Verano en Roturas
Mi padre me llama por tel¨¦fono. "Marta, no me he explicado bien. Mi amigo no era un ni?o yuntero. Mi amigo araba la tierra de su padre, no la de un patr¨®n. El padre de mi amigo era el que ten¨ªa m¨¢s labranza, pero se puso enfermo y, entonces, no le qued¨® m¨¢s remedio que ocupar al hijo en esas tareas. Mi amigo era muy menudo, y ni siquiera llegaba a la esteva del arado".
A mi padre no le preocupa que yo cuente la historia de su verano en Roturas, pero s¨ª le importa que lo que cuente sea verdadero. Le pregunto qu¨¦ es la esteva y, despu¨¦s, he de mirar c¨®mo se escribe en el diccionario, porque es la primera vez que oigo esa palabra. Me quedan muchas primeras veces de o¨ªr palabras del campo y de sus faenas, palabras que nombran los ¨¢rboles y las dependencias de las casas rurales, los utensilios, ciertas prendas de vestir. Soy una ignorante, porque las palabras que s¨¦ me est¨¢n diciendo qui¨¦n soy y todo lo que he olvidado respecto a los lugares de los que provengo. Las palabras que no s¨¦ me culpan de desmemoria, me difuminan esos rasgos de la cara que se parecen a los de mi abuela paterna: los ojos como adormecidos, la papadita, la sonrisa sin labios, las marcas lejanas de un antepasado pelirrojo.
Mi padre emprendi¨® viaje solo hacia Roturas, a finales de junio del a?o 1956. Estaba a punto de cumplir los doce a?os. Iba solo a casa de su t¨ªa Nazaria. Tuvo que coger el tren en la estaci¨®n del Norte hasta Valladolid y, en Valladolid, montarse en otro tren de una l¨ªnea que hoy ya est¨¢ desmantelada y que un¨ªa esta ciudad con Ariza. Baj¨® en Pe?afiel; desde all¨ª hasta Roturas hay unos diez kil¨®metros de distancia, y mi padre los recorri¨® a pie hasta casi el final del trayecto, entonces un hombre le subi¨® a su carro y, no sabe si por la caminata o por el relente que le fue dando montado en el carro, se le puso dolor de garganta. Mi padre era un tirillas, y un ni?o melindroso que siempre hab¨ªa comido mal. Mi abuela Juanita se lo llevaba a ver el programa doble del cine Sevilla para meterle, entre tiro y tiro de los vaqueros o entre abordaje y abordaje de los piratas, una rodaja de embutido en la boca o un cachito de pan. Mi abuela no ve¨ªa las pel¨ªculas, de modo que, cuando fue vieja, pudo volver a verlas en la televisi¨®n sin aburrirse demasiado y sin acordarse de los a?os peores, cuando su padre estaba preso en el castillo de Cu¨¦llar y le escrib¨ªa cartas a su hija Juanita. M¨¢s tarde, a mi bisabuelo Benedicto le conmutaron la pena de muerte, porque estaba enfermo terminal, y se reuni¨® con su familia en Madrid, donde consigui¨® un puesto de portero en una casa de la calle Prim. Antes de la guerra, mi bisabuelo hab¨ªa sido pescadero en Olmos, otro pueblecito de Valladolid, y se hab¨ªa dedicado a ense?ar a leer a la gente y a hacer pol¨ªtica. Lo pag¨® caro. Durante la guerra, mi abuela form¨® parte del Socorro Rojo, y mi abuelo Ram¨®n dej¨® muy pronto las filas del ej¨¦rcito republicano porque le hirieron en una pierna. Mis abuelos se debieron de casar en 1942 o 43 y, dentro de lo malos que fueron aquellos a?os, tuvieron bastante suerte. Compraron una casa para toda la vida, tuvieron dos hijos, eran asiduos de las tertulias de algunos caf¨¦s, iban al teatro, escuchaban zarzuela.
Mi padre no se acuerda de por qu¨¦ aquel verano fue solo a Roturas. Siempre hab¨ªa ido acompa?ado por sus padres y por su hermano peque?o. En Roturas, un municipio del secano castellano que, en aquella ¨¦poca, contaba con unos ciento cincuenta vecinos, esperaba su t¨ªa Nazaria, que, nada m¨¢s verlo, lo encontr¨® pachucho. A mi padre siempre le ha gustado que le cuiden, as¨ª que dijo que s¨ª, que no se encontraba bien, que le dol¨ªa mucho la garganta. La t¨ªa Nazaria le dio de cenar y le subi¨® al dormitorio.
Mi padre vuelve a llamarme por tel¨¦fono para explicarme mejor algunos detalles. "La casa de la t¨ªa Nazaria y del t¨ªo Segundo era una casa en medianera de tres alturas. Abajo estaba el corral, la cocina y el portal, que era una habitaci¨®n, donde se recib¨ªa a la gente". Interrumpo a mi padre para preguntar si el portal era como los portales que yo conozco y ¨¦l me dice que soy una ignorante y me lo imagino sonri¨¦ndose al otro lado de la l¨ªnea telef¨®nica. "Los dormitorios estaban en el segundo piso. En el tercero, el desv¨¢n".
