La cacer¨ªa
Hace unos a?os un grupo de cient¨ªficos canadienses dio con la seta m¨¢s grande del mundo. Triscaban por un paraje boscoso de Michigan cuando uno de ellos descubri¨®, tras rascar el suelo con su bast¨®n de boletaire, que hab¨ªan dado con una seta desmesurada y que llevaban una hora caminando encima de ella. Aquella seta de r¨¦cord mundial med¨ªa 15 hect¨¢reas y pesaba, m¨¢s o menos, lo que un pueblo peque?o.
Al margen de esta seta hist¨®rica, pero pensando con ilusi¨®n e intensidad en ella, nos subimos de madrugada a un autom¨®vil y viajamos hasta una ladera del Pirineo con la intenci¨®n de cazar rovellons, de llenar nuestra canasta con unos cuantos ejemplares y, si hab¨ªa suerte y fortuna, de dar con uno enorme, no como un pueblo pero si de nuestra talla: un rovell¨® al que pudiera uno abrazarse. En esta ¨¦poca, como bien se sabe, hay que andarse cuidando de los otros boletaires, porque hay algunos que en lugar de enfrascarse en una caza honesta, solitaria y azarosa, prefieren ir a lo seguro y espiar al otro, y en cuanto ven que ha dado con una zona f¨¦rtil, aparecen ah¨ª como si nada y se adue?an de la mitad de los ejemplares. Tambi¨¦n hay otros, igualmente nocivos para la caza, que son los boletaires verbosos, esos que van en pareja o en tr¨ªo hablando y soltando grandes carcajadas todo el tiempo, armando un esc¨¢ndalo que acaba agriando los rovellons, los rossinyols y los cama-secs. A ¨¦stos y a los esp¨ªas hay que guiarlos directamente a un banco de peus de rata, de Mycenas o de mataparents, esos hongos que unas horas despu¨¦s de hab¨¦rselos comido producen una racha de diarreas sanguinolentas que, por otra parte, suelen ser el remedio para que el oto?o que viene ya no molesten a los cazadores honestos, solitarios y azarosos.
La caza del 'rovell¨®' debe hacerse en silencio y sumido en profundas reflexiones sobre la existencia oscura y h¨²meda de los hongos
La caza del rovell¨® debe hacerse en silencio y de preferencia sumido en profundas reflexiones, reflexiones emp¨¢ticas sobre la existencia oscura y h¨²meda que llevan los hongos; se trata de crear un canal de conversaci¨®n mental que nos ponga en la ruta de los mejores rovellons, y este nivel de empat¨ªa resulta inalcanzable si va uno carcaje¨¢ndose, solo o acompa?ado, por el bosque. "El nostre pa¨ªs ¨¦s mic¨°fag, gran productor -i devorador- de bolets", escribi¨® Josep Pla en uno de sus ensayos poli¨¦dricos, y m¨¢s adelante dej¨® establecidos los l¨ªmites de la micofagia: la pen¨ªnsula Ib¨¨rica es "un espai mic¨°fob, si se n'exceptua la nostra ¨¤rea i el Pa¨ªs Basc".
Para evitar a los boletaires que esp¨ªan y cacarean, buscamos una ladera boscosa y desierta, y escondimos el autom¨®vil entre un macizo de arbustos y un tr¨ªo de pinos. Comenzamos el ascenso por un desfiladero donde, en un traspi¨¦, pod¨ªa uno despe?arse hacia atr¨¢s, para Catalu?a, o hacia adelante, para Francia. ?bamos armados con los instrumentos del boletaire, que son una cesta, una navaja y un bast¨®n acabado en punta para ir hurgando debajo de musgos y matorrales, y tambi¨¦n para clavarse a la monta?a en caso de despe?amiento. Lo primero que advirti¨® mi socio boletaire, en cuanto dimos con los primeros rovellons, fue: "Desde luego, este sitio no puedes revel¨¢rselo a nadie, porque se nos llena de gente"; por eso notan que voy describiendo con ambig¨¹edad el paisaje. El hongo gigante que encontraron los boletaires canadienses en Michigan era una Armillariella bulbosa, intrincado nombre que me lleva a lo poco intrincados que son los hongos traducidos al castellano: el rossinyol es la cabrilla, y el camagroc el rebozuelo. Pero nosotros ¨ªbamos concentrados en el rovell¨®, que en castellano es n¨ªscalo, un nombre de roedor campestre o de facineroso romano. Hora tras hora fuimos llenando la cesta de rovellons, sorteando con destreza los bancos de peus de rata y sus temibles cagaleras, y dando de vez en cuando un traspi¨¦. Yo, en un momento dr¨¢matico en que confund¨ª el bramido de una vaca con el grito de guerra del oso del Pirineo, ca¨ª de espaldas a Catalu?a mientras ve¨ªa como mi bast¨®n se perd¨ªa en un abismo franc¨¦s. Cort¨¢bamos un rovell¨®, cubr¨ªamos con hojarasca el punto donde tiempo m¨¢s tarde volver¨ªa a crecer y, como marca la tradici¨®n del boletaire responsable, ¨ªbamos memorizando los puntos en un detallado mapa mental, con la idea de desplegarlo y consultarlo si alg¨²n d¨ªa volvemos de cacer¨ªa. Cuando cada cual llen¨® su cesta de rovellons, descubrimos que el esfuerzo que hab¨ªa supuesto trazar el mapa mental nos hab¨ªa consumido las reservas de memoria y ya ninguno de los dos recordaba d¨®nde hab¨ªamos aparcado el autom¨®vil, as¨ª que no tuvimos m¨¢s remedio que deambular hasta que milagrosamente, hora y media m¨¢s tarde, dimos con ¨¦l. Emprendimos el regreso a Barcelona con la caza llenando nuestras cestas; el ejemplar m¨¢s grande era de la talla de una mano, no era un pueblo ni pod¨ªamos abrazarlo, pero s¨ª estrecharlo antes de hincarle el diente. Hab¨ªa ca¨ªdo la noche y viaj¨¢bamos con las ventanillas abiertas porque yo, en mi ca¨ªda hacia Catalu?a, hab¨ªa rodado encima de una caca de la vaca que hab¨ªa confundido con un oso del Pirineo. Al llegar a casa me quit¨¦ las botas, dej¨¦ la navaja de boletaire y, transformado en un mic¨®fago, regres¨¦ al texto de Pla: "Els rovellons (...) es poden fer a la brasa, guisats amb carn, amb ceba (que els treu la fabricaci¨® seca que solen tenir), fregits amb all i julivert".
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