Tiempos de Bergman
En la universalidad de una obra de arte siempre hay un cierto grado de malentendido. Nos gusta pensar que una gran pel¨ªcula contiene tanta riqueza que pueden significar cosas muy distintas seg¨²n las ¨¦pocas o los pa¨ªses, incluso seg¨²n cada persona que se acerca a ella, pero es posible tambi¨¦n que esa variedad de significados refleje sobre todo no la hondura o la ambig¨¹edad de la pel¨ªcula misma, sino la mirada y el mundo propios del espectador. Pienso en esto al observar el ¨¦xito de Woody Allen en Espa?a, o al acordarme del fervor con que muchos aficionados de mi generaci¨®n asist¨ªamos a las pel¨ªculas de Bergman en los primeros a?os setenta. Salvo en los pantalones de pana, las camisas a cuadros y las chaquetas sport, Woody Allen no se parece nada, ni en sus ideas ni en su forma de vida, a los ya canosos progres espa?oles que tanto se identifican con ¨¦l. ?Y qu¨¦ pod¨ªa tener en com¨²n el universo n¨®rdico, socialdem¨®crata y sexualmente avanzado de Bergman con aquella Espa?a en la que sus pel¨ªculas se hab¨ªan convertido en una especie de bandera cultural y existencial para muchos de nosotros?
Las pel¨ªculas del director sueco conten¨ªan el misterio de lo casi prohibido
Cuando yo vine a Madrid, en los finales grises de la dictadura, las pel¨ªculas de Bergman se ve¨ªan en los cines de arte y ensayo y en la Filmoteca Nacional de la calle Infantas. Conten¨ªan el misterio de lo casi prohibido, la promesa de una experiencia intelectual certificada por las voces en versi¨®n original y los subt¨ªtulos. Pero alg¨²n tiempo antes, todav¨ªa en mi provincia natal, yo hab¨ªa descubierto a Bergman en un ambiente a¨²n m¨¢s enrarecido, el de los cineclubs de inspiraci¨®n eclesi¨¢stica, en los que la proyecci¨®n de una pel¨ªcula ten¨ªa ya algo de ceremonia religiosa, entre cen¨¢culo de Iglesia primitiva y teolog¨ªa moderna, de existencialismo cat¨®lico. Antes de que se apagaran las luces, un cura joven hac¨ªa una breve introducci¨®n, y cuando volv¨ªan a encenderse se pon¨ªa delante de la pantalla en blanco y nos animaba, frot¨¢ndose las manos, a participar en la discusi¨®n sobre su contenido, en lo que se llamaba "cine-forum". Recuerdo tres noches sucesivas, en el cineclub de los jesuitas de ?beda, en las que vi por primera vez, con diecisiete a?os, El s¨¦ptimo sello, Fresas salvajes y El manantial de la doncella. Su impacto visual alimentaba la vocaci¨®n de profundidades existenciales de la adolescencia, quiz¨¢s exagerada por la vida de provincia y el confuso despertar de la conciencia pol¨ªtica. De pronto hab¨ªa pel¨ªculas a las que uno no iba simplemente para entretenerse: pel¨ªculas que ten¨ªan un director cuyo esp¨ªritu -atormentado, seg¨²n el sacerdote cin¨¦filo- se reflejaba en ellas; pel¨ªculas con un mensaje que hab¨ªa que descifrar, que requer¨ªan una ex¨¦gesis parecida a la que se hac¨ªa de los pasajes evang¨¦licos. Intu¨ªa uno que comprender a Bergman le daba una altura de la que hasta entonces hab¨ªa carecido, una sustancia quiz¨¢s sombr¨ªa, pero tambi¨¦n halagadora.
Hasta entonces las pel¨ªculas hab¨ªan sido un entretenimiento glorioso, la alegr¨ªa en tecnicolor de los cines al aire libre en las noches de verano, el consuelo y el refugio de los domingos invernales, la posibilidad de una aventura en la que de un modo u otro nunca faltaba el erotismo. Bergman era otra cosa. A Bergman no se le ve¨ªa en los cines comerciales, sino en aquellas rec¨®nditas salas eclesi¨¢sticas, catacumbas de una iniciaci¨®n intelectual que era ya un anticipo de lo que uno encontrar¨ªa cuando se marchara a Madrid. Una pel¨ªcula de Bergman era un galard¨®n, una contrase?a, como llevar bajo el brazo un libro de Kafka o de Miguel Hern¨¢ndez o un ejemplar de Informaciones o de Triunfo; como dejarse barba; como escuchar a Llu¨ªs Llach o a Paco Ib¨¢?ez.
?Qu¨¦ ten¨ªa todo aquello que ver con el mundo de Ingmar Bergman, con lo que suced¨ªa en sus pel¨ªculas, con lo que hablaban o callaban sus personajes? ?Ser¨ªa Bergman tan pedante como esos espectadores que pod¨ªan disertar y discutir durante horas sobre el significado de cada detalle en cada pel¨ªcula? ?Era de verdad un creyente atormentado, seg¨²n aseguraban los especialistas con sotana? Por mucho empe?o que pusi¨¦ramos, nuestro paisaje er¨®tico y moral estaba m¨¢s cerca de No desear¨¢s al vecino del quinto que de las tortuosas sutilezas emocionales de Escenas de un matrimonio. Los personajes de Bergman parec¨ªan agobiados por el vac¨ªo y el tedio de quien ha explorado todas las posibilidades de la libertad: para nosotros la libertad era en gran medida un espejismo del futuro.
La fe linda siempre con la apostas¨ªa: lleg¨® el momento de abjurar de Bergman, igual que hab¨ªa llegado el de venerarlo. Si hab¨ªamos cre¨ªdo hacernos adultos pasando de La muerte ten¨ªa un precio a El s¨¦ptimo sello, las veleidades de la cinefilia nos llevar¨ªan luego a redescubrir a Sergio Leone y a Clint Eastwood ironizando sobre la pesada solemnidad de nuestro antiguo h¨¦roe sueco. Si ahora hab¨ªa que vindicar a la Ingrid Bergman intemporalmente joven de Casablanca y Encadenados, ?qui¨¦n pod¨ªa tolerar el modo en que el s¨¢dico Bergman la retrataba en su vejez en Sonata de oto?o? No ir a las pel¨ªculas de Bergman se convirti¨® en una forma de pedanter¨ªa muy parecida a la de no perderse una. Quiz¨¢s ahora va siendo tiempo de volver a verlas, sin los prejuicios del pasado, sin los malentendidos de la edad y la ¨¦poca. Quiz¨¢s ahora nos parecemos m¨¢s a los personajes de Bergman...
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