Los voceadores
Quienes vivimos de la pluma -el boli, la m¨¢quina, el ordenador- y aparece en letra impresa el producto de nuestro cacumen o el fruto de indagaciones reporteriles sab¨ªamos el puesto que nos correspond¨ªa entre el empresario-editor-director y el lector destinatario: el pen¨²ltimo. El eslab¨®n postrero fue el vendedor, cuyo origen apenas sobrepasa el siglo y medio de existencia. Recuerdo con claridad la estampa que acompa?¨® mi infancia y adolescencia: ?La Voz, el Heraldo, Informaciones! y el ronco resumen de las noticias de primera plana. El proceso era simple para los diarios de la ma?ana. En la madrugada madrile?a los vendedores acreditados se arracimaban en la puerta trasera del peri¨®dico para hacerse con una o m¨¢s "manos" que les eran confiadas y, con ellas bajo el brazo, se lanzaban a la calle pregonando la mercanc¨ªa. En jornadas fr¨ªas como las de estos d¨ªas descubrieron las virtudes aislantes del papel impreso, cubriendo el t¨®rax, sobre la epidermis, con hojas del ejemplar de la v¨ªspera, que abrigaba lo mismo que uno reciente. Poco a poco se fueron organizando, conforme crec¨ªa la ciudad en tama?o y habitantes. Al pie de las nutricias rotativas, el capataz de ventas liaba y distribu¨ªa los paquetes, seg¨²n un marketing intuitivo, confi¨¢ndolas a quienes sal¨ªa fiador y recaudador de las ventas.
Los ¨¢giles arrapiezos noveles voceaban el peri¨®dico entre los ¨²ltimos noct¨¢mbulos y los primeros madrugadores y ten¨ªan un radio de acci¨®n forzosamente limitado. Hubo que organizarse por barrios y luego por distritos. Aqu¨ª, en Madrid, es a partir de los sesenta del siglo pasado cuando el oficio de vendedor de prensa adquiere perfiles propios, ganando importancia. Pronto se acabaron los voceadores callejeros -en lo que tambi¨¦n tuvo que ver la necia censura de costumbres, reforz¨¢ndose el h¨¢bito de remitir los ejemplares a domicilio por medio de las codiciadas suscripciones-. Durante mucho tiempo el cotidiano de mayor tirada de Espa?a fue La Vanguardia -hoy confinado a un puesto m¨¢s retrasado-, con la m¨¢s codiciada y extensa n¨®mina de suscriptores, aunque su venta en la calle no se correspondiera en los resultados. Las empresas period¨ªsticas madrile?as hicieron cuentas para enfrentarse con una competencia cada vez m¨¢s dura y la iniciativa la tomaron los semanarios, que disfrutaron de la leve libertad que les daba no beneficiarse, como los diarios, de la ayuda oficial -a cambio del control absoluto- en el precio del papel. Tendieron puentes con los vendedores, ya en tr¨¢mite de asociaci¨®n gremial, a trav¨¦s de los denostados, pero ¨²nicos, sindicatos verticales, ofreci¨¦ndoles ventajas y descuentos que la prensa cotidiana no estaba dispuesta.
Proliferaron los quioscos permanentes, que cotizaban alto para el Ayuntamiento y otras exacciones. A lo largo de los setenta -coincidiendo con la transici¨®n, o sea, la muerte del dictador- hab¨ªa en la capital ocho o diez quioscos de primera, con turnos de trabajadores, presencia casi permanente y beneficios de consideraci¨®n. Les segu¨ªan un m¨¢s crecido n¨²mero de segunda categor¨ªa y otros de tercera. A base de sacrificio y riesgo, llega a ser un negocio altamente rentable; algunos se transformaron en sociedades donde se pierde el rastro de sus propietarios. Comenzaron a suministrar al p¨²blico mercanc¨ªas distintas a las del papel impreso, muchas de ellas facilitadas por los propios editores. Ahora levantan la voz porque les impiden vender cigarrillos, para lo que satisfacen un canon que representa el 30% de su facturaci¨®n anual. Se quejan -creo que con raz¨®n- de no haber dispuesto de plazo suficiente para reorganizarse y del da?o irreversible provocado por una situaci¨®n irreflexiva. No es cuesti¨®n de enjuiciar la malignidad de la nicotina, cuyo primer beneficiario es el fisco, sino la brusquedad con que se altera una situaci¨®n de plena legalidad, quebrantada y modificada bajo coacci¨®n. Personalmente, por viejos lazos emocionales, estoy al lado de los quiosqueros, aunque no puedo respaldar a su presidente nacional -si sus palabras fueron bien interpretadas- cuando dijo que los cigarrillos se vend¨ªan en sus establecimientos antes que en el estanco, cuyo concepto confiscatorio viene de lejos y, precisamente, consiste en poner barreras al curso o la venta libre de mercanc¨ªas cuyo precio fija el propio Estado, al que corresponde, tambi¨¦n, proteger la hacienda de los contribuyentes. Y no, cual es el caso, hacerles la pascua.
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