La vuelta al d¨ªa en 80 mundos
Desde la expulsi¨®n de los moriscos y la marginalizaci¨®n institucional de la comunidad gitana -iniciada bajo Isabel la Cat¨®lica y reforzada por las sucesivas Pragm¨¢ticas de Felipe IV y el primer Borb¨®n-, la sociedad espa?ola se caracterizaba por su aspecto homog¨¦neo y monocolor. As¨ª lo era a¨²n durante mi infancia: hab¨ªa visto afroamericanos, chinos, ¨¢rabes e hind¨²es en el cine y las revistas ilustradas, pero no en la ciudad en donde nac¨ª y me cri¨¦. Recuerdo mi asombro del d¨ªa en que, en plena Rambla de Catalu?a, frente al desaparecido cine Kursal, divis¨¦ a un negro de verdad, con la misma fascinaci¨®n e incredulidad con la que hubiera topado con Chaplin o Laurel y Hardy. Hasta mi primer viaje a Par¨ªs en 1953 no di con magreb¨ªes, vietnamitas o senegaleses de carne y hueso. Los conoc¨ªa por los libros de geograf¨ªa humana y el noticiario de actualidades de la ¨¦poca. Cuando encarnaron al fin, mi mundo se ampli¨® y enriqueci¨®.
Nada peor para convivir en la diversidad que las generalizaciones mort¨ªferas
Para ser europeos, deb¨ªamos africanizarnos, asiatizarnos, latinoamericanizarnos
Habituado a Par¨ªs, en cuyo barrio multi¨¦tnico del Sentier viv¨ª desde 1956 hasta el final de la dictadura, el regreso a nuestras grandes ciudades me hizo retroceder al pasado. Salvo raras excepciones, el paisaje humano era similar al de antes. No hab¨ªa restaurantes chinos ni ¨¢rabes. S¨®lo ve¨ªa a compatriotas mejor vestidos y calzados que d¨¦cadas atr¨¢s, pero ajenos al flujo de la historia: encerrados en un compartimiento estanco en el que la presencia de al¨®genos de otros continentes resultaba dif¨ªcil de percibir.
Todo empez¨® a cambiar a comienzo de los ochenta. Nuestros visitantes, hasta entonces, eran exclusivamente turistas europeos o norteamericanos, ¨¢vidos de flamenco, sangr¨ªa y del sol generoso de nuestras playas. Se o¨ªa hablar ingl¨¦s, franc¨¦s, alem¨¢n y otros idiomas comunitarios que nos esforz¨¢bamos por descifrar, pero no el habla y el acento del Caribe, Ecuador o Argentina. Tampoco el ¨¢rabe, chino ni urdu. Lavapi¨¦s era a¨²n el Lavapi¨¦s castizo, enteramente distinto del que conocemos hoy.
Parad¨®jicamente, cuando el sue?o de los ilustrados, liberales y republicanos de los tres ¨²ltimos siglos culmin¨® con la entrada de Espa?a en la Uni¨®n Europea, el hecho nos enfrent¨® a una situaci¨®n in¨¦dita. Una Espa?a uniformemente blanca acced¨ªa a una Europa m¨¢s moderna. Para ser europeos, deb¨ªamos africanizarnos, asiatizarnos, latinoamericanizarnos. Pasar, como dije en Bruselas en 1985, de europeos en menos a europeos en m¨¢s.
Al hilo de mis sucesivas visitas a la Pen¨ªnsula advert¨ª la creciente aceleraci¨®n del cambio. Hab¨ªa un restaurante marroqu¨ª en tal sitio, un chino en tal otro, abacer¨ªas y tiendas de ropa hind¨² en un tercero... avezado como estaba a la diversidad, aquella transformaci¨®n me reconfort¨®. Espa?a se aproximaba gradualmente al modelo de Francia, B¨¦lgica o Alemania: se abr¨ªa a su aguijadora variedad de lenguas, costumbres, ritos, gastronom¨ªa y se europeizaba en la medida en que su piel se te?¨ªa de colores distintos.
