La lucha con el ¨¢ngel
El p¨¢rroco de la iglesia de Saint Sulpice, en Par¨ªs, anda muy atareado ¨²ltimamente, con las masas de turistas que, su ejemplar de El c¨®digo da Vinci, de Dan Brown, bajo el brazo, vienen a preguntarle d¨®nde est¨¢ la l¨ªnea de plata en el centro de la nave que describe el narrador (y que en efecto existe) y d¨®nde se comete aquel crimen que es uno de los episodios neur¨¢lgicos de la novela. Un amigo m¨ªo que trabaja en la editorial Plon, exactamente frente a Saint Sulpice, al otro lado de la bell¨ªsima plaza, y que conoce al p¨¢rroco, me dice que ¨¦ste anda desconcertado y entristecido con esta prueba flagrante de enajenaci¨®n colectiva: ?c¨®mo es posible que tanta gente se tome en serio ese disparate sacr¨ªlego seg¨²n el cual Cristo y Mar¨ªa Magdalena procrearon y el secreto de la estirpe que as¨ª fundaron lo preserva hasta nuestros d¨ªas una secta de fan¨¢ticos que no vacila en recurrir al crimen para evitar que se haga p¨²blico?
El acosado p¨¢rroco sabe sin duda mucho de religi¨®n pero lo ignora todo sobre los poderes de la ficci¨®n para irrumpir en la historia y en la vida y trastocarlas. Por lo dem¨¢s, no existe una ciudad en el mundo como Par¨ªs donde la literatura haya depositado, sobre la realidad, una capa tan rica y deslumbrante de mentiras literarias, inseparables ya de aquella, y a menudo m¨¢s ciertas y visibles que las verdades objetivas que les gustan a los historiadores. Puede ser que el monstruoso Quasimodo y la bella gitanilla s¨®lo existieran en la fantas¨ªa de Victor Hugo, pero todo aquel que entra a N?tre Dame, haya ido all¨ª o no por ellos, siente su presencia rondando las torres y asomando entre las g¨¢rgolas y sabe que la imposible pareja est¨¢ ya como transubstanciada de la novela a la catedral de los franceses, de la que nadie podr¨¢ ya erradicarla nunca. Y, en cuanto a Saint Sulpice, yo confieso que todas las veces que he entrado a su monumental estructura, he ido a curiosear aquel rinc¨®n desde el que Marius, en Los Miserables, ve por ¨²nica vez en la vida a su padre, el se?or de Pontmercy.
Esta ma?ana estuve por en¨¦sima vez en Saint Sulpice, empujado all¨ª por un librito de Jean-Paul Kauffmann, La Lutte avec l'Ange, que es un contagioso acto de amor a esta iglesia y a Delacroix y a los tres murales con que este pintor decor¨® la m¨¢s famosa de sus capillas, la de los Santos ?ngeles. El libro se puede leer como una gu¨ªa minuciosa de ese templo, levantado sobre un terreno en el que existi¨®, en el siglo XII, una peque?a iglesia, y en el que, adem¨¢s de aquellas naves, altares, vitrales, c¨²pulas, columnas con que se da el visitante apenas cruza la entrada, existe un verdadero laberinto de galer¨ªas, s¨®tanos, dep¨®sitos, viviendas a¨¦reas, terrazas, adem¨¢s de un cementerio donde m¨¢s de cinco mil restos humanos fueron enterrados a lo largo del tiempo. Esta dimensi¨®n oculta de Saint Sulpice est¨¢ tan cargada de historia, de leyenda y de ficci¨®n como sus naves y altares p¨²blicos y ha fascinado tradicionalmente a artistas, poetas y escritores que han poblado ese d¨¦dalo misterioso con toda clase de fantas¨ªas y de personajes fascinantes. En el libro de Kauffmann esta historia fant¨¢stica a?adida por la imaginaci¨®n literaria y art¨ªstica a las piedras de Saint Sulpice es tan fascinante como la real.
