Cosas del chico
El otro d¨ªa vi un documental en la televisi¨®n sobre la guerra en ?frica, con militares que avanzaban y disparaban, un herido en el sendero, la sombra de un helic¨®ptero sobre los ¨¢rboles y, de repente, me vi levant¨¢ndome del sof¨¢ con ganas de meterme dentro de la pantalla y juntarme a ellos: yo pertenec¨ªa a ese lugar. Todo ello sin cr¨ªtica, sin pensar, autom¨¢tico, inmediato; tuve que apagar el televisor para sentarme otra vez y lo que sent¨ª, al apagarlo, fue una especie de remordimiento, una culpa por haberlos dejado solos. ?Por qu¨¦, si fue una guerra injusta, est¨²pida, cruel? ?Por qu¨¦, si me hizo sufrir tanto? Esta culpa de haberlos dejado solos se me da tambi¨¦n, por ejemplo, al cerrar la tapa del ata¨²d sobre alguien a quien quiero. Ganas de sacudirlos hasta que vivan de nuevo, porque me parece que est¨¢n all¨ª por distracci¨®n, por descuido, con la familia alrededor impidi¨¦ndoles respirar, con las flores, con las velas. Junto a este edificio vive una se?ora de edad, gorda, con una abundante cabellera te?ida de rubio, p¨¢rpados azules, boca encarnada, u?as encarnadas, siempre vestida como para una fiesta la pobre, repleta de cosas que brillan, anillos, pendientes, collares, toda almidonada, toda relamida, movi¨¦ndose a duras penas en el interior de un perfume violento. Se detiene de vez en cuando, recobrando el aliento, fingiendo interesarse por un escaparate, y los ojos se le escurren de la cara, enormes, l¨ªquidos. Tarda siglos en encontrar la llave de la puerta en el bolso, tarda siglos en atinar con la cerradura, tarda siglos en levantar la pierna hasta encaramarse en el pelda?o repentinamente enorme. Padecer para que el resto del cuerpo suba, la boca, las u?as, las cosas que brillan: tan terrestre, pobrecita, tan clavada al suelo, tan lista para irse tierra adentro. Falta poco para que comience a hundirse acera abajo, los zapatos, las rodillas, la cintura, los hombros, queda la cara fuera y una manita temblorosa, mientras los soldados siguen disparando en el televisor apagado. Los ojos, que se le escurr¨ªan de la cara, se demoran a¨²n en el empedrado, mir¨¢ndome, diciendo algo que no entiendo. ?D¨®nde, en qu¨¦ ¨¦poca de mi vida, me habr¨¦ cruzado con unos ojos as¨ª, graves y asustados? Ciertos ni?os cuyas madres llevan cogidos de la mano y parecen censurarnos, con expresiones de pronto adultas, graves. Ciertos enfermos en el hospital, que no entienden. La mujer del quiosco de peri¨®dicos, en su banquito de madera. ?Qu¨¦ tengo hoy? Me da la impresi¨®n de que una ola en una muralla lejana, rompiendo, rompiendo. La mujer de los peri¨®dicos guarda la vuelta en el delantal: parece un canguro que esconde a su hijo acomod¨¢ndolo en la bolsa; y un sol inmenso por encima de todo esto, una nubecita presa en una antena de televisi¨®n oxidada: se enganch¨® all¨ª y all¨ª se qued¨® con la esperanza de que el viento se acuerde y la libere. La se?ora de edad apareci¨® en la ventana, con un perrito en brazos: me hace pensar en una actriz de cine de los a?os cincuenta que se ha gastado por cansancio. De su pecho, que se derrama a lo largo de una hilera de tiestos, se percibe el
Ciertos ni?os de la mano de sus madres parecen censurarnos con expresiones adultas
-Ay, Jes¨²s
sofocado, pobres. La se?ora me desliza una mirada de soslayo que no termina y me sofoca tambi¨¦n, de modo que no s¨¦ qu¨¦ en mi pecho, tal vez un
-Ay, Jes¨²s
igualmente sofocado bajo encajes, coralinas, suspiros, un par de cojines enormes y, en el interior de los cojines, una oscuridad densa, pesada. ?Querr¨¢ matarme? Intento alcanzar la superficie nadando entre rositas de tul, y en esto la se?ora cierra la ventana y me quedo libre. Me cuesta habituarme al secreto del sol, tanta luz en los ¨¢rboles, en las fachadas, tanta reverberaci¨®n de azulejos. En la esquina, dos muchachos ucranianos o rumanos revientan el parqu¨ªmetro con un destornillador, el dinero cae a una bolsa y se echan a correr con ¨¦l: ni un comentario en la terraza a tres metros de all¨ª donde los jubilados, con su aguardiente, hunden la nariz en la copa por miedo al ucraniano o al rumano adulto que dirige la operaci¨®n desde el umbral de una tienda de electrodom¨¦sticos, con una de las palmas que crece en un bulto de la chaqueta, y que se marcha sin prisa. S¨®lo la se?ora de edad lo esp¨ªa por un resquicio de la cortina. ?Voy detr¨¢s de ¨¦l o no? No voy detr¨¢s de ¨¦l: han quedado unas monedas en la calzada de piedras de modo que, si las narices contin¨²an en las copas, me inclino y las recojo. Puede que no alcancen para un coche de lujo, pero seguro que llegan para tres docenas de caramelos. De mentol, que me dejan la garganta sabiendo a infancia.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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