Las peque?as virtudes
Las peque?as virtudes. Cuenta Natalia Ginzburg, en uno de sus libros, que deber¨ªamos ense?ar a nuestros hijos las grandes virtudes en vez de las peque?as. "No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al pr¨®jimo y la abnegaci¨®n; no el deseo de ¨¦xito, sino el deseo de ser y de saber". Para ello no debemos imitar los valores de nuestros padres. Nuestros padres no necesitaban ser prudentes ni temerosos pues ten¨ªan el poder. Nosotros no lo tenemos, y es bueno que nos mostremos a nuestros hijos como lo que somos, imperfectos y melanc¨®licos. Tampoco es bueno amarles de una forma demasiado absorbente. Somos para ellos un punto de partida, pero su vida tiene que desarrollarse a su aire, para que puedan encontrar su propia vocaci¨®n, es decir una pasi¨®n ardiente por hacer algo que no tenga que ver con el dinero, el ¨¦xito o el poder. Ellos no nos pertenecen, pero nosotros s¨ª les pertenecemos a ellos, y eso es bueno que lo sepan para que puedan buscarnos en el cuarto de al lado cuando nos necesiten. Lo dem¨¢s suele venir por s¨ª solo, pues "el amor a la vida genera amor a la vida".
La cuba de sangre. El mito de Salom¨¦, haci¨¦ndose servir en una bandeja la cabeza de Juan Bautista, es uno de los mitos centrales de nuestra cultura. Representa, sin duda, el lado oscuro del amor, su amargo poder y su inaplazable exigencia. Sin embargo, en el mundo real, suelen ser los hombres los que despedazan a sus compa?eras. Si el emblema de la mujer que hiere por amor o despecho es la cabeza de su amante, el del hombre es la cuba de sangre de Barba Azul. La diferencia no es insignificante. La mujer no puede dejar de mirar, incluso al hacer da?o; el hombre elude hacerlo, y est¨¢ acostumbrado a hacer del cuerpo del amor un enjambre de miembros desarticulados. Supongo que, por eso, le es m¨¢s f¨¢cil matar. No creo que el hecho de que en la mayor¨ªa de los cr¨ªmenes pasionales las v¨ªctimas sean las mujeres se deba s¨®lo a que ¨¦stas sean m¨¢s d¨¦biles f¨ªsicamente. La mujer ha hecho de la mirada, sobre su propio rostro, pero tambi¨¦n sobre el de sus amantes y el de sus ni?os, la raz¨®n y la sola b¨²squeda de su vida. El hombre vive eludiendo hacerse responsable de esa mirada. Como al cazador que se cobra una pieza, lo que le atrae de verdad no es el espect¨¢culo de la vida, sino el de su propio poder.
El ni?o muerto. La imagen del beb¨¦ muerto por los disparos de los soldados jud¨ªos, durante la inacabable guerra entre Israel y Palestina, que vimos hace un tiempo en todos los peri¨®dicos no puede sino helar el coraz¨®n del que la contempla. Era un ni?o de cuatro meses, como tantos que vemos por las calles en sus cochecitos, acompa?ados de sus madres, y como ¨¦stos s¨®lo parec¨ªa dormido. S¨®lo que este ni?o no despertar¨¢ nunca de ese sue?o, ni volver¨¢ a sentir en su boca el tibio sabor de la leche. Tampoco llegar¨¢ a conocer el misterio del paso del tiempo, ese misterio que un d¨ªa le habr¨ªa llevado a pronunciar tembloroso sus primeras palabras de amor. En ?Qu¨¦ bello es vivir!, la pel¨ªcula de Frank Capra, se nos dice cu¨¢n insustituibles somos, y c¨®mo hasta la vida m¨¢s insignificante puede guardar el germen de la salvaci¨®n de otras vidas. Y este ni?o, ?a qui¨¦n estaba destinado a salvar, qu¨¦ muchacha le habr¨ªa amado, qu¨¦ anfitri¨®n habr¨ªa pronunciado su nombre como el del m¨¢s querido de sus invitados? ?Qu¨¦ idea, entonces, el sue?o de qu¨¦ pa¨ªs o de qu¨¦ raza, puede justificar su desaparici¨®n? El hombre lleva siglos asociando la idea del hero¨ªsmo a la del sacrificio y la muerte, pero ?y si el verdadero h¨¦roe fuera el que dispone apacible cada ma?ana para los que ama el pan reciente y el caf¨¦ oloroso del desayuno?
