En el olor de la tierra de ?frica
Siempre tuve la sensaci¨®n de pertenecer a otro lugar. Me extra?aban las palabras que me dec¨ªan y me parec¨ªa extra?o que las personas no oyesen lo que yo o¨ªa. En el colegio, en el instituto, en la facultad, me inquietaba la sensaci¨®n de no ser de aqu¨ª. Aprend¨ª una manera de comportarme que no era la m¨ªa, un idioma que no coincid¨ªa con el m¨ªo, emociones que no me provocaban ning¨²n eco interior. En el fondo de mi alma, estaba de visita y me correspond¨ªa, por necesidad y educaci¨®n, adoptar los h¨¢bitos nativos, que se me antojaban complicados e in¨²tiles. A¨²n hoy me sorprende que las personas juzguen que no tengo acento, y no me refiero a la lengua sino a todo lo dem¨¢s. Hablo poco, participo poco y no hago vida social: paso cenas enteras en silencio, me pierdo en las calles, no me oriento siquiera con un itinerario, me equivoco de puerta cuando espero un avi¨®n y me sorprende que no planten ¨¢rboles geneal¨®gicos en los jardines.
Hablo poco, no hago vida social, me pierdo en las calles
(Una se?ora est¨¢ sacudiendo el mantel del almuerzo en la ventana de al lado y lanza una lluvia de migajas sobre el tendedero del piso de abajo).
Como todos los salvajes, soy sensible a las enfermedades de los civilizados: con un a?o de edad me pill¨¦ una meningitis, con tres o cuatro una infecci¨®n tuberculosa. En contrapartida, al rev¨¦s de mis camaradas, ni un paludismo para muestra en ?frica. Tal vez vengo de ah¨ª: yo qu¨¦ s¨¦ por qu¨¦ motivo aquel olor de la tierra me resultaba familiar.
(La se?ora del tendedero de abajo, con la cabeza torcida hacia arriba, inicia las protestas. Al rato les tocar¨¢ a los maridos amenazarse a gritos).
?En d¨®nde estaba? En el olor de la tierra de ?frica
(el marido de la se?ora del mantel se asoma a la ventana estudiando la situaci¨®n, con un cigarrillo entre los labios)
en el olor de la tierra de
(y el marido de la se?ora del tendedero, sin cigarrillo pero con una pulsera de esas que usaban los forzados de las galeras en los tobillos, s¨®lo que de oro, tuerce tambi¨¦n la cabeza hacia arriba, por ahora sin protesta alguna. Los dos maridos se miden, al borde del primer bramido).
En el olor de la tierra de ?frica. All¨¢ en el olor de la tierra de ?frica.
(La guerra de las migas, a punto de comenzar, me interesa m¨¢s que el hecho de pertenecer a otro sitio. Y la pulsera de oro es un adorno de ¨®rdago, enorme, pesad¨ªsima, pr¨®spera. ?Me quedar¨ªa bien?).
En el olor de la tierra de ?frica.
(La se?ora del tendedero, por ahora, no va m¨¢s all¨¢ de
-Parece mentira
la se?ora del mantel, m¨¢s decidida, hace avanzar el pe¨®n del rey
-Cualquiera dir¨ªa que su ropa vale algo
el marido que tuerce la cabeza hacia arriba se anima
-?La suya, por casualidad, es mejor?)
En el olor de la tierra de
(El marido del mantel deja caer la ceniza desde arriba y la pulsera del marido del tendedero centellea, tiene un diente, tambi¨¦n de oro, haciendo juego con el brazo, reprende a la mujer
?Cu¨¢ntas veces tengo que decirte que no des p¨¢bulo a los idiotas?)
En el olor de la tierra
(El hijo de la se?ora del tendedero, con su¨¦ter de baloncestista estadounidense, alza un brazo para el lanzamiento
-?Est¨¢s hablando con esos horteras?
y se retira hacia dentro con la alegr¨ªa de una canasta de tres puntos).
En el olor de la
(La se?ora del mantel inicia el contraataque
-F¨ªjate en el drogota subnormal
mientras el marido vacila: sospecho que ya se ha encontrado en el ascensor con el marido del tendedero, que lo dobla en tama?o, adem¨¢s del grillete tremendo de pulsera. Se nota que est¨¢ cavilando
-?Les arrojo el cigarrillo hacia arriba o no les arrojo el cigarrillo hacia arriba?
y que a¨²n no ha encontrado la soluci¨®n. El hijo con su¨¦ter de baloncestista estadounidense grita desde dentro, invisible
-Drogota es la hija de ese zorr¨®n
y abandona el juego).
En el olor
(El marido del tendedero
-Ahora se las ver¨¢n conmigo
desaparece a su vez: debe de estar llamando al ascensor para subir un piso: conviene ahorrar energ¨ªas para el combate definitivo y, lamentablemente, desde donde estoy, no podr¨¦ ser testigo de los pu?etazos en la puerta. La se?ora del mantel mira hacia atr¨¢s, supuestamente en direcci¨®n a dicha puerta, desliza el desd¨¦n de una ceja frente a su marido
-No me digas que le tienes miedo a ese mocoso
el marido se crece, eval¨²a mejor, decrece, se ablanda, el cigarrillo se le ablanda tambi¨¦n entre los labios, me encuentra a su izquierda, algo en ¨¦l pide socorro, renuncia a pedirme socorro y se escurre, derretido, del alf¨¦izar).
En el olor de la tierra de ?frica, escrib¨ªa yo. En eso estaba. Y a partir de ese olor voy a continuar esta cr¨®nica un d¨ªa de ¨¦stos. Por ahora me quedo con la esperanza de presenciar c¨®mo una pulsera de oro estrangula al marido derretido con el mantel del almuerzo: "Un escritor es testigo del homicidio entre unos vecinos". Y pido prestado el su¨¦ter de baloncestista estadounidense para aparecer con un mejor aspecto en los peri¨®dicos.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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