Si quieres tortilla, vete a Michigan, forastero
"El tiempo es un oc¨¦ano pero termina en la orilla", canta Bob Dylan en Oh sister. A veces, las fronteras son invisibles, tan lejanas que las tienes a un palmo de tu imaginaci¨®n y no logras alcanzarlas. Has aprendido a viajar con los libros, con las pel¨ªculas, con las canciones, con los relatos de viajeros hastiados, incluso serpenteando sobre pieles escondidas en la oscuridad -esos s¨ª son verdaderos mapas-, y con toda esa mochila llena de paisajes vomitados por voces ajenas, desembocas en las calles de tu ciudad con ganas de descubrir decorados. Un sem¨¢foro, un paso de cebra, una bicicleta de un grimpeur de acera forman parte del oficio del peat¨®n y justo a dos metros de tu conciencia nerviosa por todos los obst¨¢culos que evitar, aparece un anfiteatro con olor a sofrito con el nombre de Michigan grabado en el dintel de la puerta. De Kentucky se conoce su pollo, de Texas su comida tex mex, pero nadie imagina que en Michigan sean capaces de lograr el perfecto casamiento entre la cebolla, el aceite y la patata, una suerte de maridaje que borra los malos humores en un abrir y cerrar de boca.
Lugar de peregrinaje de artistas con pasadas, presentes y futuras resacas, lugar de obligada estaci¨®n de algunos orfebres de la palabra, fue una chica de ojos incisivos y labios de plenilunio la que me habl¨® por primera vez del Michigan como el lugar id¨®neo para comer una tortilla de patatas tan ben¨¦fica para el cuerpo y la mente que lograba que los escritores sometidos a la dictadura de la palabra, una vez estampadas sus firmas en contratos bizantinos, levitaran un ratito tan pronto se llevaban a la boca un pedazo del manjar elaborado por mujeres de peinados vaporosos encerradas en una cocina escondida en la trastienda. Una gran novela a cambio de una buena tortilla, no es un mal negocio.
Michigan es un bar de aspecto coloquial, plano, al que nadie acudir¨ªa para declarar amor eterno si no quiere garantizarse un divorcio a corto plazo. Una barra larga, banquetas forradas de pl¨¢stico, mesas sencillas y un cristalera que hace esquina con dos calles habitadas por motos mal aparcadas y guardias urbanos de bol¨ªgrafo intr¨¦pido, Travessera de Gr¨¤cia y Casanova. Y parapetado tras esa cristalera, el Michigan bulle con su fiel clientela compuesta por hombres y mujeres hastiados de tanto darle al ordenador, al manubrio o al s¨ª se?or. Sus paladares bien valen un descanso. El Michigan tiene un gran m¨¦rito en una ciudad que a la hora del tapeo suele preferir llenar los ojos con dise?o que el buche con aromas y sabores, urbe en la que es f¨¢cil morir ahogado por el peso de la masa harinosa de una croqueta ladrillo.
En un tiempo, en los cincuenta y sesenta, el Michigan fue la sede de la pe?a Ramallets, y cuentan que el escudo que indicaba la ubicaci¨®n de la pe?a fue v¨ªctima de un hurto perpetrado por un comando de nost¨¢lgicos cul¨¦s. Ahora, el Michigan es propiedad del se?or Juan y familia, gallegos de queimada y pan de le?a, un ente familiar que funciona como un reloj 18 horas al d¨ªa, cada uno con una tarea muy bien definida. El se?or Juan es el cirujano-t¨¦cnico en descuartizar de la pata momificada del cerdo y al que no se le escapa el m¨ªnimo detalle. V¨ªctor es el hechicero que seduce con su simpat¨ªa el olfato de los clientes y les acerca al gran sol reci¨¦n cocinado. Delia, su suegra, y Susana, su mujer, son las qu¨ªmicas y las f¨ªsicas de la cocina.
La tradici¨®n de la tortilla se remonta al ovorum, tradicional torta romana hecha con leche y huevos. Pero tortilla es el diminutivo de la tradicional torta de ma¨ªz, alimento de origen americano, de forma circular y aplanada, que lleg¨® a nuestros lares de la mano de Pizarro y sus lacayos tras la colonizaci¨®n del Nuevo Mundo junto con otros alimentos, entre ellos, la patata. Dice la leyenda que fue una mujer residente en los montes navarros la que tuvo la idea de mezclar huevos, cebolla y patata; corr¨ªa el siglo XIX y Espa?a era un barrizal. En plena guerra, el general Zumalc¨¢rregui, militar carlista y antiliberal, decidi¨® pernoctar en la casa de la humilde aldeana, y ante la necesidad de saciar a los inesperados hu¨¦spedes, la se?ora no tuvo m¨¢s remedio que salir del paso con los ingredientes que ten¨ªa en la despensa. Como siempre, el hambre despierta el ingenio y es el origen de casi todas las recetas que llenan hoy en d¨ªa las cartas de los grandes restaurantes.
Por lo tanto, de Am¨¦rica salieron las tortas y a Am¨¦rica, a Michigan, volvemos para deleitarnos con una tortilla de patatas de dif¨ªcil parang¨®n. Observ¨¢ndola a la distancia de un mordisco, podr¨ªamos afirmar que el huevo es el padre de la creaci¨®n y la patata su sierva. Una tortilla tan perfecta que dan ganas de cruzar el r¨ªo Misuri, y subir por la escarpada Casanova hasta entrar en territorio de Michigan. All¨ª, sentados en la barra, un mediod¨ªa cualquiera aparecer¨¢ Jimmy Stewart vestido de vaquero y pedir¨¢ un pincho de tortilla con pan con tomate. Saciado, levantar¨¢ su Winchester al camarero y le requerir¨¢, con voz cansina, un trago de orujo transparente y poderoso para macerar el est¨®mago, un l¨ªquido precioso y sin etiqueta importado de un pazo gallego.
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