Ladrones de huevos. "Las gallinas", escribi¨® G¨®mez de la Serna, "est¨¢n hartas de denunciar en las comisar¨ªas que la gente les roba los huevos". Esta frase nos hace sonre¨ªr, pero por algo bien distinto a lo que nos sucede con un chiste com¨²n. Sonre¨ªmos porque percibimos en ella el embrujo de la verdadera poes¨ªa. Y todo porque es capaz de devolver a las gallinas la dignidad que llegaron a tener cuando sus antepasadas no viv¨ªan en nuestros corrales, y pod¨ªan moverse a su aire. La dignidad de los urogallos, los faisanes, de todas las aves salvajes. O dicho de otra forma, porque nos permite contemplar a las pobres gallinas como algo m¨¢s que carne para nuestros guisos. Porque ?acaso no es cierto que les robamos? Ellas ponen todo su esfuerzo, llegan hasta casi enfermar en la tarea de conformar sus huevos, y nosotros se los arrebatamos al instante para llevarlos a la cocina. Es cierto que las tenemos para eso, pero eso no quita para que al menos se merezcan un respeto. Eso hacen los poetas. Agradecer a las gallinas los huevos que llevan a su mesa, al sol la luz con que nos despierta cada ma?ana, a los r¨ªos el agua con que llenamos nuestras ba?eras. Dicho de otra forma, el poeta escribe para agradecer. Toma el huevo, y se detiene a mirar el corral donde lo ha encontrado. Y le parece hermoso. Esa mirada entre sorprendida y burlona, es la mirada de todos los poetas del mundo.
Coleccionar silencios. Un personaje de un cuento de Heinrich B?ll se dedica a coleccionar silencios. Le ha tocado vivir en una ¨¦poca y en un pa¨ªs terrible, la Alemania de despu¨¦s de la guerra, y trabaja de locutor en la radio. Una de sus tareas es preparar las cintas grabadas para su emisi¨®n. ?l debe revisarlas, y hacer cortes, para evitar las pausas innecesarias. Pero no tira esos trozos. Los guarda en una caja con el prop¨®sito de llegar a unirlos alg¨²n d¨ªa y lograr una cinta en que lo ¨²nico que se oiga es el silencio. La hermosa par¨¢bola no ha perdido su vigencia, pues no creo que haya existido un tiempo en que el silencio est¨¦ m¨¢s desvalorizado que hoy. Los medios de comunicaci¨®n han transformado al hombre contempor¨¢neo en un ser cada vez m¨¢s parlanch¨ªn y desinhibido, que no tiene problemas en opinar sobre lo primero que se le ponga a tiro. ?Supone esto que hoy d¨ªa las palabras est¨¦n m¨¢s valoradas que nunca? M¨¢s bien sucede lo contrario, y pocas veces las palabras y las ideas han valido menos. Puede que el ant¨ªdoto sea coleccionar silencios, como hac¨ªa el personaje de Heinrich B?ll. El silencio es el espacio de la reflexi¨®n, pero tambi¨¦n del pudor. Por eso todos los que guardan algo valioso hablan en susurros. Es decir, atentos a las voces escondidas que cuentan la verdadera historia de lo que somos.
Los m¨¢rtires inocentes. "Los aut¨¦nticos m¨¢rtires inocentes de esta tierra son los animales, y m¨¢s concretamente los herb¨ªvoros", escribe Isaac Bashevis Singer en Amor y exilio. El escritor polaco, premio Nobel de Litera-tura en 1978, manifestar¨¢ repetidas veces en su hermosa autobiograf¨ªa su ternura hacia los animales y su dolor porque tengamos que darles muerte para alimentarnos. Porque puede, en efecto, que no nos quede otro remedio que aceptar esa ley de la naturaleza por la cual las criaturas deben matarse entre s¨ª para sobrevivir, pero ?es justo aumentar el horror de ese inmenso matadero que es el mundo por mero placer? Todos estamos de acuerdo que las peleas de perros o de gallos son injustificables, por su crueldad, pero, en ese caso, ?por qu¨¦ tendr¨ªamos que seguir defendiendo las corridas de toros? Nadie discute la belleza del toreo, ni su intensidad tr¨¢gica, pero eso no debe hacernos olvidar que esa belleza se obtiene causando un da?o irreparable a una criatura inocente. Las antiguas peleas de los gladiadores con osos, tigres, leones y otros animales salvajes tambi¨¦n levantaban grandes pasiones entre sus partidarios, pero sin duda juzgamos su desaparici¨®n de nuestras celebraciones y fiestas como un signo de humanidad y de delicadeza. Singer nos recuerda en su libro que, seg¨²n la Guemar¨¢, cada brizna de hierba tiene un ¨¢ngel que le dice: "Crece". Nuestra tarea deber¨ªa ser escuchar la voz de ese ¨¢ngel, no acallarla.
