?Qui¨¦n teme a Virginia Woolf?
Supon¨ªan que los alemanes desembarcar¨ªan en esas mismas costas por las que siglos atr¨¢s arribaron las tropas de Guillermo el Conquistador, pero hac¨ªa meses que Hitler hab¨ªa decidido poner fin a sus ensue?os de ocupar la isla. Desde que los invasores normandos establecieran su ley en lo que ahora era el condado de Sussex, nunca Inglaterra hab¨ªa sufrido una amenaza semejante. Durante el verano de 1940, los negros p¨¢jaros de acero de la Luftwaffe arrojaron toneladas de bombas sobre la capital de Inglaterra y miles de londinenses vieron desplomarse sus casas como castillos de naipes desbaratados por un fuego huracanado. En septiembre, le toc¨® el turno al 37 de Mecklenburgh Square, donde hab¨ªan mudado su domicilio, y d¨ªas m¨¢s tarde a su antiguo hogar de Tavistock, ya desalojado por amenaza de ruina antes de que las bombas adelantaran su acci¨®n a la de la piqueta. De modo que los Woolf optaron por mudarse definitivamente a Rodmell, una aldea situada a pocos kil¨®metros del canal de la Mancha. All¨ª hab¨ªan mantenido su segunda residencia desde hac¨ªa a?os, pero ni siquiera en ella pudieron evadirse del estruendo de la guerra. De madrugada, los aviones alemanes sobrevolaban la l¨ªnea de costa y en ocasiones descargaban su muerte sobre los campos vecinos. Las explosiones reventaron, incluso, las m¨¢rgenes del cercano r¨ªo Ouse y el agua lleg¨® hasta la puerta de Monk's House, la propiedad del matrimonio. En otra ocasi¨®n, el fragor de la batalla a¨¦rea oblig¨® a Virginia a arrojarse sobre el c¨¦sped del jard¨ªn, y mientras apretaba su cabeza con las manos, huyendo del ruido que les cercaba, pens¨® una vez m¨¢s en la muerte. Lo hab¨ªa hecho con frecuencia.
Disfrutaba con que la leyeran, aunque cre¨ªa que lo hac¨ªa todav¨ªa mucho m¨¢s con el acto de escribir, por trabajoso que resultara
"Siento que voy a volverme loca de nuevo, y creo que no podemos volver a pasar por otra de aquellas terribles temporadas"
Aunque se hab¨ªa permitido disfrutar con la peculiar est¨¦tica de las balas trazadoras de los cazas y de las ametralladoras antia¨¦reas, en seguida corri¨® a solidarizarse con el martirio de los londinenses, impresionada por la impavidez flem¨¢tica de sus hombres y mujeres vestidos de tweed, mientras "veo un gran derrumbe como una caja de cerillas chafada donde antes se levantaba una antigua casa". Incluso podr¨ªa decirse que se hab¨ªa llegado a sentir patriota, (?ella!, que siempre hab¨ªa cre¨ªdo que el patriotismo era s¨®lo una expresi¨®n m¨¢s del machismo), sobre todo despu¨¦s de entusiasmarse con las arengas radiof¨®nicas de Winston Churchill (?ella!, que hab¨ªa pasado toda su vida rodeada de socialistas, fabianos e inconformistas del Bloomsbury, pese a lo cual nunca se sinti¨® atra¨ªda por la pol¨ªtica). O sea que la guerra no pod¨ªa tener la culpa. Al fin y al cabo, era la segunda de las grandes guerras que le tocaba vivir, y los europeos parec¨ªan ya casi acostumbrados a ese tipo de cosas. Aunque nadie se acostumbra al horror.
