La dura noche en el viejo cauce del Turia
Un centenar de trabajadores inmigrantes viven y duermen bajo el puente del Nuevo Centro, en Valencia
Una ciudad ha surgido en el viejo cauce del Turia. Uno de sus habitantes, Joseph, de 32 a?os, llama a una puerta que ¨¦l identifica con el Ayuntamiento y que pertenece, en realidad, a la Casa de la Caridad. Va en busca de una manta. Pero no hay suerte. Es jueves, nueve y media de la noche y llueve. As¨ª que Joseph se ajusta la capucha hasta que s¨®lo se le ven los ojos, la nariz y la boca, se da media vuelta y vuelve a bajar al r¨ªo.
La ciudad se encuentra bajo el puente de Ademuz, el que hay enfrente de Nuevo Centro. Y no es la primera vez que aparece; su florecimiento coincide con las ¨¦pocas de cosecha. El censo, formado casi exclusivamente por hombres, ronda el centenar de personas. La infraestructura es rudimentaria: hay aqu¨ª unos cuantos colchones; algunas mantas, alg¨²n saco de dormir; cartones; se ven un par de mesas y muchos carros de Mercadona. Los habitantes los utilizan para guardar y para trasladar la ropa.
Joseph lleva cinco noches bajo el puente. Como su expedici¨®n ha terminado sin ¨¦xito, seguir¨¢ compartiendo la manta con Jean. El primero es de la Rep¨²blica Centroafricana. El segundo, de Camer¨²n. Los dos hablan franc¨¦s y se han hecho colegas. "Si yo tengo un pan", dice Jean, "es para los dos. Es as¨ª como vivimos aqu¨ª".
Lo del pan tiene una importancia crucial. Las tres cuestiones que m¨¢s preocupan y de las que m¨¢s se hablan bajo el puente son, por este orden, la comida, el trabajo y la vivienda. Seguramente porque hay d¨ªas que no tienen ninguna. "Te dice", traduce Jean se?alando a Joseph, "que hoy no ha comido nada. Y que ma?ana no tiene nada para comer". Y luego, en referencia a s¨ª mismo: "Yo s¨®lo naranjas que un amigo me ha dado. Para comprar debes tener dinero antes. Y yo no tengo. Y no puedo robar. Yo no s¨¦ robar".
El viejo cauce del Turia, de noche, tiene mala fama. Y a los que lo dicen, en seg¨²n qu¨¦ tramos, no les falta raz¨®n. Pero lo cierto es que lo ¨²nico que da miedo a la altura del puente de Ademuz es la miseria.
Joseph y Jean se tapan con la manta tumbados sobre unas capas de cart¨®n. A su lado asoma una fila de cabezas de j¨®venes de Mal¨ª y de Sud¨¢n. Se aprietan unos contra otros para combatir el fr¨ªo y la humedad. Frente a ellos hay filas id¨¦nticas de trabajadores africanos, de Europa del Este, de Pakist¨¢n. Y detr¨¢s, en uno de los estanques que hay bajo el puente, una rata se esfuerza por mantenerse a flote durante varios minutos. Se sumerge, consigue sacar la cabeza, boquea y finalmente se vuelve a hundir hasta que toca el fondo.
Son casi las once cuando llega Ahmed, que es de T¨¢nger. Se?ala un colch¨®n, sonr¨ªe y dice: "Habitaci¨®n numero siete". El marroqu¨ª lleva seis a?os en Espa?a y, a diferencia de sus vecinos, habla bastante bien castellano. Recuerda, como si hablara de un lugar m¨ªtico, la recogida de la aceituna en Ja¨¦n. "All¨ª te dan casa, comida, bebida, tabaco, vino..."
La mayor¨ªa de los subsaharianos domina un pu?ado de palabras que les sirven para comunicarse. Mamad¨², senegal¨¦s, consigue explicar casi todo sobre la base de "problema" y "no problema". Y Jean, con "bueno" y "no bueno". Por ejemplo: "Si nosotros tenemos trabajo, bueno. Pero no todos tenemos papeles, ?eh? Hay un mont¨®n que no. Si Zapatero puede ayudar, para nosotros bueno".
Dice Ahmed que a veces uno tiene una baraja y se juega a las cartas; o que alguien consigue una radio y se juntan a escucharla. Pero esta noche no se oye m¨²sica, ni noticias, y conforme se acercan las 12 cada vez se escuchan menos voces. No es raro. Los m¨¢s madrugadores de este ej¨¦rcito de mano de obra barata inmigrante se levantan a las cuatro de la madrugada. Los ¨²ltimos, antes de las cinco. Se despiertan, se echan un poco de agua en la cara y cruzan la ciudad a pie hasta la Pantera Rosa. All¨ª, si hay suerte, alguna furgoneta los elegir¨¢ para ir a recoger naranjas y mandarinas en alg¨²n pueblo.
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