represent¨® alguna vez el cristianismo.
?Qu¨¦ es ese algo a que me estoy refiriendo? Si el testimonio personal de Juan Pablo gener¨® controversia, la cr¨ªtica a su doctrina moral fue bastante un¨¢nime. "Bien -se dec¨ªa- su doctrina social; mal, en cambio, su doctrina moral ligada a su obsesi¨®n sexual". Pero a esa doctrina moral hay que reconocerle, cuanto menos, el valor de su extravagancia. Siguiendo a su maestro Max Scheler, Juan Pablo II sosten¨ªa que la Iglesia ha de estar dispuesta a comprender la debilidad de los hombres, a perdonar una y otra vez sus pecados, pero no a "negociar" a la baja el propio c¨®digo moral para ponerlo a la altura -o a la bajura- de los tiempos. A partir de ah¨ª, lo que Juan Pablo II dijo sobre el Purgatorio, el Sexo prematrimonial o el uso de la p¨ªldora chocaba con una sensibilidad razonablemente moderna. Una sensibilidad a la que, como dec¨ªa A. Burgess, "le inquieta la reiteraci¨®n papal en que el infierno existe, en que el sexo es para hacer ni?os, y en que no son l¨ªcitas las t¨¦cnicas sexuales que permiten abstenerse de recolectar sin renunciar al goce de sembrar". Es m¨¢s: al negarse a reconocer y aceptar pr¨¢cticas anticonceptivas ya generalizadas, ?no estaba poniendo a mucha gente respetable en la inc¨®moda situaci¨®n de sentirse en permanente pecado mortal? ?Y acaso la propia insistencia en eso del infierno y del pecado mortal no empezaba a sonar un poco grosero entre gente civilizada, justo como su "imp¨²dica" exhibici¨®n y exaltaci¨®n del dolor?
Con Juan Pablo II la Iglesia parec¨ªa renunciar a su papel de "fomentar la cohesi¨®n social" (seg¨²n la expresi¨®n de Compte, sazonada luego por Marx con su dosis de opi¨¢ceo) para volver a hacer de ella la piedra de esc¨¢ndalo de una sociedad liberal y satisfecha. Y esto, en el mismo momento en que tantos pol¨ªticos dise?an sus programas sobre el patr¨®n de los sondeos, y en el que no dan un paso sin consultar antes las encuestas, esto es al menos un gesto sorprendente y atrevido. Cierto que esta rigidez moral y doctrinal defendida contra viento y marea pudo tener efectos perversos: desde el fomento de la hipocres¨ªa en una Iglesia que dec¨ªa creer en la nulidad de un matrimonio con tres hijos, pero disque defectuosamente consentido o consumado, hasta la culpabilizaci¨®n y abandono de tantas mujeres cat¨®licas que, para poder ganarse la vida o para no contagiarse del sida, utilizaron m¨¦todos anticonceptivos "no naturales". En cualquier caso, un fruto de esta doctrina ha sido el desamparo pastoral de una gran mayor¨ªa de cat¨®licos. En Europa, por ejemplo, s¨®lo el 6,5% de los cat¨®licos dicen creer y seguir la doctrina papal sobre la sexualidad.
Pero es precisamente ese rechazo de Juan Pablo a toda consideraci¨®n "jesu¨ªtica" de oportunidad lo que transmiti¨® la sensaci¨®n de que cre¨ªa realmente en algo. En algo que parec¨ªa absurdo, que era dif¨ªcil de tragar para los propios creyentes, que iba incluso m¨¢s all¨¢ del Credo quia absurdum, para afirmar, nada m¨¢s y nada menos, un Credo quia noxius.
Creer y sostener lo que a uno le perjudica: lo menos que puede decirse es que se trataba de una actitud pol¨ªticamente desconcertante. Y que con ella la Iglesia recuperaba algo de su papel tradicional como piedra de esc¨¢ndalo... Otro d¨ªa tratar¨¦ de mostrar que esta doctrina de Juan Pablo II y ahora de Benedicto XVI se asemeja muy mucho a la de Nietzsche, el gran hereje del siglo XX.
Xavier Rubert de Vent¨®s es fil¨®sofo.
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