La resurrecci¨®n de los muertos vivientes
Despu¨¦s de que la confesi¨®n de Jalid Sheik Mohammed saltara a los titulares de nuestros medios de comunicaci¨®n, junto a la indignaci¨®n moral por la dimensi¨®n de sus cr¨ªmenes surgieron las dudas: ?pod¨ªamos fiarnos de su confesi¨®n? ?Y si estaba confesando m¨¢s de lo que hab¨ªa hecho, quiz¨¢ por un vano deseo de ser recordado como el gran cerebro terrorista, o porque estaba dispuesto a confesar lo que fuera con tal de que dejaran de someterle a la tabla de agua y otras "t¨¦cnicas mejoradas de interrogaci¨®n"?
Lo que no ha llamado tanto la atenci¨®n es el hecho de que, por primera vez, la tortura es algo normalizado, que se presenta y se acepta como tal. Cuando alguien se preocupa por este hecho, la respuesta m¨¢s habitual y te¨®ricamente convincente es: "?A qu¨¦ viene todo el esc¨¢ndalo? Lo ¨²nico que est¨¢n haciendo los estadounidenses es reconocer (a medias) lo que llevan haciendo todo el tiempo, no s¨®lo ellos, sino todos los dem¨¢s Estados; en todo caso, ahora tenemos menos hipocres¨ªa...". A esto habr¨ªa que replicar con una pregunta muy sencilla: "Si los altos representantes de Estados Unidos s¨®lo tienen esa intenci¨®n, ?por qu¨¦ nos lo cuentan? ?Por qu¨¦ no siguen haciendo en silencio lo mismo que hac¨ªan hasta ahora?".
En la comunicaci¨®n entre humanos, decir con franqueza una cosa que "todos sabemos" no es nunca una acci¨®n neutra. Siempre suscita esa pregunta: "Eso que cuentas, ?por qu¨¦ me lo est¨¢s diciendo ahora abiertamente?". Imaginemos a unos esposos que han llegado al acuerdo t¨¢cito de que pueden correr aventuras extramatrimoniales discretas; si, de repente, el marido le menciona a la mujer una relaci¨®n que tiene en ese momento, ella se asustar¨¢, y con buenos motivos: "Si no es m¨¢s que una aventura, ?por qu¨¦ me lo cuentas? ?Tiene que ser m¨¢s!". Del mismo modo, en nuestros medios acad¨¦micos, una forma cort¨¦s de decir que la intervenci¨®n de un colega nos ha parecido tonta y aburrida es decir: "Ha sido interesante". Si le decimos a ese colega que "ha sido aburrida y tonta", ¨¦l tendr¨ªa todo el derecho a preguntar: "Pero si te ha parecido tonta y est¨²pida, ?por qu¨¦ no has dicho simplemente que era interesante?". El colega har¨ªa bien en pensar que esa forma de hablar quiere decir algo m¨¢s, que no es s¨®lo un comentario sobre la calidad de su trabajo, sino un ataque a su persona.
Lo mismo ocurre con el reconocimiento reciente de que se tortura. Cuando el vicepresidente Dick Cheney, en noviembre de 2005, dijo que derrotar a los terroristas significaba que "tambi¨¦n tenemos que recurrir... digamos al lado oscuro... Gran parte de lo que hay que hacer tendr¨¢ que hacerse discretamente, sin ninguna discusi¨®n", deber¨ªamos haberle preguntado: "Si todo lo que quiere es torturar en secreto a unos presuntos terroristas, ?por qu¨¦ lo dice p¨²blicamente?".
?Qu¨¦ es lo que est¨¢ pasando en realidad? Algunos observadores perspicaces han hecho notar que, pese a la indignaci¨®n p¨²blica por el horror de los cr¨ªmenes de Mohammed, se ha o¨ªdo hablar muy poco sobre el destino que reservan nuestras sociedades a los peores criminales, el de ser juzgados y severamente castigados. Es como si, debido a la naturaleza de sus actos (y al tipo de tratamiento al que le han sometido las autoridades estadounidenses), a Mohammed no pudiera hac¨¦rsele lo que hacemos hasta con el m¨¢s despreciable asesino de ni?os. Como si la consecuencia de la designaci¨®n de "combatientes ilegales" fuera que la lucha contra ellos tambi¨¦n tiene que desarrollarse en una zona gris de la ley y con medios ilegales. Es decir, en la pr¨¢ctica, tenemos criminales "legales" e "ilegales": unos a los que hay que tratar con arreglo a los procedimientos legales (con abogados, etc¨¦tera) y otros que quedan al margen de la legalidad. ?Somos conscientes de que, ahora, el juicio y el castigo legal a Mohammed han perdido el sentido, porque ning¨²n tribunal que act¨²e dentro de nuestro sistema legal puede admitir las detenciones ilegales, las confesiones obtenidas bajo tortura ni otras cosas?
