Lecturas de verano
Siempre he sentido curiosidad por las anotaciones a l¨¢piz que la gente escribe en los m¨¢rgenes de los libros. Dice Alberto Manguel que esa es una de las marcas inconfundibles del lector de casta. Para ese gesto tan primordial como in¨²til hace falta cierta dosis de romanticismo y por supuesto, enamorarse de al menos uno de los personajes del libro. Hace algunos a?os durante unas vacaciones en la ciudad irlandesa de Galway, descubr¨ª en la mesa polvorienta de un rastrillo callejero una edici¨®n en castellano de Las Palmeras salvajes, de Faulkner. Era un libro de bolsillo de tercera o cuarta mano, con un paisaje vagamente sure?o en la portada. Cualquiera que haya le¨ªdo esa novela se acordar¨¢ de la profundidad amarilla de la mirada de Charlotte, una mujer extra?a, de pelo negro y pantalones de brin, que se pasaba las horas en un sill¨®n de playa, mirando el agua. El ¨²nico atisbo de vida en su rostro era el distra¨ªdo fulgor de odio en sus ojos duros y amarillos. El amarillo es sin duda el color de la novela, una tonalidad casi fosforescente que reverberaba en la superficie del pantano. Me gusta el agua -dice Charlotte en un momento de sinceridad- es un lugar para morir. Suficiente misterio para intrigar a cualquiera, pensar¨¢n ustedes. Y, m¨¢s a¨²n, para un lector que espera encontrar oculta entre las p¨¢ginas del libro alguna clave para su propia vida.
Stendhal dec¨ªa que ¨¦l escrib¨ªa para apenas unos cuantos lectores, no m¨¢s de cien, seres infelices, amables y pr¨®ximos, pero nunca morales. Entre escritores y lectores llega a establecerse una de las relaciones humanas m¨¢s delicadas y secretas que existen, porque a trav¨¦s de un libro se pueden decir cosas que de otro modo uno jam¨¢s se atrever¨ªa a confesar. No ser¨¦ yo quien desvele la intimidad de aquel lector faulkneriano que pas¨® por Galway antes que yo y que, por alguna raz¨®n, decidi¨® deshacerse de su biblioteca. Baste decir que el libro lleg¨® a mis manos cargado con el aura de sus pensamientos escritos apretadamente en los m¨¢rgenes. Le¨ª la novela y las anotaciones al mismo tiempo, a solas, en una caba?a de campo irlandesa con relinchos de caballos en los prados vecinos y ladridos lejanos, sobrecogida no s¨®lo por la historia de Faulkner, sino, m¨¢s a¨²n, por las palabras de aquel lector desconocido que ahora, de camino de otra ciudad, rebotan en mi memoria.
Siempre asocio las lecturas con los viajes y no concibo unas vacaciones que no vayan acompa?adas de alg¨²n libro. Por mi equipaje de verano han pasado desde la aventuras de los Hollister a las grandes sagas del Misisipi. Pero en todas las edades he sentido que abrir un libro al azar es descubrir que hasta en la m¨¢s invisible de sus l¨ªneas hab¨ªa un c¨®digo secreto que me estaba destinado. Los lectores como los escritores somos a veces personas hura?as que aspiramos a crear mundos aparte para sobrevivir.
En estas fechas en que la pulsi¨®n gregaria fermenta sobre las carreteras atestadas de tr¨¢fico, la lectura parece estar proscrita como destino, sin embargo, todav¨ªa queda una tribu de irreductibles. Mientras meto algunas novelas en la maleta pienso que en realidad el escritor es la persona con quien el lector querr¨ªa pasar las vacaciones, a solas, con una copa, mirando el mar tendido frente al hotel en una medianoche extranjera.
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