El vuelo rasante de Sabina
Desde el caf¨¦ concierto La Mandr¨¢gora, en 1981, llegaron los tres, Krahe, P¨¦rez y Sabina, cada uno con una garganta distinta, al programa de televisi¨®n que dirig¨ªa el glorioso Tola con Carmen Maura en el papel de ingenua malvada. Alberto P¨¦rez a?ad¨ªa nuevos caramelos a los boleros de Mach¨ªn; Javier Krahe usaba la iron¨ªa de Brassens con los ojos ara?ados; Joaqu¨ªn Sabina, que ya apuntaba maneras de canalla, rasc¨¢ndole a la vez el h¨ªgado y la guitarra, hablaba de un Madrid de p¨¢lidas princesas y de jeringuillas en el lavabo, una letra urbana de Chicho S¨¢nchez Ferlosio con la que el cantante toc¨® la llaga de la ciudad en el fondo de la noche. A partir de esa herida, Sabina supo que lo suyo eran los macarras, las prostitutas, los borrachos, los viejos bujarrones, pero tambi¨¦n el coraz¨®n dulce y desesperado de los caballos.
Convertir cualquier ca¨ªda en una rima dura y cantarla como quien grita a la vida, ¨¦se es el asunto de Sabina
El resto lo puso el destino, porque siempre hay un dios que baja del Olimpo y te elige a ti, s¨®lo a ti; te da una colleja y te dice: anda, c¨®mete el mundo, que yo te acompa?ar¨¦ en tu vuelo, como a ?caro, hasta que el sol te queme las alas. A partir de esa unci¨®n, Sabina incorpor¨® a sus canciones la moral de la derrota y comenz¨® a beberse en medio del ¨¦xito el alcohol duro de los perdedores. El dios de Sabina a¨²n le ofreci¨® otra gracia: voy a romperte la voz y en adelante cantar¨¢s desga?it¨¢ndote como si te cabalgaras.
Hab¨ªan pasado ya los tiempos de los tiros con pelotas de goma, de los gases lacrim¨®genos y de algunas balas por la espalda con que fue recibida en este pa¨ªs la libertad. Los pol¨ªticos llevaban en andas a la Santa Transici¨®n como a una Virgen con la media estocada en el pecho que le hab¨ªa dado Tejero y que no bast¨®. A Joaqu¨ªn Sabina se le ve¨ªa pasar ahora en vuelo rasante sobre las copas y las botellas de los bares derrib¨¢ndolas todas con su viento. ?D¨®nde dir¨ªa usted que aterrizaba el cantante? Como el halc¨®n que se posa con la presa en el pico, as¨ª llegaba Sabina a cualquier antro que estuviera abierto a las cinco de la madrugada y all¨ª, regando el medio lim¨®n del urinario, se hac¨ªa dos preguntas metaf¨ªsicas: "?Habr¨¦ comido hoy?, ?cu¨¢nto hace que no duermo? No lo recuerdo, pero jurar¨ªa que estoy vivo". Y a continuaci¨®n se sub¨ªa la cremallera con un golpe rudo hacia el ombligo como Vittorio Gassman en Il Sorpasso, sal¨ªa del lavabo, se acercaba a la barra donde hab¨ªa varios cad¨¢veres sentados en los taburetes con la copa vac¨ªa en la mano y les gritaba: colegas, hay que seguir, esta ronda la pago yo.
-Cu¨ªdate -le dec¨ªa al o¨ªdo su ¨¢ngel de la guarda.
-Vete a tomar por saco -blasfemaba el cantante.
El padre de Sabina fue comisario de polic¨ªa en ?beda. Cuenta la leyenda que durante el Estado de excepci¨®n de 1968 recibi¨® la orden de detener a su hijo porque hab¨ªa lanzado un c¨®ctel m¨®lotov contra una sucursal bancaria en Granada. Huyendo de su padre, Sabina se vio obligado a exiliarse en Londres durante siete a?os, donde, aparte de perder el pelo de la dehesa, freg¨® platos, se amamant¨® de marxismo, jug¨® a ser okupa y toc¨® la guitarra en las calles peatonales con un plato en el suelo como un indio peruano. El padre de Sabina era un hombre inteligente. En el ¨²ltimo momento de su vida mand¨® llamar a sus hijos para que escucharan sus ¨²ltimas palabras y cuando tuvo en torno al lecho a toda la familia reunida, dijo: "Quisiera yo saber de d¨®nde sacan tanto dinero las diputaciones provinciales". Y dicho esto, sin esperar respuesta, entreg¨® el alma al Dios de los Ej¨¦rcitos. De ah¨ª le viene a Sabina el amor a los momentos estelares que culminan con un disparate.
A mil leguas de las g¨¢rgaras con clara de huevo, el grito deshecho de Sabina es producto de mil noches de insomnio, de r¨ªos de alcohol, de nubes de tabaco cargadas de pedrisco que han pasado por su laringe y eso le permite cantar victoria con la voz derrotada. Tener la voz rota es una suerte que hay que merecerla. A todo esto, con lo duro que canta, Joaqu¨ªn Sabina es, antes que nada, un gran trabajador, un buen chico, un tipo legal. Ese t¨¦rmino lo inventaron los delincuentes en la c¨¢rcel. Legal es lo contrario a pringao. Al margen de la ley existe un espacio donde s¨®lo reinan los tipos que cumplen la palabra, que siempre le echar¨¢n una mano al colega en apuros, que se dejar¨ªan desollar antes de delatar a nadie o traicionar a un amigo. Estar siempre de parte de los que pierden, apuntarse a las derrotas, convertir cualquier ca¨ªda en una rima dura y cantarla como quien grita a la vida, ¨¦se es el asunto de Sabina cuyo primer objetivo es que todo el mundo sea feliz, que los amigos distanciados se reconcilien, que los reaccionarios dejen libres las nubes y los jergones para que los hijos del cielo puedan volar. Si hubiera sido misionero habr¨ªa bautizado con whisky a los apaches.
Acosado por una estampida de admiradores en Espa?a y Latinoam¨¦rica, que comparte con Joan Manuel Serrat, de ellos Sabina se ha apropiado de los j¨®venes m¨¢s insomnes, de los m¨¢s rojos, de los m¨¢s cabreados, de todas esas chicas, que si bien pueden ser princesas, tienen el coraz¨®n suburbano. El dios de Sabina le ha rascado con su u?a de oro levemente el cerebro para que el cantante recuerde siempre que a¨²n est¨¢ vivo. Lo vi el otro d¨ªa en el restaurante chino del hotel Palace con unos amigos. Parec¨ªa dar a entender que ya no quiere rollos que sean de primavera ni pasi¨®n que no pueda comerse con un arroz tres delicias. Su vuelo rasante ha terminado. Ahora s¨®lo le queda el talento.
-Cu¨ªdate -le dije.
-?Tambi¨¦n t¨²? Vete a tomar por saco -ri¨® Sabina.
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