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?bamos a jugar al f¨²tbol a un campo de piedras, rodeado de maleza, en los vastos terrenos de una empresa minera. Hab¨ªa por all¨ª un manantial y tambi¨¦n un camino rodeado de acacias, por donde iban las parejas rumbo a los eucaliptos que crec¨ªan junto a una enorme monta?a de carb¨®n. Luego, por all¨ª pecaban, -hermosa valent¨ªa-, sobre la hulla y los f¨®siles.
Era un tiempo lento, de tardes que se demoraban hacia los p¨¢jaros, no exactamente hacia la noche. Tiempo de la ni?ez, de la primera adolescencia, a?os sesenta. Espa?a en silencio. Cautiva. Y tambi¨¦n hab¨ªa unos hombres altaneros y ¨¢speros, en la ciudad, con sus trajes negros y sus bigotes de la victoria. Hombres lejanos que andaban entre papeles y ventajas, entre rezos generales. Y coroneles.
Una tarde de cada verano plantaban una estacada de guardias civiles en el paisaje. Los ve¨ªamos, como postes verdes, junto a la carretera, a un paso. Al otro lado estaban las huertas y el traqueteo de los trenes de la antracita; su gozosa humareda que siempre recuerdo. Y entonces pasaba ¨¦l. ?l. Aunque no era f¨¢cil saber en qu¨¦ coche. Iban varios veh¨ªculos, todos negros. Motoristas y banderolas: como en un documental de los tiempos de Mussolini. Franco pasaba cada verano por El Bierzo, dec¨ªan que ten¨ªa miedo al avi¨®n. Parecido temor al de su colega Salazar, el misterioso dictador civil portugu¨¦s.
Pasaba Franco donde los ni?os cristianos. Entonces no sab¨ªamos que hab¨ªa muertos muy cerca. Y que en las casas allende la gran finca minera hab¨ªa familias rotas. Mujeres todav¨ªa j¨®venes a las que arrancaron el marido y la vida. Y aunque sabemos que los cr¨ªmenes sucedieron de todos los colores, a izquierda y a derecha, el tiempo largo del rencor lo administr¨® ¨¦l. Cuando nosotros s¨®lo quer¨ªamos ser futbolistas, fogoneros a veces, no s¨¦ si tambi¨¦n alguno cantante famoso.
Entonces ¨¦l era un fantasma. Y aunque sal¨ªa siempre en el No-Do, no lo mir¨¢bamos. Pero una vez s¨ª que llegu¨¦ a ver su rostro; lo tuve a cinco metros. Y era el de una estatua.
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