Extranjer¨ªa y ciudadan¨ªa
A diferencia de la griega cl¨¢sica, en la que los ciudadanos eran s¨®lo una peque?a parte de la poblaci¨®n (la mayor¨ªa eran mujeres, esclavos o metecos), la esencia de la democracia moderna radica en su constante inclusi¨®n de m¨¢s personas en el ¨¢mbito de la ciudadan¨ªa plena. Su ideal ut¨®pico es la universalidad de esa condici¨®n. Todo quien est¨¢ sujeto a una autoridad debe tomar parte en su control, as¨ª de sencillo (y de potente) es el principio democr¨¢tico. Sucedi¨® en el pasado con los trabajadores y con las mujeres, y debe forzosamente suceder con los inmigrantes a no ser que traicionemos nuestro ethos democr¨¢tico. No reconocer la ciudadan¨ªa al inmigrante que trabaja con nosotros recuerda demasiado al modelo social de familia victoriana de se?ores arriba y servidumbre abajo.
La obligada inclusi¨®n en la ciudadan¨ªa debe efectuarse pausada y prudentemente
Ahora bien, el desarrollo del principio de inclusi¨®n ha tenido lugar de dos maneras diversas en nuestro pasado europeo: en el mundo anglosaj¨®n y n¨®rdico en una forma lenta y progresiva, en los pa¨ªses continentales en forma espasm¨®dica y generalmente explosiva (a golpe de "revoluciones"). Ser¨ªa bueno meditar sobre ese pasado y no incurrir ahora en el mismo error: la inclusi¨®n es obligada como principio, pero debe efectuarse pausadamente y adecuando su ritmo a lo que aconseja la prudencia.
El inmigrante es un ciudadano especial, cuyos derechos nunca podr¨¢n equipararse en algunos aspectos a los del ciudadano aborigen. En primer lugar, el inmigrante se ha incorporado a la sociedad de acogida por decisi¨®n propia, una decisi¨®n que adem¨¢s ha impuesto unilateralmente: el primer acto del inmigrante en su nueva sociedad suele consistir en la violaci¨®n de sus leyes de inmigraci¨®n. Esta forma de ingreso repercute en su situaci¨®n perdurablemente: por ejemplo, en el terreno de sus derechos ling¨¹¨ªsticos o culturales en general. El inmigrante no puede exigir al Estado que le procure la misma protecci¨®n en esos aspectos que la que pueden exigir los ciudadanos originales, no tiene derecho a que se le garantice por medios p¨²blicos el mantenimiento del marco cultural, ling¨¹¨ªstico o religioso propio.
Fuera de esa restricci¨®n, tiene derecho al mismo estatus que cualquier otro ciudadano una vez que haya acreditado la estabilidad de su intenci¨®n de instalarse y permanecer en el pa¨ªs. Pero, en segundo lugar, y precisamente porque ha ingresado en el pa¨ªs por un acto unilateral y sin posibilidad de control ordenado, tendr¨¢ que aceptar que el ritmo de su acceso a la ciudadan¨ªa plena sea m¨¢s lento de lo que ser¨ªa en otro caso.
Ah¨ª radica la diferencia entre residentes europeos y extracomunitarios, y no en su distinto nivel de riqueza como suele alegarse demag¨®gicamente: la ciudadan¨ªa com¨²n europea es fruto de un proceso consensuado, la presencia de los inmigrantes extraeuropeos es un hecho abrupto no acordado. Aunque el principio de inclusi¨®n funcione para ambos, no puede hacerlo con el mismo nivel de inmediatez.