Amor y naturaleza. "Toda la naturaleza", escribi¨® Yeats, "est¨¢ llena de gente invisible. Algunos de ellos son feos y grotescos, otros, malintencionados o traviesos, muchos tan hermosos como nadie haya jam¨¢s so?ado, y los hermosos no andan lejos de nosotros cuando caminamos por lugares espl¨¦ndidos y en calma". ?Qu¨¦ significan estas palabras del gran poeta irland¨¦s? Que hay que saber relacionarse con lo que no conocemos, con lo que no se entrega f¨¢cilmente a nuestros sentidos o nuestra comprensi¨®n. De todo esto hablan los cuentos que contamos a los ni?os. Nos prometen la compa?¨ªa insuperable, la conversaci¨®n en una gruta del bosque, el juego en el r¨ªo con los seres de las corrientes, el encuentro con un elfo de la luz, que son las criaturas m¨¢s delicadas que existen. Los cuentos hablan de lo que no hemos vivido, de ese lugar donde algo se perdi¨® o donde no pudimos penetrar nunca. Su reino no es el reino de lo probable, sino el de lo posible. Es decir, el reino del alma. Es un error pensar que los adultos no tenemos que escucharlos.
Utop¨ªa y desencanto. Es necesaria la utop¨ªa pero, tal como Claudio Magris nos cuenta en uno de sus libros, no lo es menos el desencanto. Por la utop¨ªa creemos en los sue?os, en los ideales, nos enfrentamos a lo que somos y buscamos lo que deber¨ªamos ser; por el desencanto corregimos los posibles desvar¨ªos de nuestros deseos. La utop¨ªa, por s¨ª sola, nos arranca de la realidad, nos impone la tiran¨ªa de los ideales, el sue?o de la verdad absoluta y excluyente. El r¨¦gimen comunista surgi¨® de la utop¨ªa, pero tambi¨¦n el fascismo, y ahora, en nuestro pa¨ªs, el terrorismo de ETA y de quienes lo justifican, que ha hecho de Euskadi el reino de la muerte. El desencanto nos devuelve la cordura, nos hace ver que si nuestros sue?os son importantes, tambi¨¦n lo es aprender a vivir en ese espacio com¨²n que es el mundo de todos. Es el acierto de Cervantes: hacer que Don Quijote y Sancho sean inseparables. Don Quijote, a solas, habr¨ªa sido un alucinado; Sancho, el m¨¢s vulgar de los hombres. Juntos son gloriosos. Se corrigen los excesos, se compenetran, y sobre todo se escuchan. La utop¨ªa se vuelve amable con el desencanto; el desencanto, gracias a la utop¨ªa, hace de la conquista de lo real la verdadera aventura del caballero.
La loca de la casa. No creo que sea posible vivir sin imaginaci¨®n. Es m¨¢s, ninguno de nosotros ser¨ªa gran cosa sin esa segunda vida que s¨®lo nos entregan los sue?os. No basta con la memoria, pues en la biograf¨ªa de cualquier hombre es tan importante lo que sucedi¨® como lo que no lleg¨® a hacerlo nunca, o lo hizo de una forma desviada y extra?a, que pas¨® desapercibida para los dem¨¢s; tal vez, incluso, para ¨¦l mismo. En definitiva, todo lo que qued¨® sin decir. La imaginaci¨®n indaga en ese vasto territorio de lo increado. Julien Green escribi¨® que es la memoria de lo que no sucedi¨® nunca; y nosotros a?adimos, pero debi¨® suceder. Es un acto de rebeld¨ªa frente a esa realidad cotidiana que impone a los hombres una manera de vivir y de comportarse que nada o casi nada tiene que ver con lo que de verdad desean o son. La imaginaci¨®n es como ese doble enmascarado que en los relatos de aventuras abandona el ¨¢mbito de seguridad de la casa y se escapa aprovechando la noche por los tejados. Nos promete el mundo de las ventanas iluminadas, de los tesoros que brillan en la oscuridad, de los amores prohibidos. Es decir, todo lo que sin duda merecimos pero no llegamos a tener. Santa Teresa la llam¨® la loca de la casa, pero su misi¨®n est¨¢ llena de sentido com¨²n. Hacer que la realidad vuelva a ser deseable y que los deseos se hagan reales. En definitiva, que eso que llamamos lo real no pueda existir sin el anhelo de lo verdadero.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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