La carrera de todos los siglos
Hace 25 a?os, el 1 de agosto, Sebastian Coe y Steve Ovett cambiaron el destino del atletismo, y quiz¨¢ de los Juegos Ol¨ªmpicos, en Mosc¨²
El 1 de agosto de 1980, el mundo era un lugar de confusi¨®n y convulsiones. La invasi¨®n sovi¨¦tica de Afganist¨¢n hab¨ªa convertido la guerra fr¨ªa en un asunto muy caliente. Las grandes decisiones estrat¨¦gicas alcanzaban cualquier aspecto que permitiera a la vez el conflicto y la propaganda. El deporte no era una excepci¨®n. Y los Juegos Ol¨ªmpicos, mucho menos. Aquel verano, los Juegos se celebraban en Mosc¨², en lo que estuvo a punto de parecerse a un asunto interno de los pa¨ªses de la ¨®rbita sovi¨¦tica. Margaret Thatcher gobernaba con su pu?o derecho en el Reino Unido y Jimmy Carter estaba a punto de traspasar la presidencia a Ronald Reagan. Un traspaso por aclamaci¨®n. El mundo estaba dividido como nunca y todos se esforzaban por acentuar las heridas. El 1 de agosto de 1980 no hab¨ªa atletas estadounidenses en la pista del estadio Ol¨ªmpico de Mosc¨², ni alemanes, ni chinos. Los Juegos estaban a punto de cerrarse, no sin algunas actuaciones memorables, como la del gimnasta sovi¨¦tico Ditiatin, ganador de ocho medallas de oro, o la de su compatriota Vladimir Salnikov, el primer nadador que baj¨® de la barrera de los 15 minutos en los 1.500 metros. Pero los Juegos estaban en crisis. M¨¢s a¨²n, su futuro era m¨¢s que incierto. Los gobiernos occidentales hab¨ªan presionado a sus deportistas para impedirles la participaci¨®n en Mosc¨², en algunos casos con ¨¦xito, en otros con la abierta oposici¨®n de los atletas, que se enfrentaron en condiciones precarias a las enormes presiones de sus dirigentes. Muchos viajaron y triunfaron, pero en medio de la sensaci¨®n de marginalidad que se proyectaba desde la mayor¨ªa de pa¨ªses de Occidente y tambi¨¦n varios de Oriente. Aquellos Juegos parec¨ªan destinados a un fracaso colosal, con independencia de las gestas de los deportistas. Sin embargo, el 1 de agosto de 1980, los brit¨¢nicos Sebastian Coe y Steve Ovett salieron de las catacumbas del estadio, entraron en la pista y se dispusieron a acometer quiz¨¢ la carrera m¨¢s trascendente de la historia del deporte moderno.
Anunciaban la revoluci¨®n en el atletismo a trav¨¦s de la fascinaci¨®n que generaba su rivalidad
Ovett, un apabullante talento natural, frente a Coe, un producto dise?ado por su padre
Aquella final fue un acto de rebeld¨ªa de dos fabulosos atletas contra el Gobierno de Thatcher
Puede que sin esa carrera, la final de 1.500 metros que determin¨® una ¨¦poca, nada hubiera detenido el destino de los Juegos. Al fin y al cabo, se trataba de uno de los grandes acontecimientos populares de nuestro tiempo. Pero no es insensato pensar que sin esa carrera, y sin la memorable que la precedi¨® seis d¨ªas antes, el atletismo, los Juegos, una manera de interpretar el deporte, se habr¨ªa desarrollado de manera diferente durante alg¨²n tiempo. Aquella final fue crucial por varios aspectos: porque salv¨® los Juegos, porque quiz¨¢ salv¨® el futuro de los Juegos, porque de alguna manera fue acto de rebeld¨ªa de dos fabulosos atletas contra las presiones del gobierno de Margaret Thatcher, porque el atletismo nunca volver¨ªa a ser el mismo y, sobre todo, porque la carrera de Mosc¨² enfrent¨® a dos atletas del mismo pa¨ªs que, sin embargo, representaban modelos opuestos. Pocas veces el deporte ha dado dos caracteres m¨¢s diferentes y dos atletas m¨¢s admirables. El mundo, oriente y occidente, norte y sur, sovi¨¦ticos y norteamericanos, lo sab¨ªa tan bien que nadie pudo permanecer ajeno a un duelo que todav¨ªa figura como una cima del deporte y el triunfo de un hombre que 25 a?os despu¨¦s repiti¨® una victoria igual de sonora e insospechada. Ese hombre es Sebastian Coe, jefe de la candidatura de Londres para los Juegos de 2012, ganador de la designaci¨®n en Singapur ante la sorpresa de sus rivales franceses, la misma sorpresa que sintieron los millones de aficionados al deporte que ese d¨ªa creyeron que la victoria ser¨ªa de Steve Ovett, el genial mediofondista ingl¨¦s que le hab¨ªa batido seis d¨ªas antes en los 800 metros.
