Mujeres de la vida
El h¨¦roe principal de la modernidad urbana es, sin duda, el transe¨²nte desconocido, ser indeterminado que pulula sin origen ni destino por ese colosal umbral que es la calle misma. Se trata del fl?neur del que Baudelaire hiciera el elogio, paseante ocioso que goza mezcl¨¢ndose con la multitud, viandante sin filiaci¨®n que se asimila a su vez a la figura no menos inconcreta del llamado hombre de la calle, cuerpo humano sin identidad ni atributos que circula con libertad, sin tener que brindar explicaciones, puesto que ejerce el derecho a definir su subjetividad aparte. El hombre de la calle se identifica, a su vez, con el protagonista del sistema pol¨ªtico democr¨¢tico-liberal: el ciudadano, en cuya actividad se ejecuta la naturaleza del espacio p¨²blico como lugar al mismo tiempo de comunicaci¨®n y de circulaci¨®n.
Ahora bien, el fl?neur baudeleriano dif¨ªcilmente podr¨ªa ser una fl?neuse, puesto que su h¨¢bitat natural -la calle- es un dominio usado con libertad s¨®lo por los hombres y controlado por ellos. Todo lo que se pudiera decir sobre el hombre de la calle no ser¨ªa aplicable a una mujer de la calle que, como se sabe, es algo bien distinto. Una mujer de la calle no es la versi¨®n en femenino del hombre de la calle, sino m¨¢s bien su inversi¨®n, su negatividad. Mujer de la calle significa prostituta, mujer situada en el estrato m¨¢s bajo de la jerarqu¨ªa moral de las conductas. No es casual que a su trabajo se le llame eufem¨ªsticamente hacer la calle. Una mujer de la calle es aquella que confirma las peores sospechas que pueden recaer sobre una mujer que ha sido vista sola, caminando por la v¨ªa p¨²blica o detenida en una esquina cualquiera. La mujer de la calle es aquella a la que le tiene sin cuidado su reputaci¨®n, puesto que ¨¦sta no puede sufrir ya mayor deterioro. Es la puta callejera, en el escalaf¨®n profesional de las meretrices la que ocupa el pelda?o m¨¢s bajo, alguien cuya presencia supone una anomal¨ªa que corregir: est¨¢ sola, ah¨ª, ante todos, luego espera ser acompa?ada, y acompa?ada por ese hombre al que espera y en cierto modo convoca.
Lo mismo pasa con la noci¨®n de hombre p¨²blico, t¨¦rmino que designa ese personaje que se expone -en el doble sentido de que se visibiliza y de que se arriesga- a relaciones sociales entre extra?os basadas en la apariencia y la reserva. En un sentido m¨¢s restringido, el hombre p¨²blico es aquel que se entrega a lo p¨²blico, entendido como dominio de la cr¨ªtica y la opini¨®n, por lo que le corresponde el deber de rendir cuentas de sus acciones en el momento en que se le requiera. En esta ¨²ltima acepci¨®n, el hombre p¨²blico se identifica con el pol¨ªtico o con el profesional que desarrolla su actividad sometido a evaluaci¨®n por parte de un p¨²blico de cuyo juicio depende. En cambio, mujer p¨²blica se aplica a una persona para la que el calificativo p¨²blica indica que es accesible a todos. No es que esa mujer est¨¦ en el espacio p¨²blico, sino que es parte de ese espacio p¨²blico en que se encuentra, definido precisamente a partir del principio de accesibilidad que en teor¨ªa lo rige. Una mujer p¨²blica es tambi¨¦n, como todo el mundo sabe, una manera de designar a una puta.
Se habla pues de la brutal asimetr¨ªa en la relaci¨®n de hombres y mujeres con la calle como espacio al mismo tiempo f¨ªsico y social, asunto al que, por cierto, alude la exposici¨®n On s¨®n les dones?, que est¨¢ a punto de inaugurarse en el Museu Abell¨® de Mollet del Vall¨¨s. Si es un var¨®n, ese ser humano sin nombre que est¨¢ ah¨ª fuera es el rey de la creaci¨®n democr¨¢tica; si es una mujer, convoca sobre s¨ª todo el estigma y la indignidad del mundo. Esa extraordinaria distancia simb¨®lica delata la gran mentira del espacio p¨²blico, esa superstici¨®n que lo supone escenario natural de la igualdad y la justicia democr¨¢ticas.
La restauraci¨®n en Barcelona de la antigua ley de vagos y maleantes es la prueba de ello, como lo es de que su Ayuntamiento haya entendido cu¨¢l es la regla de oro que debe orientar sus pol¨ªticas urbanas: total servilismo ante los poderosos -los promotores inmobiliarios, las empresas multinacionales-, severidad m¨¢xima con los sectores m¨¢s vulnerables e inconvenientes de la sociedad. Entre ellos las mujeres de las esquinas y en particular las prostitutas de lo que contin¨²a siendo en secreto el Barrio Chino, que, cerrados la mayor¨ªa de bares, pensiones y pisos en que trabajaban, han salido expulsadas a la intemperie enlas aceras de la Ronda de Sant Antoni y afean ese para¨ªso de y para la clase media en que nuestras autoridades querr¨ªan ver convertida Barcelona. Conseguido el objetivo de limpiar las calles de esos residuos sociales, se habr¨ªa logrado al mismo tiempo que esas mujeres entendieran de una vez por todas que la prostituta aut¨®noma -que las hay- y el chulo son personajes del pasado, antiguallas que deben dejar paso al moderno empresariado de las industrias c¨¢rnicas humanas, bien integrado en la l¨®gica de las grandes superficies y trabajo en red.
Curiosa forma esta de luchar contra la explotaci¨®n sexual la de asediar y castigar a las explotadas. La Ordenanza de Medidas para Fomentar y Garantizar la Convivencia -magn¨ªfico nombre para esa revisi¨®n posmoderna del c¨¦lebre "la calle es m¨ªa"-, en su secci¨®n segunda del cap¨ªtulo 5 -"Utilizaci¨®n del espacio p¨²blico para la oferta y la demanda de servicios sexuales"- va en direcci¨®n contraria de lo que se supone que deber¨ªa ser el esfuerzo de las instituciones por asegurar lo que esas mujeres -en palabras de Margarita Carreras, una de sus portavoces, o de Isabel Holgado, del colectivo LICIT- quieren y necesitan: acceso a los recursos de que pueden beneficiarse las mujeres maltratadas, cese de las vejaciones procedentes de las propias instancias -sanitarias, asistenciales, policiales- que deber¨ªan protegerlas, dar cobijo jur¨ªdico gratuito, tarjeta de residencia y de trabajo para las extranjeras, derechos laborales, etc¨¦tera.
Escond¨¦rnoslas es negarnos la posiblidad y la obligaci¨®n de mirarle a los ojos o de reojo a la humanidad rotunda y radical que esas mujeres encarnan. No es casual que las hayamos llamado mujeres de la vida. Ser¨¢ porque la vida -la de todos- de alg¨²n modo se les parece. Privarnos de su presencia es escamotearnos no s¨®lo su realidad, sino tambi¨¦n la met¨¢fora y el resumen de esa existencia que es la suya y es la nuestra, tambi¨¦n prostituida y puteada, aunque sea de otras maneras m¨¢s sutiles y menos atroces.
Manuel Delgado es antrop¨®logo.
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