Desde luego, no puede condicionarse el pleno estatus de ciudadano del inmigrante a ninguna de esas condiciones a las que se hace referencia cuando se habla p¨²dicamente de "integraci¨®n social", "arraigo", "aprendizaje idiosincr¨¢sico" o similares. T¨¦rminos que apenas disimulan el miedo de algunos a la p¨¦rdida de una homogeneidad grupal que, en realidad, nunca ha existido. El inmigrante no tiene por qu¨¦ "integrarse" en las pr¨¢cticas culturales de la sociedad en que vive y trabaja, y hablar de "asimilaci¨®n" tal como ¨¦sta se produjo en el pasado en otras oleadas emigratorias no tiene ya probablemente sentido.
La globalizaci¨®n hace posible por vez primera que los inmigrantes mantengan plenamente vivos sus lazos con las comunidades de origen, por lo que nunca volver¨¢ a existir una disoluci¨®n de las peculiaridades minoritarias en el caldero com¨²n. M¨¢s vale que nos hagamos a la idea de que vamos hacia sociedades m¨¢s plurales en lo cultural, m¨¢s ricas pero tambi¨¦n m¨¢s conflictivas (y es el conflicto, no el consenso, el motor del cambio). El valor a perseguir no es la integraci¨®n social, ni tampoco ese suced¨¢neo biempensante que se denomina "mestizaje", sino la ordenada convivencia de diferentes.
Por el contrario, s¨ª puede condicionarse la ciudadan¨ªa a la aceptaci¨®n de las reglas que est¨¢n en la base de la democracia liberal (tolerancia, autonom¨ªa de la persona, exclusi¨®n de la verdad trascendente del ¨¢mbito pol¨ªtico). El voto tiene dos caras: es tanto un derecho como un signo de acatamiento al sistema pol¨ªtico. Pues bien, el inmigrante debe aceptar ambas caras de esa moneda, no puede quedarse con el voto y reservarse su aceptaci¨®n de las reglas de juego. ?ste es el punto probablemente m¨¢s delicado en el proceso de inclusi¨®n pol¨ªtica. A ning¨²n sistema democr¨¢tico se le puede exigir que se suicide entregando el voto a quienes no aceptan su legitimidad. Pero tambi¨¦n es cierto, como dec¨ªa Protagoras, que la ciudadan¨ªa se aprende ejercit¨¢ndola. Ser prudente es tomar en consideraci¨®n ambas realidades.
Creo que es un error condicionar el acceso del inmigrante a la ciudadan¨ªa democr¨¢tica a la reciprocidad internacional (que su pa¨ªs de origen conceda el mismo trato a los espa?oles), como se ha hecho en nuestro ordenamiento constitucional. Ello llevar¨ªa a excluir de la posibilidad de acceso a quienes proceden de pa¨ªses no democr¨¢ticos. Nuestra pol¨ªtica en esta materia no deber¨ªa estar condicionada por la pr¨¢ctica de los pa¨ªses de origen, sea ¨¦sta cual sea, precisamente porque responde a exigencias inherentes a nuestro propio sistema, no al suyo.
Si bien pueden comprenderse los temores sobre el efecto inmediato que la inclusi¨®n tenga en los repartos de poder, favoreciendo a unos partidos y perjudicando a otros, este temor es probablemente infundado: la experiencia hist¨®rica demuestra que los grandes fen¨®menos inclusivos no han alterado sustancialmente el reparto de los votos, siempre que se hayan efectuado progresiva y ordenadamente.
Por el contrario, merece alguna atenci¨®n la posibilidad de que surjan partidos o agrupaciones de electores exclusivistas, es decir, s¨®lo de inmigrantes. Ser¨ªa algo desgraciado, por el efecto de rechazo social y desestabilizaci¨®n del sistema que podr¨ªa provocar. Quiz¨¢ fuera conveniente, una vez que se ha admitido ya la representaci¨®n pol¨ªtica "especular" en cuanto al g¨¦nero (los partidos est¨¢n obligados a presentar a una mitad de mujeres), extenderla al ¨¢mbito de la inmigraci¨®n y exigir a todos los partidos una composici¨®n de sus listas proporcional al origen.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ruiz Soroa es abogado.
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