El capitalismo contra el planeta / y 6
El bienintencionado alegato de Al Gore ha servido a pesar de los inevitables reduccionismo y demagogia a la que su condici¨®n medi¨¢tica le empuja, para familiarizar a la opini¨®n mundial con el dramatismo de una amenaza que los datos y argumentos de que dispone la comunidad cient¨ªfica no permiten seguir ignorando. Aunque obviamente no falten los contradictores oportunistas que, a golpe de provocaciones, buscan el aplauso de los inmovilistas y la notoriedad televisiva. Tal es el caso de un cient¨ªfico ordinario, Claude All¨¨gre, lamentable pol¨ªtico franc¨¦s, conocido por haber sido el peor ministro de la Educaci¨®n de la V Rep¨²blica, al que su amigo y protector Lionel Jospin, tuvo que acabar echando, que hoy busca ocupar las tertulias televisivas negando -?tout va tr¨¨s bien, madame la Marquise!- la degradaci¨®n del planeta. Pero el eficaz documental del antiguo vicepresidente de Clinton, al encerrarse en el tema del calentamiento global, deja fuera de su denuncia todos los otros aspectos de la devastaci¨®n de las condiciones naturales y sociales de nuestras vidas. Y sobre todo de su principal responsable que, como llevo cinco semanas escribiendo, es el modelo anglosaj¨®n / norteamericano de capitalismo. No lo digo s¨®lo yo, lo dicen voces mucho m¨¢s autorizadas.
El pasado 1 de marzo, Warren Buffet, el multicelebrado presidente de una de las principales sociedades norteamericanas de cartera, Berkshire Hatheway, criticaba, violentamente, las, seg¨²n ¨¦l, monstruosas remuneraciones que se autoatribu¨ªan los fondos especulativos (hedge funds). Estos fondos, como escribe el especialista Pierre-No?l Guiraud (Le Commerce des Promesses, Senil, 2001) son una superpotencia econ¨®mica con una notable capacidad de intervenci¨®n y, por tanto, con una responsabilidad decisiva en el comportamiento de las Bolsas y los mercados. Hoy, los m¨¢s de 8.000 fondos, con sus pr¨¢cticas exclusivamente especulativas y su obsesivo prop¨®sito de maximizar los beneficios en el m¨¢s corto plazo, gestionan un volumen de negocios superiores al bill¨®n y medio de d¨®lares anuales y son con las multinacionales los se?ores de nuestras vidas. Imperialismo de un capitalismo financiero cuyos componentes esenciales -la mitolog¨ªa del crecimiento y del desarrollo, el culto al productivismo, la fe taumat¨²rgica en el comercio, la dictadura de la publicidad, la adicci¨®n incontrolable al consumo- suponen un costo en contaminaci¨®n, agotamiento de recursos y destrucci¨®n del medio, dif¨ªcilmente soportables para nuestro planeta de 7.000 millones de personas y suicida para los 8.000 millones que seremos en 2030. La conciencia de este anunciado desastre y el cansancio que provocaba el superconsumismo, suscitaron un fuerte rechazo intelectual que encontr¨® en Georgescu-Roegen, Iv¨¢n Illich, Ren¨¦ Dumont, Andr¨¦ Gorz, Fran?ois Partant, Samir Amin, Edgar Morin, Raimon Panikkar y m¨¢s tarde en Guy Debord, Jean Baudrillard y un pugnaz etc¨¦tera, los portavoces de la descalificaci¨®n de un modelo de sociedad que cuestionaba nuestra supervivencia.
La primera respuesta y la m¨¢s socorrida fue la de disminuir la carga del barco, la de reducir la presi¨®n productivo-consumista. Pero la propuesta del decrecimiento de la que uno de los m¨¢s consistentes formuladores es Serge Latouche (Le pari de la d¨¦croissance) es, por una parte, muy dif¨ªcil de "vender" mayoritariamente y, por otra, no ataca frontalmente el tema de con qu¨¦ materiales y desde qu¨¦ prioridades queremos construir nuestro nuevo modelo de sociedad. Empresa dif¨ªcil y problem¨¢tica en la que hemos de empe?arnos con determinaci¨®n y sin inmediateces, pero que no nos autoriza a seguir considerando riqueza, un agregado financiero en el que incluimos desde lo obviamente in¨²til hasta lo evidentemente perverso, como la producci¨®n y consumo de tabaco, drogas y alcohol, la fabricaci¨®n de armas y todo tipo de medios de destrucci¨®n pasando por los productos y pr¨¢cticas cuyos da?os contabilizamos al igual que hacemos con su saneamiento -lo que no mata engorda-. Creo que no enfatizo si escribo que ¨¦sa es la gran cuesti¨®n de nuestro tiempo, que las urgencias de superficie -elecciones, beneficio y crecimiento- no pueden llevarnos a postergar.
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