La mano muy larga
SIENTO UNA PARTICULAR debilidad por los ni?os ladrones, por esas ni?as que tras el susto de su primera regla y esos ni?os que tras el susto de su primera poluci¨®n nocturna quedan, ella con su mejor amiga, ¨¦l con su mejor amigo, para ir a robar alguna cosilla a los grandes almacenes. Antes, los ni?os ladrones iban siempre a El Corte Ingl¨¦s. Se quedaban en la planta baja en la que estaba la bisuter¨ªa barata o sub¨ªan a la planta de oportunidades, donde se amontonaban los biquinis del a?o pasado. Los ni?os ladrones se cre¨ªan invisibles y se mov¨ªan entre paneles y mostradores queri¨¦ndose hacer pasar por ni?os que van a comprarle a un amigo algo para su cumplea?os. Pero a los ni?os ladrones se les detectaba a la legua. Miraban a un lado y a otro, se hac¨ªan gestos de complicidad y soltaban de vez en cuando una risilla nerviosa. La dependienta daba un aviso al de seguridad y el de seguridad les vigilaba de lejos. El de seguridad les dejaba hacer y cuando, por ejemplo, las ni?as ladronas, emocionadas por su impunidad, llevaban ya varios anillos o pendientes o biquinis debajo de la chupa, el de seguridad les dec¨ªa por la espalda d¨¢ndolas un susto de muerte: "?Me pod¨¦is acompa?ar a una salita?". Y entonces las ni?as ladronas, sin entender nada pero comprendi¨¦ndolo todo, se echaban a llorar de camino al cuarto de tortura, y, como suele pasar cuando uno se encamina hacia un castigo, las cosas suced¨ªan ante sus ojos de ladronzuelas muy lentamente, como si estuvieran dentro de una pesadilla de la que fuera imposible escapar. Todas las se?oras honradas con las que se cruzaban en la planta baja de El Corte Ingl¨¦s las miraban como con pena, como si fueran ni?as abocadas al delito por ser v¨ªctimas de familias desestructuradas. Pero las ni?as no eran v¨ªctimas de nada. No eran ni?as abocadas. Muy al contrario. Las ni?as ladronas robaban por puro gusto. Y ahora, de camino al cuarto de las ratas, lo ¨²nico que las aterrorizaba era la llamada del guardia de seguridad a su padre, ese hombre, a la par que auditor, que en cada comida aprovechaba para pronunciar un discurso sobre el cuarto mandamiento, no robar¨¢s, y hablaba de aquellos otros hombres que movidos de pronto por un impulso de codicia se procuraban un dinerillo extra. Y entonces yo imaginaba al Auditor, o sea, Dios en la tierra, poni¨¦ndole la mano en el hombro al pecador descubierto y llev¨¢ndole a un cuarto y mir¨¢ndole a los ojos. Era, tal y como la notaba el Auditor, como una escena de Simenon, ese momento en el que el comisario Maigret se queda con el asesino y sin preguntarle nada, s¨®lo con la fuerza de su presencia, logra que el asesino confiese; era como una escena del comisario Brunetti de Donna Leon, comisario tan humano, tan conocedor de la miseria humana, que siempre se reserva una dosis de comprensi¨®n hacia el futuro reo. A los pobres hijos esas narraciones paternas nos perturbaban much¨ªsimo porque, como contraste a la infalibilidad del padre, nos ve¨ªamos a nosotros mismos siempre en el papel del acusado. Observar¨¢n cierto tono autobiogr¨¢fico enmascarado. Pues desenmascaremos a la culpable: era yo la que, llorando a moco tendido, con la mano del vigilante en mi hombro, caminaba con la cabeza baja hacia el cuarto de torturas; yo, criatura de 12 a?os apenas, la que entrelazando las manos en se?al de s¨²plica le suplicaba al hombre: no, no llame, no lo haga. Y el vigilante, ese gran hombre, del que no recuerdo el nombre pero al que quisiera dar las gracias (El Corte Ingl¨¦s de Preciados, 1974), no llam¨®, simplemente inocul¨® el miedo en mi cuerpo. A partir de ese momento, cada vez que el Auditor, o sea, mi padre, contaba el ¨²ltimo caso referente al cuarto mandamiento, yo miraba hacia el plato sabi¨¦ndome culpable.
Pero extraigamos una parte positiva de este asunto: lo que pod¨ªa haber sido el inicio de una brillante carrera delictiva se cort¨® en seco. Juro que desde entonces no hay mes que no sue?e que me meten en la c¨¢rcel por algo: malversaci¨®n de fondos, recalificaci¨®n de terrenos, construcci¨®n ilegal, utilizaci¨®n de dinero p¨²blico para uso particular, tr¨¢fico y consumo de estupefacientes, y en algunos sue?os, incluso, asesinato. Lo m¨¢s curioso del sue?o es que no siento arrepentimiento por el delito en s¨ª, sino s¨®lo verg¨¹enza, verg¨¹enza de tener que hacer el pase¨ªllo p¨²blico hacia el lugar del interrogatorio. Ya s¨¦ que esto no engrandece mi estatura moral, pero es lo que hay, el sue?o de la raz¨®n produce monstruos. Sea como sea, no he vuelto a robar. Cosillas en los hoteles y en los restaurantes: un cenicero que ya es hist¨®rico en el restaurante Cipriani, bolis con el nombre del establecimiento...Y si los robo es porque a la vez que apaciguo mi vicio (que ah¨ª est¨¢) satisfago las expectativas de los propietarios, que dan por hecho que una cierta cantidad de peque?os objetos ser¨¢n afanados por la clientela. Dada mi experiencia, y teniendo en cuenta que robar, malversar y recalificar se ha convertido en algo tan popular en la vida municipal espa?ola, no ver¨ªa disparatado que subrepticiamente se animara a los ni?os al hurto para luego pillarles en la falta y darles un susto de muerte. Los resultados en m¨ª est¨¢n a la vista, fueron estupendos, si bien es cierto que qued¨¦ traumatizada de por vida y sufro de pesadillas recurrentes. La posibilidad de la verg¨¹enza p¨²blica contiene mis peores instintos. Muy distinta hubiera sido la historia si a todos esos inculpados en la Operaci¨®n Malaya, empezando por el constructor Roca y terminando por la alcaldesa Yag¨¹e, les hubieran dado de ni?os el sustillo que otros nos llevamos. Si a Mayte Zald¨ªvar la hubieran pillado en El Corte Ingl¨¦s sabr¨ªa que no se puede tener la mano tan larga. Pero reconozco que no todo el mundo tuvo la suerte de tener una infancia como la m¨ªa.
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