Su mal obedec¨ªa a motivos m¨¢s ¨ªntimos y personales. Quiz¨¢s era hereditario, o ten¨ªa que ver con el comportamiento de aquella familia que le hab¨ªa ca¨ªdo en desgracia y a la que nunca dej¨® de amar. Ni siquiera a sus hermanastros, tan proclives al incesto como fueron capaces de demostrarle en la infancia, jugando quiz¨¢s a los m¨¦dicos, e investigando con descaro su virginidad de adolescente. O a lo mejor, a lo peor, era el mal que acechaba a los genios del arte, la locura de la creaci¨®n encarnada en la angustia, en la avidez de conocer, en el deseo incontenible de ser y sentirse amada. Pens¨® plantearle la cuesti¨®n a Sigmund Freud cuando, tras tantos a?os de publicar sus traducciones en su propia casa editorial, tuvo oportunidad de conocerlo. ?Ten¨ªa todo aquello que ver con su frigidez, sus instintos l¨¦sbicos, su voluntad decidida e inconclusa de buscar el orgasmo a trav¨¦s del dolor, si fuera preciso? ?Estaba relacionado con su esterilidad, con la infancia de la que no disfrut¨®, encerrada como estuvo en la casa familiar de Hyde Park entre institutrices, excluida de las relaciones habituales que los ni?os establecen en la escuela? ?O s¨®lo se deb¨ªa ni m¨¢s ni menos que a un desequilibrio qu¨ªmico del cerebro? Pero Freud le pareci¨® un individuo oscuro y mucho menos interesante que sus obras, ajeno al mundo de las fantas¨ªas que a ella le gustaba visitar, por lo que dedujo que era mejor no consultarle nada.
Recordaba ahora con nitidez aquel mes largo encerrada en un manicomio, las convalecencias en Cornualles, el cortejo de enfermeras que la rodearon despu¨¦s de que intentara, una vez m¨¢s, quitarse la vida a base de ingerir tranquilizantes, el asombro y el sufrimiento de su marido Leonard, que soportaba pacientemente los insomnios de la enferma, y esa verborrea incesante de la mujer a la que amaba y admiraba, incluso si no paraba de proferir insultos y amenazas a sus seres queridos cuando le asaltaba la crisis. Leonard era lo mejor que le hab¨ªa sucedido en la vida. Pero ahora present¨ªa que le acechaba la locura una vez m¨¢s. Aunque no cejaba en su oficio de escribir, y estaba a punto de culminar lo que consideraba un gran ensayo, se ve¨ªa impotente en el manejo de las palabras. Era como si la escritura hubiera vencido, por s¨ª misma, sobre sus dotes de autora. Tambi¨¦n hab¨ªa vuelto a o¨ªr aquellas voces que lo inundaban todo a su alrededor, y a entablar conversaciones con los p¨¢jaros en las inmediaciones del r¨ªo. Le gustaban los r¨ªos. Una vez, junto a un cauce, se puso a meditar sobre un ciclo de conferencias que le hab¨ªan encargado acerca de la mujer y la novela, las dos grandes pasiones que hab¨ªan iluminado su existencia. "Uno hubiera podido permanecer all¨ª, sentado horas y horas, perdido en sus pensamientos". La conclusi¨®n que obtuvo fue apenas una opini¨®n, una doxa, como dir¨ªan los cl¨¢sicos griegos: "Una mujer deb¨ªa tener dinero y una habitaci¨®n propia para poder escribir novelas". Esto, as¨ª expresado, parec¨ªa demasiado elemental, pero a la altura de 1928 pudo convertirse en una revelaci¨®n. En cualquier caso, le molestaba que la confundieran con una feminista al uso, pero le gustaba ser reconocida como mujer. En realidad, siempre le hab¨ªan interesado m¨¢s ellas que ellos, aunque no estaba segura de que pudiera hacerse una divisi¨®n tan tajante entre los sexos. Nuestro mundo y nuestra cultura hab¨ªan establecido una distinci¨®n de roles, de derechos y obligaciones, que acab¨® por esclavizar a las mujeres. Eso pudo explicarlo, al fin, incluso llena de rabia, en su ensayo antibelicista Tres guineas. Pero se le hab¨ªa dado tambi¨¦n el privilegio de conocer hombres maravillosos y de disfrutar de la amistad y la camarader¨ªa de muchos. Aunque ninguno, ni siquiera Leonard, al que tanto amaba, hab¨ªa sido capaz de despertarle la pasi¨®n incontrolada que le provoc¨® Vita, la hija de lord Sacksville, ni de establecer la complicidad intelectual tan ¨ªntima y sincera como la que ten¨ªa con su hermana, Vanessa Bell, ni el respeto que le inspiraba Ethel Smyth, con la que comparti¨® tantas confidencias, pese a la enorme diferencia de edad que les separaba.
