Alejandro finisterre, editor e inventor del futbol¨ªn
Alejandro Finisterre (Fisterra, A Coru?a, 1919), editor e inventor del futbol¨ªn, vivi¨® en el exilio en Francia, Ecuador, Guatemala y M¨¦xico. En 1973 organiz¨® en M¨¦xico, en el bosque de Chapultepec, el homenaje a Le¨®n Felipe. En Espa?a fue tambi¨¦n un agitador cultural. Muri¨® en Zamora el 8 de febrero.
?l hubiera querido pasar a la historia, o vivir la historia, como el hombre que dio su vida para que la gente no se olvidara de Le¨®n Felipe, el poeta zamorano que muri¨® en el exilio, en M¨¦xico, pero la tozuda realidad sigui¨® diciendo, hasta su muerte, que lo que verdaderamente le llev¨® a los libros de biograf¨ªas fue su invenci¨®n del futbol¨ªn. Era Alejandro Campos Ram¨ªrez, se llam¨® a s¨ª mismo Alejandro Finisterre, y vivi¨®, como su amigo Le¨®n Felipe Camino, en el exilio mexicano. Muri¨® en Zamora, de donde era su poeta m¨¢s querido. Sus cenizas est¨¢n esparcidas en el Duero y se esparcir¨¢n tambi¨¦n en Fisterra, su tierra.
Alejandro Finisterre fue quien en 1973 organiz¨® en M¨¦xico, en el bosque de Chapultepec, el gran homenaje del exilio a Le¨®n Felipe. All¨ª congreg¨®, con los medios que le permiti¨® el Gobierno de Luis Echevarr¨ªa, a intelectuales de Espa?a y del exilio, as¨ª que pudieron verse por los pasillos del Hotel Camino Real de la capital mexicana a personajes como Ram¨®n Xirau, Francisco Giner de los R¨ªos o Juan Marichal con escritores como Jos¨¦ Miguel Ull¨¢n, Ram¨®n Chao o Celso Emilio Ferreiro. El encuentro propici¨® tenidas republicanas junto a la ciudad de Aza?a, conciertos po¨¦ticos, y, finalmente, el gran fin de fiesta de homenaje a Le¨®n Felipe, cuya escultura en bronce, majestuosa, est¨¢ desde entonces en el espl¨¦ndido bosque de Chapultepec. Finisterre estaba muy orgulloso de haber dejado para siempre a Le¨®n Felipe en esa geograf¨ªa que amaron los dos.
Finisterre, que estaba detr¨¢s de la organizaci¨®n de aquel magno encuentro del exilio interior con el exilio exterior espa?ol, era un hombre t¨ªmido, algo retra¨ªdo, sonriente y eficaz. Detr¨¢s de s¨ª llevaba la leyenda, que respond¨ªa a la realidad, de haber inventado el futbol¨ªn. Hablaba poco de ello, a no ser que le preguntaras, y si lo hac¨ªas pod¨ªas percibir en su rostro un rubor inmediato, como si le estuvieras levantando un velo a su adolescencia. Porque era pr¨¢cticamente un adolescente cuando tuvo la ocurrencia del futbol¨ªn.
Fue muchas m¨¢s cosas: pe¨®n de alba?il, aprendiz de imprenta y bailar¨ªn de claqu¨¦ (para lo cual ten¨ªa una planta excelente), en la compa?¨ªa de Celia G¨¢mez. Como contaba aqu¨ª en noviembre Xos¨¦ Manuel Pereiro, cuando a Finisterre le operaron en A Coru?a, fue el hijo del telegrafista de Fisterra; conoci¨® en seguida la guerra y el exilio, y volvi¨® a su pueblo, muchas veces, en busca de un ¨¢nimo gallego, y de un acento, que no perdi¨® ni con el contacto suramericano, que fue abundante, ni con el contacto franc¨¦s, que tambi¨¦n vivi¨® en la primera etapa de su exilio. A los 15 a?os se fue a estudiar a Madrid y all¨ª ensay¨® la bohemia. Durante la Guerra Civil sufri¨® heridas que le mantuvieron en cama, cavilando, hasta que dio con la f¨®rmula para que los chicos jugaran al f¨²tbol de peque?o formato, como jugaban al pimp¨®n. ?l contaba que, en el hospital donde se fue recuperando, los chicos a?oraban sobre todo el f¨²tbol, y ¨¦l entendi¨® que pod¨ªa hacerles felices f¨¢cilmente. Recurri¨® a un carpintero que hab¨ªa en el centro sanitario, y con esta ayuda puso en marcha su invento. ?se fue el futbol¨ªn. En el camino del exilio a Francia perdi¨® la patente. Pero una d¨¦cada m¨¢s tarde fue la empresa que los fabricaba en Espa?a la que le dej¨® dinero para viajar a Suram¨¦rica. Vivi¨® en Ecuador, en Guatemala, y se fue a M¨¦xico, que fue la parte m¨¢s abundante de su vida de exiliado.
Fue un editor muy comprometido con la obra del exilio, y cuando volvi¨® a Espa?a, en torno a 1976, sigui¨® tratando de convertir el trabajo de los exiliados en una obra de vida permanente, en las librer¨ªas y en las actividades p¨²blicas. Su entusiasmo por lo que hac¨ªa, y su empuje, contrastaba con esa timidez casi enfermiza que llenaba de rubor su rostro cuando contaba cualquier episodio de su larga peripecia.
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