El arte, la fantas¨ªa y la ficci¨®n acompa?aron a Saint Sulpice desde que se echaron los cimientos. Kauffmann ve una premonici¨®n de su destino en el que historia y mito ser¨ªan inseparables en el hecho de que sus arquitectos concibieran su estructura como un espacio teatral. Y esto es cierto sobre todo de su espectacular fachada, con esas tres filas de columnas macizas, que parecen el soberbio decorado de un gran espect¨¢culo multitudinario. No es raro que fuera ideada de este modo, pues quien dise?¨® esa fachada fue Servandoni, decorador de ¨®pera, maestro de maquinistas y, dice Kauffmann, "rey de los efectos especiales" de su tiempo. Una leyenda tenaz asegura que Servandoni, una vez terminada la construcci¨®n de Saint Sulpice (en verdad, su torre sur qued¨® incompleta), se suicid¨®, lanz¨¢ndose al vac¨ªo desde el campanario. No es cierto, Servandoni muri¨® tranquilamente en su cama, pero la t¨¦trica leyenda ha sustituido a la historia objetiva y esta ma?ana mismo yo o¨ª a un gu¨ªa rememorando aquel suicidio ante una ronda de turistas canadienses.
Son incontables los textos literarios que Saint Sulpice ha inspirado y las vinculaciones de la iglesia con una robusta genealog¨ªa de escritores. En ella fueron bautizados dos personajes sat¨¢nicos, como el marqu¨¦s de Sade y Baudelaire, y un gran cultor del misticismo y el satanismo, Huysmans, sit¨²a parte de la historia de su novela L¨¤-Bas -macabra y oscurantista a m¨¢s no poder- en ese marco. Balzac la convirti¨® en el escenario de La misa del ateo y Maurice Barr¨¨s le dedica todo un libro. Durante la Revoluci¨®n, Saint Sulpice fue declarada un templo dedicado a la diosa Raz¨®n y en los afiebrados d¨ªas de la Comuna la iglesia fue ocupada por el Club de la Victoria, una de las facciones de los insurrectos, y desde su coqueto p¨²lpito barroco pronunci¨® discursos incendiarios la magn¨ªfica Louise Michel.
Pero la figura que con justicia se asocia m¨¢s ahora con Saint Sulpice es Delacroix, gracias a La Lucha con el ?ngel, el principal de los murales de la capilla de los Santos ?ngeles. Le tom¨® cerca de siete a?os pintarlo y su gestaci¨®n, descrita con minucia y elegancia por Jean-Paul Kauffmann, es una demostraci¨®n ejemplar de aquel combate invisible pero feroz contra la incertidumbre, el desfallecimiento, los imprevistos y dem¨¢s obst¨¢culos que, seg¨²n la imaginaci¨®n rom¨¢ntica, el creador debe vencer para producir una obra maestra. Desde entonces, ¨¦sta es una de las lecturas metaf¨®ricas m¨¢s frecuentes de aquel episodio del Antiguo Testamento (G¨¦nesis, XXXII) en el que Jacob lucha a lo largo de toda una noche con un desconocido que le sale al encuentro, cerr¨¢ndole el paso, a orillas del r¨ªo Yabboq. Al amanecer, ¨¦ste cede, indicando de este modo que Jacob ha superado la prueba. ?Con qui¨¦n ha luchado? ?Con el propio Dios? ?Con un ?ngel? ?Contra s¨ª mismo?