En aquellos d¨ªas no exist¨ªa Carl Lewis, sino un anticipo casi juvenil de Carl Lewis que no pudo acudir a los Juegos de Mosc¨² por el boicot estadounidense. No se bajaba de los 10 segundos en los 100 metros, Juantorena pagaba sus cr¨®nicas lesiones en los 400 y 800 metros y los fondistas kenianos atravesaban un inesperado y profundo bache. El atletismo pertenec¨ªa mayoritariamente a la Uni¨®n Sovi¨¦tica y a los pa¨ªses de su ¨®rbita pol¨ªtica, bajo sospechas que el tiempo s¨®lo ha confirmado. Eran los d¨ªas de Marita Koch y Jarmila Kratochvilova, mujeres que bat¨ªan r¨¦cords mundiales que hoy resultan inaccesibles, d¨ªas de dopaje programado que colocaba al atletismo en una situaci¨®n de extrema desconfianza. Pero tambi¨¦n eran los d¨ªas de dos atletas ingleses, uno de Brighton, en la costa sur, y el otro un londinense del barrio de Chelsea. Uno era Steve Ovett; el otro, Sebastian Coe. Desde hac¨ªa dos a?os anunciaban la revoluci¨®n en el atletismo a trav¨¦s de la fascinaci¨®n que generaba su rivalidad y del asombro que produc¨ªan sus marcas en el medio fondo. Aunque s¨®lo se enfrentaron dos veces fuera de los Juegos Ol¨ªmpicos, una cuando compitieron sin conocerse en un festival infantil de cross y otra en la etapa final de sus carreras, los aficionados esperaron con ansiedad las noticias de sus carreras durante seis a?os, entre 1978 y 1984, en la apoteosis de sus trayectorias, cuando no exist¨ªa intenet, la televisi¨®n trataba al atletismo como un deporte de segunda y el eco de los r¨¦cords llegaba envuelto en el misterio de lo desconocido. De Oslo, de Zurich, de Coblenza, de Florencia, llegaban las noticias de sus impresionantes registros en los 800 y 1.500 metros. Y, por supuesto, en la milla, la distancia perfecta, como recoge el periodista ingl¨¦s Pat Butcher en el magn¨ªfico libro (The perfect distance, editorial Weidenfeld & Nicolson) que desentra?a aquella rivalidad inigualable.