En un debate sobre los presos de Guant¨¢namo mantenido en la cadena NBC hace unos dos a?os, uno de los extra?os argumentos para defender que su status era aceptable desde el punto de vista ¨¦tico y legal fue que "son los que
no fueron alcanzados por las bombas": dado que eran el blanco de bombardeos estadounidenses y, por azar, hab¨ªan sobrevivido, y dado que esos bombardeos formaban parte de una operaci¨®n militar leg¨ªtima, no pod¨ªamos condenar su suerte despu¨¦s de que los apresaran en combate; fuera cual fuera su situaci¨®n, era mejor, menos grave, que si estuvieran muertos... Este razonamiento es m¨¢s significativo de lo que pretende: coloca al preso, casi de forma literal, en la posici¨®n de muerto viviente, aquellos que ya est¨¢n muertos, en cierto modo, y que son, por tanto, ejemplos de lo que el fil¨®sofo pol¨ªtico italiano Giorgio Agamben llama homo sacer, el hombre al que se puede matar impunemente porque, ante la ley, su vida ya no cuenta. Si los presos de Guant¨¢namo est¨¢n en el espacio "entre las dos muertes", ocupando la posici¨®n de homo sacer, legalmente muertos, las autoridades estadounidenses que les dan ese trato se encuentran asimismo en una situaci¨®n legal intermedia, la contrapartida al homo sacer: act¨²an como un poder legal pero sus actos ya no est¨¢n cubiertos ni limitados por la ley, operan en un espacio vac¨ªo sostenido por la ley pero no regulado por ella.
?Y qu¨¦ ocurre con el argumento "realista" de que la guerra contra el terrorismo es sucia, porque nos encontramos en situaciones en las que la vida de miles de personas depende de las informaciones que podamos arrancar a nuestros prisioneros? La consecuencia es que, como dice Alan Dershowitz, "no estoy a favor de la tortura, pero, si hay que tenerla, m¨¢s vale que se haga con la autorizaci¨®n de los jueces". Ahora bien, contra este tipo de "honradez", es preferible aferrarse a la supuesta "hipocres¨ªa". Puedo muy bien imaginarme que en una situaci¨®n concreta, enfrentado al consabido "preso que sabe algo" y que, con sus palabras, podr¨ªa salvar a miles, yo ser¨ªa capaz de recurrir a la tortura; ahora bien, incluso en ese caso (o, mejor dicho, precisamente en ese caso) es absolutamente fundamental no elevar esa decisi¨®n desesperada a la categor¨ªa de principio universal. En la urgencia inevitable y brutal del momento, tendr¨ªa que actuar, sin m¨¢s. S¨®lo de esa forma, con la incapacidad o la prohibici¨®n de transformar lo que tuviera que hacer en un principio universal, podr¨ªa conservar el sentimiento de culpa, la conciencia de que lo que hice es inadmisible.
En cierto sentido, quienes no defienden claramente la tortura pero la aceptan como tema leg¨ªtimo de debate son m¨¢s peligrosos que los que la apoyan de forma expl¨ªcita: el apoyo expl¨ªcito ser¨ªa un esc¨¢ndalo y, por tanto, se rechazar¨ªa, mientras que la mera inclusi¨®n de la tortura como asunto leg¨ªtimo nos permite coquetear con la idea y conservar una conciencia pura: "?Por supuesto que estoy contra la tortura, pero no hace da?o a nadie que hablemos de ella!". Esta legitimaci¨®n de la tortura como tema de debate altera el trasfondo de las suposiciones y opciones ideol¨®gicas de manera mucho m¨¢s dr¨¢stica que su defensa descarada, porque transforma todo el campo de discusi¨®n, mientras que, sin ese cambio, la defensa abierta sigue siendo una opini¨®n idiosincr¨¢sica.