Delacroix debi¨® de luchar, ante todo, contra la humedad de un muro que absorb¨ªa los aceites y destru¨ªa una y otra vez la base del mural. Cuando esta dificultad fue superada, surgieron otras, muchas, empezando por unas crisis de desmoralizaci¨®n y de dudas que lo arrancaban de Saint Sulpice y lo ahuyentaban a la campi?a, donde, solo y entre los ¨¢rboles, meditando, reconstitu¨ªa su ¨¢nimo ysu capacidad de trabajo. Nunca se cas¨® y, aunque se le conocieron amantes, las mantuvo siempre a cierta distancia, temeroso de que obstruyeran su trabajo, verdadera obsesi¨®n de su vida. Una de sus angustias era la del fiasco sexual, que asoma a veces, en alusiones dram¨¢ticas, en las p¨¢ginas de su Diario. Una relaci¨®n curiosa lo uni¨® a su sirvienta, Jenny Le Guillou, una mujer devota a ¨¦l, fea y vulgar. Los testimonios de amigos y parientes son categ¨®ricos: nunca hubo entre ellos la menor intimidad carnal. Pero Delacroix le profesaba un gran cari?o, pues viajaba con ella, la alojaba en cuartos vecinos en hoteles y hoster¨ªas, y le hac¨ªa p¨²blicas demostraciones de afecto. Alguien lo vio llevando a Jenny a conocer el Louvre y d¨¢ndole detalladas explicaciones sobre la escultura asiria.
?Supo Delacroix que en todo Par¨ªs corr¨ªa el chisme de que no era hijo de su padre sino del pr¨ªncipe de Talleyrand? Probablemente, s¨ª, y no es imposible que este rumor contribuyera a forjar su personalidad un tanto altiva, solitaria y desde?osa de la sociedad. Nunca se ha podido probar que fuera hijo del pr¨ªncipe, pero los historiadores, hurgadores de intimidades, han llegado a la conclusi¨®n de que dif¨ªcilmente pudo ser hijo de su padre, pues a don Charles Delacroix, en la ¨¦poca en que deb¨ªa de haberlo engendrado, lo aflig¨ªa un enorme tumor en los test¨ªculos que le imped¨ªa procrear. Esto puede parecer mera chismograf¨ªa, pero no lo es para un artista tan entregado y excluyente como ¨¦l, que volcaba en sus cuadros todo lo que hab¨ªa en su personalidad, sus m¨¢s altos ideales y sus miserias m¨¢s s¨®rdidas. Pues para Delacroix, como para todo genuino creador, crear era una suerte de inmolaci¨®n.
Para saberlo basta pasarse un buen rato frente al majestuoso mural de Saint Sulpice, contemplando esa extra?a, inquietante pelea, que tiene algo de combate amoroso, en la que el b¨ªblico Jacob embiste con furia y el ?ngel lo ataja y paraliza, sin inmutarse, se dir¨ªa que sin el menor esfuerzo, sereno y hasta afectuoso, fren¨¢ndolo con su mano izquierda y, con la derecha, ci?endo su muslo de un modo que parece m¨¢s una caricia que un golpe. En Jacob hay desesperaci¨®n, esfuerzo fren¨¦tico, ira y miedo. En el ?ngel, la serenidad absoluta de quien sabe que todo aquello es una mera representaci¨®n de un libreto cuyo desenlace conoce de memoria. Los tres gigantescos ¨¢rboles a cuyos pies se celebra esa contienda parecen animados por la manera como se agitan y encrespan, espectadores que han tomado partido a favor de uno u otro de los luchadores.
Con mucha raz¨®n, entre todos los exegetas de estas im¨¢genes, no hay uno solo que haya visto en este enfrentamiento nada m¨¢s que un pugilato, que no haya advertido en ¨¦l una o varias met¨¢foras: de la condici¨®n humana, de la relaci¨®n del hombre con Dios, del artista con su empe?o de romper los l¨ªmites y dejar una obra que lo trascienda, de la vida y la muerte.
Todas ellas pueden ser ciertas, o falsas, importa muy poco. Lo importante es que el mural que pint¨® Delacroix, en esos siete a?os de lucha con el ¨¢ngel, invita de manera irresistible a fantasear, a salir de la c¨¢rcel de la realidad y a vivir en las luminosas moradas de ese mundo de mentiras, emancipado del tiempo y de la usura, en el que aquella pareja se agrede o se acaricia, en un paisaje brav¨ªo, interminablemente.
? Mario Vargas Llosa, 2005. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PA?S, SL, 2005.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.