"Pinturas a pluma, poes¨ªas a pincel"
A los poetas modernistas espa?oles les gustaba ir alguna que otra vez al Museo del Prado. No eran hombres muy le¨ªdos (lo que irritaba profundamente a sus colegas Juan Ram¨®n Jim¨¦nez y Ram¨®n P¨¦rez de Ayala), pero adoraban por principio la cultura y les conmov¨ªa el sentimiento l¨ªrico del pasado, a veces calibrado un poco a ojo. Y les encantaba, sobre todo, la pr¨¢ctica de la ¨¦cfrasis, nombre griego que designaba una pr¨¢ctica intergen¨¦rica de tradici¨®n cl¨¢sica y de oportuna resurrecci¨®n parnasiana: la descripci¨®n literaria de una obra pl¨¢stica.
De los muchos que se aplicaron a ¨¦sta, el mejor fue, con diferencia, Manuel Machado. Puede que fuera el primer poeta espa?ol que describi¨® convincentemente un cuadro, a la moderna usanza: lo hizo hacia 1900 con uno de los Felipe IV velazque?os, aunque ninguno de ellos ostente "con desmayo gal¨¢n, un guante de ante" en la mano de venas azuladas (como s¨ª sucede, en cambio, en el retrato del infante don Carlos). Pero el poema es espl¨¦ndido, como todos los de la serie Museo, que est¨¢n en su libro de 1907, Alma. Museo. Los cantares. Por eso los incorpor¨® a un nuevo conjunto de sonetos, Apolo. Teatro pict¨®rico, de 1911, que reuni¨®, sin duda, lo mejor de su taller ecfr¨¢stico: hay mayor¨ªa de cuadros del Prado -entre otros, La Anunciaci¨®n, de Fra Angelico, con su certera "campanada blanca"; el Carlos V en M¨¹hlberg, de Tiziano; El caballero de la mano en el pecho, de El Greco, con su "severa faz de palidez de lirio", y Los fusilamientos de la Moncloa, de Goya, con "un halo amarillo que horripila" surgido del farol del primer plano-, pero tambi¨¦n hay "pinturas a pluma o poes¨ªas a pincel" (como ¨¦l mismo dir¨ªa en su art¨ªculo G¨¦nesis de un libro) vistos en otros museos -La primavera de Botticelli; la Lecci¨®n de anatom¨ªa, de Rembrandt, o la inevitable Gioconda leonardesca-, o en ilustraciones propicias, como confiesa a prop¨®sito del retrato flamenco de do?a Juana la Loca.
Puede que Manuel Machado fuera el primer poeta espa?ol que describi¨® un cuadro convincentemente
Cuando el modernismo se qued¨® cort¨® y se acarton¨®, los escritores fueron al museo en actitud m¨¢s deportiva y menos trascendente. Hemos pasado del soneto que quiere ser un cuadro al ensayo que se contenta con ser una mirada. El divertido ensayo de Ortega y Gasset 'Tres cuadros del vino (Tiziano, Poussin y Vel¨¢zquez)', est¨¢ incluido en el tomo I de El Espectador (1916), en la buena compa?¨ªa de 'Tierras de Castilla', 'Notas de andar y ver' y de 'Ideas sobre P¨ªo Baroja'. El ensayista se describe "vagando por el Museo del Prado, bajo la tibia luz blanca que se vierte por las vidrieras", dispuesto a perge?ar una nota neonietzscheana, que hoy llamar¨ªamos pol¨ªticamente incorrecta: "Mucho antes de que el vino fuera un problema administrativo, fue el vino un Dios". Eso es lo que ha visto Ortega en Tiziano y en Poussin, pero ya no en Vel¨¢zquez, donde "la bacanal desciende a borrachera". Porque Vel¨¢zquez es un "gigante ateo, un colosal imp¨ªo", que nos ha hecho el regalo de la pintura moderna y, de paso, ha convertido el furor p¨¢nico en simple desorden callejero.
El tono -humor¨ªstico y brillante- es el mismo que us¨® Eugenio d'Ors en su memorable y suculento librito de 1923 Tres horas en el Museo del Prado, que tambi¨¦n resulta inseparable del goce de las "ma?anitas de abril", de la presencia de un joven invitado al que ense?ar cosas y de la promesa de dar cuenta de un buen almuerzo, al acabar las tres horas prometidas.
