?Qu¨¦ es ser Almod¨®var?
En Italia, la ca¨ªda del fascismo engendr¨® a Cesare Pavese, a Alberto Moravia, el neorrealismo de Zavattini y De Sica, la lucidez morbosa de Pasolini; en Francia gener¨® el existencialismo y el humo de la pipa de Sartre; en cambio, en Espa?a los huesos de Franco en la tumba s¨®lo produjeron un fuego fatuo, pero esa peque?a llama de fosfato prendi¨® la mecha de una carga libertaria cuya detonaci¨®n llen¨® las noches de Madrid de criaturas descoyuntadas que, no obstante, siguieron bebiendo y bailando. Una pierna con tac¨®n de aguja bailaba sola en Rockola y la otra serv¨ªa copas sobre un pat¨ªn en la terraza del Teide, las caderas se mov¨ªan por su cuenta en la discoteca El Sol de la calle Jardines y la cabeza coronada con plumas de alg¨²n pato, de los que criaba Tierno Galv¨¢n en el Manzanares, era presentada en una bandeja, como la del Bautista, a un subsecretario vestido de Herodes, que estaba inaugurando la era del calimocho en la sala Carolina.
Contra lo que parece, no fue este artista quien dio nombre a aquella tribu urbana de los a?os ochenta
Este creador se debate en una lucha interna: ser irrespetuoso y respetado
En ese tiempo, Pedro Almo-d¨®var era un administrativo de la compa?¨ªa Telef¨®nica que jugaba con una c¨¢mara s¨²per 8 y que, en vez de inmortalizar las bodas, comuniones y bautizos de sus familiares y allegados en Calzada de Calatrava, trataba de recomponer en el celuloide el rompecabezas de aquellas criaturas, que la modernidad hab¨ªa roto en pedazos. Luego pasaba los cortos a los amigos en alg¨²n bareto y ¨¦l pon¨ªa su propia voz a cada uno de los personajes como en los romances de ciego o pliegos de cordel.
En Madrid, hacia 1980, la acracia era la ¨²nica flor que daban las acacias, y fue Almod¨®var el primero que se la puso en la oreja. De madrugada, la polic¨ªa barr¨ªa con escoba a los primeros travestis por las esquinas y en la Direcci¨®n General el comisario esperaba a que les saliera barba antes de abrirles el jaul¨®n, y entonces, junto con otros venados, corr¨ªan hacia los lavabos del Cock, donde la serpiente del para¨ªso ofrec¨ªa manzana rayada a quien mereciera la inmortalidad hasta la hora de volver al taller o a la oficina. Si Dios no existe, todo est¨¢ permitido, dijo Dostoievski; si Franco ha muerto, ahora mismo me pongo a bailar en Rockola con una bata guateada y unos rulos para lamerme los traumas, dijo Almod¨®var. Contra lo que parece, no fue este artista quien dio nombre a aquella tribu urbana de los a?os ochenta. Sucedi¨® al rev¨¦s. Fueron aquellas criaturas las que, antes de extinguirse, crearon el alma de Almod¨®var para que la historia no las olvidara. Como un Dios descarado, este cineasta estaba rodando ya en 16 mil¨ªmetros, y Pepi, Luci, Bom y otras chicas del mont¨®n desfilaron por delante del objetivo; y como no eran m¨¢s que lib¨¦lulas, los focos quemaron sus alas azules y al final el ¨²nico representante de aquella ¨¦poca que qued¨® vivo fue el que estaba detr¨¢s de la c¨¢mara.
Por otra parte, muerto Franco, los franceses tomaron asiento en la primera fila de barrera, que en este caso eran los peluches de los caf¨¦s del Barrio Latino, dispuestos a asistir a otra gran corrida espa?ola. Con la pipa en la boca comenzaron a tocar palmas de tango para que saliera el primer astado con pistola y polainas. Los franceses siempre esperan que los espa?oles den la talla a la hora de matarse, pero la guerra civil no lleg¨® esta vez. Durante la transici¨®n, los espa?oles decidieron ser felices y los franceses se quedaron sin sacar la pancarta por el bulevar Saint Germain porque, contra todo pron¨®stico, el asfalto de Madrid lo hab¨ªa ocupado una estampida de j¨®venes con ojos de fresa que ensayaban el fin del mundo cada noche de s¨¢bado y cualquiera pod¨ªa vislumbrar el culo de la historia en el fondo de un calimocho. La Espa?a de M¨¦rim¨¦e se compon¨ªa de cigarreras embutidas en mantones ra¨ªdos, de lisiados de Gald¨®s, de patilludos con navaja, de puntiagudas sombras de tricornio. Los franceses necesitan poner una etiqueta a las cosas para que existan y lo primero que exigen de un artista espa?ol es que se salga de madre. Para los franceses, ¨¦sta es ya la Espa?a de Almod¨®var y no la de M¨¦rim¨¦e.
?Qu¨¦ es ser Almod¨®var? Sobre una gama de color detonante, imaginar abuelas de pueblo subidas en un parapente; concebir monjas de clausura que despu¨¦s de orinar de pie sobre las coles de la huerta del convento se meten un pico pensando en el centuri¨®n que traspas¨® con una lanza el costado del Nazareno; echar a la basura todo el surrealismo cat¨®lico de Bu?uel para sustituirlo por una burla desvergonzada de la Iglesia; recrear un mundo de sof¨¢s de escay donde unas mujeres en zapatillas con una borla de lana rosa en el empeine sue?an con ser cajeras de supermercado; que los jubilados liguen entre ellos como locos en la excursi¨®n al Monasterio de Piedra, y el resto son fotos coloreadas de los abuelos encima del televisor y salas de fiesta para matrimonios gastados donde un gorila copula con una rubia de botella mientras la se?ora medio dormida, junto al marido inflamado, da cabezadas ante una fanta de lim¨®n.
Pedro Almod¨®var es el responsable de que cualquier pasi¨®n espa?ola pueda convertirse en un sainete melodram¨¢tico, despu¨¦s de disolver la posmodernidad en un caldo manchego. Cuando al principio este cineasta no sab¨ªa colocar las c¨¢maras, el desmadre era una categor¨ªa que todo lo supl¨ªa. A medida que ha ido aprendiendo a hacer cine, este creador se debate en una lucha interna: ser irrespetuoso y respetado; ponerse el mundo por montera y que la transgresi¨®n siga siendo una forma de talento; que le siente bien el esmoquin y que el p¨²blico le vea todav¨ªa debajo la bata de cuarterones; ser moderno y llevar en andas a la virgen de su pueblo a Hollywood con el coraz¨®n traspasado por siete espadas; sufrir los zarpazos de la envidia y temer que llegue el d¨ªa en que ya no sea envidiado. Pero Almod¨®var no podr¨¢ olvidar nunca a aquellas criaturas que lo engendraron. Tendr¨¢ siempre necesidad de chuparles la sangre para que el sol de la gloria no lo desintegre, como a Dr¨¢cula.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.