Ovett y Coe. Como Bill Russell y Wilt Chamberlain en la NBA, como Joe di Maggio y Micky Mantle en el b¨¦isbol, ellos construyeron el atletismo, o al menos una forma de atletismo: el estrictamente profesional. En un momento de sus carreras fueron m¨¢s grandes que el atletismo, hasta el punto de que la cadena ABC americana, que no hab¨ªa transmitido ni una sola prueba de los Juegos de Mosc¨², conect¨® en directo para ofrecer la final de 1.500. No hab¨ªa gobernantes, poderes f¨¢cticos, intereses de cualquier clase, que pudieran con el impacto de aquellos dos atletas, uno de 24 a?os (Ovett), otro de 23 (Coe). Ten¨ªan todo para procurar la fascinaci¨®n popular: eran fenomenales en la pista y absolutamente opuestos. As¨ª se suelen escribir las grandes historias. Ovett, hijo de una adolescente de Brighton, creci¨® en el ruidoso ambiente del mercado central de la ciudad, donde su abuelo y su madre regentaban un colmado. Sebastian Newbold Coe era hijo de un ingeniero que se traslad¨® a un puesto de alta responsabilidad en una factor¨ªa de Sheffield. Su madre, Angela, era una actriz de cierto prestigio. Su hermana bailaba en el Royal Ballet. Uno era hijo de la clase obrera; el otro proced¨ªa de una familia extremadamente conservadora, y ¨¦l, Seb Coe, era un tory confeso. Uno no se hablaba con la prensa brit¨¢nica; el otro manejaba con maestr¨ªa el arte de las relaciones p¨²blicas; uno ten¨ªa un aire provocador con su camiseta roja y la hoz y el martillo en la pechera, la camiseta que el mediofondista sovi¨¦tico Vladimir Abramov le hab¨ªa regalado a Ovett; el otro era la Union Jack en movimiento. As¨ª ocurr¨ªa con todo: el poderoso Ovett, un apabullante talento natural, frente a Sebastian Coe, un producto perfectamente dise?ado por su padre, hombre autoritario que dedic¨® toda su energ¨ªa a construir un atleta excepcional a partir de un ni?o flaco, de aspecto fr¨¢gil, un chico que en la pista de entrenamiento le llamaba Peter y en casa dad (pap¨¢).
Batieron r¨¦cords, se confirmaron como los mejores del mundo y llegaron a Mosc¨² como el gran referente de los Juegos. Hicieron caso omiso de las advertencias del gobierno ingl¨¦s, a pesar de que Coe era un thatcherista a machamartillo. Llegaron para definir la supremac¨ªa en el medio fondo. Coe era el especialista en 800 metros; Ovett no hab¨ªa perdido ninguna de sus ¨²ltimas 45 carreras en los 1.500. La cosa estaba clara, pero en realidad nunca dos personajes respond¨ªan menos a lo que se pensaba de ellos. Ovett ten¨ªa un fondo fr¨¢gil, amable, generoso debajo de sus impetuosas maneras; Coe escond¨ªa una determinaci¨®n de acero bajo su fr¨¢gil apariencia. Pero eso no se sab¨ªa tras su derrota en la final de 800 metros, donde Ovett jug¨® con ¨¦l ante la desesperaci¨®n de su padre. "Has corrido como un co?o", le dijo frente a los periodistas tras el fracaso.
Seis d¨ªas despu¨¦s, nadie dudaba de la victoria de Ovett. Ten¨ªa la ventaja f¨ªsica, psicol¨®gica y estad¨ªstica. Coe nunca le hab¨ªa vencido. Pero aquel 1 de agosto, el mundo regres¨® frente al televisor porque iba a cumplirse el segundo acto del duelo entre los dos ingleses, la carrera del siglo en la distancia que favorec¨ªa a Ovett. Y como casi siempre sucedi¨® entre dos atletas que esencialmente eran lo contrario de lo que parec¨ªan, Sebastian Coe se impuso a su rival en un ejercicio de magisterio, tras seguir la zancada del alem¨¢n oriental Straub y ultimarle en los ¨²ltimos 200 metros frente a la mirada sorprendida de Ovett, que se encontr¨® con la verdadera naturaleza de su rival: un atleta de acero, implacable cuando se trataba de obtener la victoria, en la pista y fuera de ella. Cuando todo termin¨®, los Juegos de Mosc¨² no fueron los mismo. Fueron los Juegos de Coe y Ovett. Y eso determin¨® que una edici¨®n destinada al fracaso en un mundo dividido y convulso se convirtiera en un referente para aquella generaci¨®n y todas las que siguieron.
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