Madrid y Barcelona se homologan hoy con las dem¨¢s capitales del Viejo Continente en virtud de su creciente mestizaje. Al recorrer algunos de sus barrios tengo la agradable sensaci¨®n de pasear por Par¨ªs, Londres o Bruselas. Pues en los inicios de este tercer milenio gozamos del privilegio de viajar sin movernos. Si antes deb¨ªamos embarcarnos, tomar el tren o ir al aeropuerto, ahora el pa¨ªs ex¨®tico que busc¨¢bamos viene hasta nosotros y llama a nuestra puerta. Podemos pasar del Magreb a Pakist¨¢n, de China a Senegal, de Bolivia a India en el ¨¢mbito en el que se desenvuelven nuestras jornadas de ocio o de trabajo.
Pa¨ªs tradicional de emigrantes hasta hace cuarenta a?os, somos actualmente el punto de destino so?ado por quienes quieren escapar de la opresi¨®n y la miseria. Los flujos migratorios son imparables: pueden y deben regularse, pero ser¨ªa tan in¨²til como injusto tratar de atajarlos como muros, alambradas y per¨ªmetros fortificados. Nuestro planeta es un espacio en perpetuo movimiento, y sus ciudades son un reflejo de ello. La mundializaci¨®n incide en la vida diaria de millones de ciudadanos: asistentas y enfermeras cuidan a nuestros discapacitados y ancianos; alba?iles del Magreb y Europa del Este son los instrumentos indispensables de la imparable expansi¨®n urbana; los camareros de los dos sexos que sirven en los restaurantes y cafeter¨ªas provienen de toda la rosa de los vientos. La variedad de las voces y registros de su habla inyectan savia nueva al lenguaje, desesperadamente empobrecido por la estulticia de nuestros medios audiovisuales de comunicaci¨®n.
Obviamente, no es posible hablar de esta din¨¢mica integradora sin apuntar a los problemas que plantea, aqu¨ª como en el resto de Europa, la discriminaci¨®n social y laboral de algunas comunidades, especialmente la magreb¨ª y subsahariana. Primer colectivo por el n¨²mero de sus miembros -Ecuador, Rumania y Colombia vienen despu¨¦s-, el marroqu¨ª se ha visto asociado injustamente a los extrav¨ªos delirantes del discurso fundamentalista e incluso yihaidista de un pu?ado de individuos en raz¨®n de unas diferencias culturales y religiosas que algunos juzgan insalvables.
Nada peor para la convivencia en la diversidad que las generalizaciones mort¨ªferas que, deliberadamente o no, se infiltran en el inconsciente colectivo. El extremismo debe ser combatido con las armas del Estado de derecho, y quienes no acepten las normas de nuestra sociedad no caben en ella. Pero la comunidad magreb¨ª es tan heterog¨¦nea como la sociedad de la que proviene: la de un pa¨ªs que me recuerda cada vez m¨¢s a la Espa?a de 1960, con sus turistas y emigrantes, y en el que la situaci¨®n econ¨®mica parece, como dijo Brenan de la nuestra, un juego de sociedad en el que s¨®lo un 30% de los jugadores tienen asiento.
El drama de las pateras, y m¨¢s tr¨¢gico a¨²n, el de los cayucos con destino a Canarias, no podr¨¢n evitarse sin una implicaci¨®n m¨¢s efectiva de Espa?a y de sus socios europeos en el socorro, por el peligro de muerte, de las poblaciones de Mal¨ª, N¨ªger, Senegal, Mauritania... Quienes han arriesgado sus vidas y alcanzado la Pen¨ªnsula tienen suerte y lo saben. Una vasta familia, quiz¨¢s una aldea entera, ahorraron para costearles el viaje y aguardan con paciencia, a la intemperie, sus transferencias telegr¨¢ficas. El cruel dios Mercado les ha tratado con excepcional indulgencia.
Pasear por el Raval y otros distintos y barriadas de las grandes ciudades espa?olas es, como dijo Julio Cort¨¢zar, dar la vuelta al d¨ªa en ochenta mundos sin movernos de donde estamos. No olvidemos, no obstante, el sue?o roto de los que no se hallan con nosotros: de las v¨ªctimas del hambre, las pandemias y la desesperanza que atenazan a¨²n, para verg¨¹enza de los mandamases y ¨¦lites del Primer Mundo, el 40% de la humanidad.
Este texto fue le¨ªdo ayer por su autor en La Casa Encendida de Madrid con motivo de las Jornadas de Solidaridad Internacional.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.