Una autobiograf¨ªa pintada
En Ana?s Nin, por ejemplo, el yo revela un narcisismo exagerado, un deseo permanente de teatralidad, de exhibici¨®n; en cambio, el autorretrato en Frida revela una ¨ªntima necesidad de reconocerse desde afuera. Me detengo: un diario es siempre una indagaci¨®n: Nin materializa sus deseos y eterniza sus memorias, y en ellas es el centro; Frida es reiterativa y su acci¨®n pict¨®rica es literal: su caballete y sus pinceles est¨¢n situados enfrente del espejo y es as¨ª como ella pinta. La luminosidad del ambiente se revierte en el cristal de la mirada y la mirada se fija, curiosa, extenuada, en ese espejo que le devuelve un rostro. Rostro particular, rostro enmarcado por una masa capilar, se extiende y ramifica para decorar las zonas que hubiesen debido permanecer desnudas. El bigote, inusitado en una mujer -o por lo menos depilado en las que lo tienen-, brota perfecto, m¨¢s perfecto a¨²n por la complacencia con que Frida lo coloca, pelo a pelo, sobre el labio superior en convivencia est¨¦tica y arm¨®nica con el cabello: crece sobre los ojos y se desliza hasta formar una l¨ªnea continua sobre la nariz. As¨ª, trenzas, bozo y cejas forman un todo continuo, un todo continuo que animaliza y embellece, y la prueba de ello es la cercan¨ªa de Frida, embelesada, con esos changuitos que como su rostro pululan en torno a ella, repiti¨¦ndola, espej¨¢ndola. La proliferaci¨®n de vegetaci¨®n tropical en el fondo de sus cuadros, aun en aquellos que pudieran ser m¨¢s sobrios, como el de la abuela Morillo, es la consecuencia directa de esta exageraci¨®n. En sus obras hay una gestaci¨®n y una fertilidad constantes, proliferan los frutos, el cabello, el color y los autorretratos.
La proliferaci¨®n selv¨¢tica en Frida es maternidad que no se dio en su vida y se da en los cuadros
Para ella la maternidad es fundamental. Perogrullada. Pero la maternidad falla porque el cuerpo est¨¢ destrozado, perforado, da?ado para siempre y la maternidad se aborta (1932, Detroit). La sangre, producto inmediato de cualquier maternidad, es aqu¨ª solamente asesina. Es la sangre cuando mana de los agujeritos m¨²ltiples de la mujer muerta en la cama y ostenta en su cuerpo "unos cuantos piquetitos"; es la mujer cuyo torso es un cuerpo mutilado pero gestador de excrecencias: se multiplican y pasan a formar parte del fondo como paisaje y como materia pl¨¢stica perfecta. La proliferaci¨®n selv¨¢tica en Frida es la maternidad que no se dio en la vida y se da en los cuadros, ramific¨¢ndose en los ¨¢rboles, en los frutos, en la cara, en forma de vellosidades m¨²ltiples, como en el cuadro de 1932, La frontera: ella lo es, es frontera, vestida de rosa porfiriano con su infaltable collar sangriento, su mano derecha lleva un cigarro encendido y sirve de l¨ªmite entre los dos pa¨ªses, las dos naturalezas; en una, rascacielos, f¨¢bricas, m¨¢quinas, en su mano izquierda una banderita mexicana de juguete -16 de septiembre, mes de la patria- se?ala la naturaleza feraz y un paisaje en ruinas, con pir¨¢mides, piedras, plantas desbordadas, un ¨ªdolo femenino con el sexo tajado, ?qu¨¦ otra cosa podr¨ªa ser un sexo femenino? Si no, que le pregunten a Octavio Paz.
El mismo traje, ese traje encubridor de los defectos, de los cors¨¦s; el traje, producto de un folclorismo que puede parecer provocado y artificial, para m¨ª, la prenda necesaria y definitiva de esa proliferaci¨®n. ?C¨®mo enmarcar la abundancia y la proliferaci¨®n? S¨®lo pueden ser un marco adecuado los encajes, los holanes, los listones enredados entre las trenzas y convertidos en cabellos; los bordados que se multiplican, a menudo, con ingenuidad; las flores y los frutos determinan el entorno, ese entorno jam¨¢s vac¨ªo.
Y sobre los trajes de tehuana puede gestarse una reflexi¨®n. Reflexi¨®n coloreada y pulcra: la tehuana es quiz¨¢ la mujer m¨¢s definida de todas las mujeres mexicanas. Lola Olmedo aparece, maravillosa, pintada por Diego Rivera, en un cuadro donde su rostro, sus pies y sus manos son frutos, y el trasfondo la duplica o la multiplica porque el traje de tehuana le otorga una carnalidad perfumada y caliente, propia de esa tierra donde las mujeres portan una vestimenta, las hace a la vez santas (por el halo que irradia el tocado) y lascivas (por la estent¨®rea carnalidad con que el atuendo las realza). Un traje de tehuana me recuerda a una pi?a, y me la recuerda s¨®lo cuando veo los cuadros de Frida. La pulpa, la carnosidad frutal son especiales. En esa carnosidad no existe la sangre; en cambio, en la carnalidad femenina la sangre prolifera e inunda el cuadro, incontenible.
Frida Kahlo se observa, y de su mirada poblada surge el pincel (hecho de pelos de sus cejas) definiendo un yo que nunca acaba de asirse cabalmente, y por lo mismo recomienza sin cesar ante nuestros ojos (y los suyos). Un autorretrato de 1933, mucho m¨¢s sobrio, muestra una Frida reflexiva, pintada al ¨®leo sobre una l¨¢mina (consejo de Diego Rivera), casi desnuda de atav¨ªos, un collar de cuentas prehisp¨¢nicas de jade -redondas e irregulares, color gris burgu¨¦s- sobre el cuello delicado, amarillento, dejando un espacio razonable entre el escote y el encaje blanco que lo adorna. La mirada pl¨¢cida, la boca muy bien delineada y el bozo delgadito, tenue; las mejillas coloreadas, los ojos serenos y la ceja unida, cayendo inoportuna sobre la nariz de alas anchas. El pelo alisado, con raya en medio y un cord¨®n de lana gris, rodea su cabeza, rematando esa apariencia de ni?a buena, un poco triste. S¨®lo una oreja, de l¨ªmpido trazo, coronada por una pelusilla sedosa y oscura, parece evocar la sensualidad reprimida.
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