Dir¨ªase que poca escenograf¨ªa m¨¢s nos hace falta para elaborar un ensayo perfecto: a fin de cuentas, una "breve gu¨ªa de juicios y emociones" que busca combinar la "noticia" y el "orden", tan dorsianos. No me parece casual que, en un par de ocasiones, D'Ors dirija su peor intenci¨®n hacia sus antecesores de la promoci¨®n anterior. Decididamente, a ¨¦l no le gusta mucho El Greco, "que estaba bebido de zumos de Dios y de crep¨²sculo", y ante El caballero de la mano en el pecho recuerda que "ha desencadenado en la Espa?a de hoy un verdadero torrente de vaga literatura" (piensa en Manuel Machado y en el Azor¨ªn de Castilla, a buen seguro). Le encanta Vel¨¢zquez, que es, "entre la geometr¨ªa y el lirismo, la objetividad" y confirma que la visi¨®n de su Cristo sirve para "desvanecer el efecto de tanta literatura amplificadora, es decir, imp¨ªa" (lo que s¨®lo puede aludir al reciente poemario de Unamuno, publicado en 1919). Y en lo que toca a Goya, pasa como sobre ascuas por los Caprichos o por las pinturas de la Quinta del Sordo. Se queda con "dos deliciosos y venenosos Watteau", con casi toda la pintura veneciana ("?Oh, Venecia! ?C¨®mo defenderse contra ti?") y con la "genialidad impura y potente" de Rubens, con la luminosidad de Fra Angelico o con tres dureros exquisitos, porque Zurbar¨¢n s¨®lo da para una met¨¢fora estupenda ("la sorda opulencia de los blancos").
Para Rafael Alberti, nuestro ¨²ltimo visitante, el museo se presenta ya como un gozoso ataque de bulimia. No cabe leer sin conmoverse aquella introducci¨®n, '1917', que ofrece la edici¨®n de 1948 de A la pintura (poema del color y de la l¨ªnea) (que en 1944 tuvo su primera salida): "Mi adolescencia: la locura / por una caja de pintura", exclama antes de confesar "la sorprendente, ag¨®nica, desvelada alegr¨ªa / de buscar la Pintura y hallar la Poes¨ªa". Alberti es un poeta excepcional, no s¨®lo un camarada ingenioso o un banderillero afortunado (que tambi¨¦n lo es...). Los poemas sobre Tiziano o Goya, sobre El Bosco o Piero della Francesca, tan distintos como lo son los pintores de que tratan, son mucho m¨¢s que pirotecnia verbal. Y las reflexiones sobre las disciplinas de la pintura o sobre los colores -impagable, la dedicada al azul- merec¨ªan ser citadas con m¨¢s espacio. Pero no podemos hacerlo... S¨ª recordaremos, en cambio, que el "poema del color y la l¨ªnea" se escribe desde el recuerdo y la a?oranza del momento capital de su vida pol¨ªtica: la evacuaci¨®n y salvaguarda de los tesoros del Prado en el oto?o de 1936.
Alberti lo record¨® algo despu¨¦s en un bell¨ªsimo poema, 'Retornos de un museo deshabitado', que el lector deber¨¢ buscar con urgencia entre los Retornos de lo vivo lejano (1952). Y la lecci¨®n de aquellos d¨ªas qued¨® en una obra de teatro de 1956, Noche de guerra en el Museo del Prado, en la que un mont¨®n de personajes populares de Goya, tres seres mitol¨®gicos -Venus, Adonis y Marte- de Tiziano, un enano y un rey de Vel¨¢zquez y el san Gabriel anunciador de Fra Angelico comparten, con un par de milicianos republicanos, la alarma, el miedo y la voluntad de resistir de aquellos d¨ªas (a Bertolt Brecht le gust¨® aquel "aguafuerte esc¨¦nico" e incluso aconsej¨® a Alberti que a?adiera un pr¨®logo en el que habla a t¨ªtulo de autor, sobre las proyecciones de unas filminas; pero, al cabo, no lo represent¨® el Berliner Ensemble... Hubiera sido un buen final).
Babelia
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