La modesta casa de la que disfruta mi padre los meses de verano no se parece en nada a la de la t¨ªa Nazaria, que, como el ni?o no estaba bueno, le dio de cenar y enseguida le subi¨® al dormitorio; all¨ª, delante de ¨¦l, antes de sepultarlo en la boca sin dientes de un colch¨®n de lana y dejarlo bien tapadito, se levant¨® el delantal y las faldas, se desajust¨® los refajos y se quit¨® la media que posiblemente llevaba puesta desde la primavera anterior. Era una media negra y espesa que, aun fuera del muslo y de la pantorrilla de la t¨ªa Nazaria, conservaba la forma de su pierna, como si estuviera rellena de carne. "Ven, hijo". Mi padre se acerc¨® sumisamente a su t¨ªa y ella le enrosc¨® al cuello la media, bien apretada. Dio tres vueltas al cuello de pajar¨ªn de mi padre. "Ya ver¨¢s como ma?ana est¨¢s bueno".
No extra?¨® la cama ni los ruidos ni las sombras del cuarto, pero experiment¨® en su pituitaria toda la gama de olores que puede quedarse prendida a la media de una mujer que s¨®lo se lava cuando est¨¢ muy enferma. La media ol¨ªa a reques¨®n y a la madre del vino, a aceite de fre¨ªr y a mulas, a gallinas y a conejos, a gato de pueblo, al metal de los cuchillos que cortan bien, a hierbajos, a orines y a piel blanca, al tabaco del t¨ªo Segundo, a embutido y a verduras de temporada, a mondas de patata, a pelo y a polvo, al ¨¢cido del sudor, a manzanas, a malas digestiones, a una colonia que un d¨ªa la mujer se ech¨® por encima, a sangres menstruales, a sangres de matanza, y a muchas otras cosas que mi padre fue identificando a lo largo de la noche, mientras se acaloraba y sustitu¨ªa una impresi¨®n abrasadora en la garganta por la de no sentirla al tragar, como si se le hubiese deshecho la raspa de pescado, la patata frita, que le ara?aba el ga?ote. Lleg¨® un momento en que no se notaba ni la punta de la barbilla. No se atrev¨ªa a llevarse la mano al cuello; ni a tocar la media, por si los dedos se le pringaban y, no sabe c¨®mo, de pronto, se qued¨® dormido.
A la ma?ana siguiente estaba como nuevo. La t¨ªa Nazaria no se sorprendi¨®. Retir¨® la media, que se hab¨ªa quedado un poco pegada, del cuello de pajar¨ªn de mi padre y se la volvi¨® a enroscar en la pierna. Y sigui¨® con sus labores. "Hala, hijo, a jugar por ah¨ª".
En su barrio de Pac¨ªfico era un capit¨¢n ara?a, un mand¨®n, un pele¨®n y un gobernador. Me cuenta que era el jefe de la banda y no me lo cuenta para impresionar, puesto que algunos vecinos de la ¨¦poca han dado fe en muchas ocasiones de sus fechor¨ªas. En Roturas, estaba solo, pero, sin dolor de garganta y sin necesidad de mimos, no lo iba a estar por mucho tiempo. Anduvo hacia el campo y all¨ª encontr¨® a un muchacho de su misma edad que empujaba el arado sin llegar a la esteva. El muchacho abr¨ªa, con much¨ªsimos esfuerzos, surcos en la tierra dura, donde se sembrar¨ªa la avena, la cebada y el trigo. En ese momento, es posible que ignorase tantas palabras como yo misma, pero ¨¦l era muy joven y ten¨ªa tiempo de aprenderlas. Tambi¨¦n es posible que no supiera c¨®mo entablar conversaci¨®n con aquel muchacho delgad¨ªn que empujaba el arado, pero que no era un ni?o yuntero. Mi padre, un gallito, se acerc¨® al muchacho y no es que lo tratara como al enemigo de una banda rival, pero s¨ª necesitaba mostrar la superioridad del que ha ido mucho al cine, quedar por encima de ese ni?o que sudaba como un pollo y obcecadamente segu¨ªa las l¨ªneas de los surcos. Mi padre, a voz en grito, lanz¨® un reto: "?A que no sabes cu¨¢l es la ciudad m¨¢s grande del mundo?". El muchacho par¨®, se sopl¨® las manos, mir¨® fijamente a los ojos de mi padre: "Washington".
Mi padre, que no esperaba una respuesta tan ajustada a sus propios conocimientos, sosteniendo la mirada al muchacho, reaccion¨® m¨¢s tarde de lo que era de esperar en un marisabidillo: "No. La ciudad m¨¢s grande del mundo es Nueva York". El muchacho se ri¨®, arrugando la cara entera, se dio un golpe en el muslo, solt¨® un taco por lo bajinis y trat¨® de convencer a mi padre con sus mejores argumentos: "Que no, hombre, que no, que no puede ser. Que es Washington, porque Washington es la capital de los Estados Unidos de Norteam¨¦rica".
Mi padre me llama por tel¨¦fono y me explica que su amigo no era un ni?o yuntero, y que iba a la escuela y aprend¨ªa cosas parecidas a las que le ense?aban a ¨¦l. Pas¨® todo el verano yendo a trabajar con su amigo. No jugaban, trabajaban. Y manten¨ªan conversaciones. A?os m¨¢s tarde, fuimos a visitar al amigo de mi padre a Pe?afiel: se hab¨ªa casado, ten¨ªa una hija, fue alcalde durante una legislatura y cultivaba endibias. Se alegr¨® mucho de vernos y, cuando yo me cas¨¦, me regal¨® un jarr¨®n chino. Creo que mi padre aprendi¨® muchas cosas aquel verano, por ejemplo, las diferentes clases de ni?os yunteros que existen en el mundo y que la ciudad m¨¢s grande de la Tierra es Washington. Y hoy me llama, y me da permiso para contar la historia verdadera de la media sanadora de la t¨ªa Nazaria.
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