Fue por Vita, o para Vita, por lo que escribi¨® el Orlando. Y quiso dejarlo bien claro, publicando en la primera edici¨®n todas aquellas fotograf¨ªas de su antigua amante, cuyo conocimiento carnal hab¨ªa cambiado su vida. Empez¨® a construir el libro como una broma, como un disparate. Quer¨ªa hacer una caricatura, pero los cr¨ªticos dijeron que hab¨ªa escrito una novela sobre la identidad del ser humano y la irrealidad del tiempo. Despu¨¦s del ¨¦xito del Orlando, comprendi¨® que le gustaba su triunfo como autora, disfrutaba con que la leyeran, aunque cre¨ªa que lo hac¨ªa todav¨ªa mucho m¨¢s con el acto de escribir, por trabajoso y arduo que resultara. Ahora no podr¨ªa decir cu¨¢nto de Vita hab¨ªa en Orlando y cuanto de Orlando hab¨ªa en ella misma. Ni siquiera podr¨ªa distinguir tampoco cu¨¢nto de Vita hab¨ªa penetrado en su propia personalidad. Siempre le llam¨® la atenci¨®n el educado descaro de la Sacksville, su moderna decadencia, su resistencia a lo establecido, pese a haberse educado y a vivir en el mundo m¨¢s convencional de todos los imaginables. Orlando fue su venganza por haberla abandonado y tambi¨¦n su canto imperecedero de amor, que facilit¨® la tan hermosa y ansiada reconciliaci¨®n. Fue, tambi¨¦n, su manera de decirle al mundo que amaba a las mujeres, que adoraba ser mujer, que se sent¨ªa bella pese a que los otros la acusaran de desali?o, y por eso le gustaba contemplar, de vez en cuando, la fotograf¨ªa que le hab¨ªa hecho George Beresford a sus 20 a?os. Ah¨ª se ve¨ªa retratada como una madonna del Renacimiento, y descubr¨ªa en su cara el arrobo de juventud y la luz interior de la Venus de Boticelli. Lo que no impidi¨® que en los meses recientes descubriera tambi¨¦n los peque?os placeres del hogar, una vez que muriera su sirvienta de toda la vida y decidiera prescindir de la ayuda dom¨¦stica. Aunque no parec¨ªa una actitud muy feminista, ten¨ªa que reconocer que disfrutaba imaginando nuevas recetas e invenciones culinarias. Por lo dem¨¢s, hab¨ªa trabajado sin cesar en su ¨²ltimo libro, que, desde luego, ser¨ªa el m¨¢s ecl¨¦ctico y con el que m¨¢s feliz se hab¨ªa sentido a la hora de escribir. Ahora sab¨ªa ya que no llegar¨ªa a verlo impreso.
"Siento que voy a volverme loca de nuevo, y creo que no podemos volver a pasar por otra de aquellas terribles temporadas", escribi¨® a su esposo. Luego se enfund¨® en un abrigo de pieles y camin¨® hacia el fondo del huerto, donde hab¨ªa instalado su estudio en una caba?ita destinada a los aperos. Dej¨® sobre una mesa la nota con el recado final para su querid¨ªsimo Leonard, empu?¨® el bast¨®n y continu¨® con firmeza su paseo hacia la rivera del Ouse. Hac¨ªa fr¨ªo aquella ma?ana en que la primavera no terminaba de despuntar, una neblina algodonosa empapaba el ambiente y la humedad penetrante se dejaba sentir por todo el cuerpo. Pensaba que no ser¨ªa f¨¢cil, pero estaba absolutamente determinada a hacerlo. Durante el trayecto ven¨ªan a su memoria cantidad de recuerdos, hermosos unos, controvertidos los m¨¢s: sus recurrentes viajes a Francia, a Portugal, a Espa?a, las interminables discusiones en los atardeceres de Bloomsbury, el t¨ªmido despertar de su sexualidad madura entre las s¨¢banas de Vita, las peque?as intrigas de los artistas que la hab¨ªan rodeado, la imagen casi adolescente de su sobrino Julian Bell, muerto en la batalla de Madrid, y la mirada comprensiva y tierna de su esposo. Sab¨ªa que no echar¨ªa en falta su persona hasta la hora del almuerzo, pues pensar¨ªa que estaba escribiendo en la caba?a. Arroj¨® el bast¨®n al suelo y busc¨® unas piedras gruesas con las que atest¨® los bolsillos del gab¨¢n. Quer¨ªa asegurarse de que esta vez tendr¨ªa ¨¦xito. Luego se sumergi¨® en el r¨ªo. Era el 28 de marzo de 1941 y Virginia Woolf ten¨ªa 59 a?os. Tres semanas despu¨¦s, unos ni?os encontraron su cad¨¢ver flotando sobre las aguas.
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