Sorpresas en la autov¨ªa de Castelldefels
En el aeropuerto de El Prat cojo un taxi para regresar a mi casa en Sitges. Pasando por la autov¨ªa de Castelldefels se me presenta todo un espect¨¢culo: cada 50 metros hay una joven que, aunque no hace autoestop, espera que se pare un coche. Se lo comento al conductor del taxi, que se r¨ªe. "Claro", dice, "esta autov¨ªa se ha convertido en el puticlub de Barcelona". Las chicas que veo, rubias y estilizadas, parecidas a Claudia Schiffer o Karolina Kurkova, evidentemente no son espa?olas, sino provenientes del este y noreste de Europa. "Mire", el taxista me muestra unos cuantos edificios con anuncios de ne¨®n, que se extienden a lo largo de la autov¨ªa, "mire cu¨¢ntas casas de citas, ?ya se lo dec¨ªa yo!".
Uno no puede dejar de admirar su cuidada hermosura, que contrasta con su lugar de trabajo y el oficio al que se dedican
Hace ya 5 o 10 a?os, esos edificios se convirtieron en grandes centros de prostituci¨®n. Todo el mundo lo sabe; Eduardo Mendoza y Juan Mars¨¦ denunciaron esos lugares situando en ellos sus escenas de g¨¢nsteres en sus ¨²ltimas novelas. Observo que los aparcamientos de delante de esos edificios est¨¢n llenos, hay muchos coches lujosos y bastantes matr¨ªculas extranjeras: no puedo sino concluir que, adem¨¢s del sol y el mar, Catalu?a ofrece otro aliciente m¨¢s, y bien a la vista, a sus turistas.
Proseguimos por la autov¨ªa que decoran las chicas a la venta, esas bellezas que se mantienen de pie bajo el sol implacable y otras que se esconden del sol bajo un parasol playero lim¨¢ndose las u?as. En ninguna ciudad del mundo, pienso, he visto un acceso al aeropuerto que ofrezca a sus visitantes un espect¨¢culo parecido. Hace a?os, cuando llegu¨¦ a Barcelona y establec¨ª aqu¨ª mi residencia, los barceloneses me repet¨ªan a menudo: "Espa?a es diferente". Y lo era. Ahora, durante mi viaje por la autov¨ªa de Castelldefels, pienso que sigue si¨¦ndolo.
?Qu¨¦ sensaciones despiertan en m¨ª estas chicas de la autov¨ªa?, me pregunto. Y me digo que no es la mezcla habitual de aversi¨®n y pena. Mir¨¢ndolas, uno no puede dejar de quedarse admirado ante su cuidada hermosura, que tanto contrasta con su lugar de trabajo -la carretera- y el oficio al que se dedican -la prostituci¨®n m¨¢s barata-. Lo que provocan en m¨ª es una profunda compasi¨®n, concluyo.
?Por qu¨¦ compasi¨®n?, sigo interrog¨¢ndome. Y entonces recuerdo una narraci¨®n que le¨ª hace tiempo. El periodista Llibert Ferri, buen conocedor de los pa¨ªses del Este, public¨® una colecci¨®n de cuentos que trataba del tema de la transici¨®n en los pa¨ªses del Este, D¨ªas de rojo y colorado. Uno de estos relatos, basados en la realidad, narra la historia de una joven rumana que, en su pa¨ªs reci¨¦n salido del comunismo y muy empobrecido, busca una salida para s¨ª misma y sus padres y hermanos, y cae en las manos de la mafia, que le promete un futuro brillante para ella y los suyos, la lleva a Occidente y la hunde en la prostituci¨®n. Como sucedi¨®, sin duda alguna, a muchas de las chicas que veo exhibirse durante mi viaje a casa.
Contemplo m¨¢s y m¨¢s muchachas expuestas en el arc¨¦n de la autov¨ªa. En las metr¨®polis occidentales y en los m¨¢s hermosos balnearios de la costa mediterr¨¢nea, en los establecimientos m¨¢s lujosos -los hoteles de cinco estrellas, las tienda con ropa de las marcas m¨¢s caras, los restaurantes con varias estrellas Michelin- se suelen ver hombres y mujeres que pagan ¨²nicamente con billetes de banco, nunca con tarjetas de cr¨¦dito, y que se comunican en idiomas del extremo este de Europa; su n¨²mero va creciendo. Algunas de esas personas son las que explotan a las chicas de la autov¨ªa de Castelldefels y se dedican a otros negocios ilegales que les dan dinero negro con el que pagan sus lujos.
Pero de repente mi reflexi¨®n queda interrumpida: el taxista frena considerablemente y de modo peligroso de 120 a 30 kil¨®metros por hora, puesto que un grupo de personas cargadas de voluminosas mochilas y maletas cruzan la autov¨ªa. Y no son los ¨²nicos: hay otras que intentan atravesar el muro de cemento que separa ambas direcciones de la autov¨ªa, y otras en la parada donde les ha dejado el autob¨²s. Es una escena cotidiana: el autob¨²s de Barcelona deja a los veraneantes de los c¨¢mpings de la costa de Castelldefels en una parada alejada aproximadamente un kil¨®metro del puente peatonal, de modo que los turistas, para llegar a su destino, cruzan la autov¨ªa de dos carriles en cada direcci¨®n. ?Genio digno de recibir condecoraciones el que ha puesto la parada en este lugar!, me digo, y no puedo dejar de concluir que la autov¨ªa de Castelledefels se ha convertido en la cenicienta de las carreteras catalanas. O en su cubo de basura.
A la ma?ana siguiente vuelvo a pasar por la autov¨ªa de Castelldefels, conduciendo mi coche hacia Barcelona. Son las ocho y cuarto y las j¨®venes ya est¨¢n trabajando de nuevo en ambos arcenes. Ahora percibo un par de chicas rubias negociando con unos camioneros y pienso que las mafias que las esclavizan las forman a menudo hombres de la antigua polic¨ªa secreta de los pa¨ªses comunistas, o sea, personas que reprim¨ªan, torturaban y asesinaban a sus compatriotas, que aqu¨ª han encontrado refugio y aqu¨ª progresan. Pero, me pregunto, ?c¨®mo luchar contra sus pr¨¢cticas si en Espa?a -cosa dif¨ªcil de imaginar en otros pa¨ªses- incluso los peri¨®dicos m¨¢s serios anuncian el oficio de la prostituci¨®n? Ya me avisaron: Espa?a es diferente.
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