La moralidad no es nunca una cuesti¨®n exclusiva de la conciencia individual; s¨®lo puede florecer si se apoya sobre lo que Hegel llamaba "el esp¨ªritu objetivo" o la "sustancia de las costumbres", la serie de normas no escritas que constituyen el trasfondo de la actividad de cada individuo y nos dicen lo que es aceptable y lo que es inaceptable. Por ejemplo, una se?al de progreso en nuestras sociedades es que no es necesario presentar argumentos contra la violaci¨®n: todo el mundo tiene claro que la violaci¨®n es algo malo, y todos sentimos que es excesivo incluso razonar en su contra. Si alguno pretendiera defender la legitimidad de la violaci¨®n, ser¨ªa triste que otro tuviera que argumentar en su contra; se descalificar¨ªa a s¨ª mismo. Y lo mismo deber¨ªa ocurrir con la tortura.
Por ese motivo, las mayores v¨ªctimas de la tortura reconocida p¨²blicamente somos todos nosotros, los ciudadanos a los que se nos informa. Aunque en nuestra mayor¨ªa sigamos oponi¨¦ndonos a ella, somos conscientes de que hemos perdido de forma irremediable una parte muy valiosa de nuestra identidad colectiva. Nos encontramos en medio de un proceso de corrupci¨®n moral: quienes est¨¢n en el poder est¨¢n tratando de romper una parte de nuestra columna vertebral ¨¦tica, sofocar y deshacer lo que es seguramente el mayor triunfo de la civilizaci¨®n: el desarrollo de nuestra sensibilidad moral espont¨¢nea.
En ning¨²n sitio se ve esto m¨¢s claramente que en un detalle significativo de la publicaci¨®n de las confesiones de Mohammed. Se nos ha contado que los agentes que torturaron se hab¨ªan prestado a sufrir la tabla de agua y que s¨®lo fueron capaces de aguantar de 10 a 15 segundos antes de estar dispuestos a confesar lo que fuera, mientras que tuvieron que admirar a Mohammed, muy a su pesar, porque aguant¨® dos minutos y medio, el tiempo m¨¢s largo que recordaban. ?Nos damos cuenta de que la ¨²ltima vez que se oyeron frases de este tipo en p¨²blico fue a finales de la Edad Media, cuando la tortura era a¨²n un espect¨¢culo p¨²blico, una forma honrosa de poner a prueba a un enemigo valioso capturado, que lograba ganarse la admiraci¨®n de la muchedumbre si sab¨ªa soportar el dolor con dignidad?
?Sabemos, entonces, lo que nos aguarda al final de este camino? En la quinta temporada de la serie 24, cuando se vio que el cerebro de la trama terrorista era nada menos que el presidente de Estados Unidos, muchos esper¨¢bamos a ver, ansiosos, si Jack Bauer utilizar¨ªa con ¨¦l -"el hombre m¨¢s poderoso de la Tierra", "el l¨ªder del mundo libre"- el m¨¦todo que aplica a los terroristas que no quieren divulgar un secreto que podr¨ªa salvar miles de vidas. ?Torturar¨ªa al presidente? Por suerte, los autores no se arriesgaron a dar ese paso redentor. Pero nuestra imaginaci¨®n puede volar todav¨ªa m¨¢s lejos y hacer una peque?a propuesta, al estilo de Jonathan Swift: ?y si el procedimiento para elegir a los candidatos a la presidencia de EE UU incluyera, entre otras cosas, la tortura p¨²blica del candidato? ?Por ejemplo, una sesi¨®n de tabla de agua en el c¨¦sped de la Casa Blanca, transmitida en directo a millones de espectadores? S¨®lo se clasificar¨ªan para optar al cargo de l¨ªder del mundo libre los que pudieran durar m¨¢s de los dos minutos y medio de Mohammed...
Slavoj Zizek es fil¨®sofo esloveno y autor, entre otros libros, de Irak. La tetera prestada. Traducci¨®n de M. L. Rodr¨ªguez Tapia.
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