Colombia: apuntes de viaje
Marzo, 2007
Vuelo de nuevo a Colombia, al cabo de unos pocos meses. La otra vez, en octubre, Medell¨ªn era un nombre alarmante y una ciudad desconocida. Ahora me parece que voy a encontrarme con viejos amigos. El avi¨®n sali¨® de Nueva York a las siete de la ma?ana, todav¨ªa de noche. Hace un rato el piloto ha avisado por el altavoz de que est¨¢bamos sobrevolando Cuba. Con una inesperada emoci¨®n he mirado por la ventanilla: entre las nubes, en medio del mar que brilla al sol como una l¨¢mina de metal, una extensi¨®n plana, verde oscuro, terroso, sin ¨¢rboles. En un minuto ha desaparecido.
Antes de aterrizar en Medell¨ªn se ve un paisaje de una fertilidad cautivadora: bosques, praderas, serran¨ªas verdes, de un verde tan resplandeciente que deslumbra.
El mar de pronto, el Caribe, brav¨ªo y gris, no tranquilo y azul como en las postales. Las murallas imponentes, y el prodigio de la ciudad antigua
Garc¨ªa M¨¢rquez es el modelo napole¨®nico del escritor latinoamericano; el que domina la literatura y casi la vida p¨²blica de un pa¨ªs entero
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En Medell¨ªn el clima, el verde de la vegetaci¨®n, la cordialidad de la gente, la belleza de las mujeres, la dulzura del acento, son incomparables. Lo dem¨¢s, palabrer¨ªa y actos oficiales en los que uno act¨²a de comparsa. El Rey de Espa?a, presidentes, acad¨¦micos, coches blindados, cortejos de motos con sirenas. Todo muy hisp¨¢nico, muy protocolario, muy ineficiente. Demasiadas palabras y pocos actos verdaderos, y los actos perdidos en el mareo de las palabras.
Cartagena de Indias. Se baja uno del avi¨®n y en seguida lo envuelve la humedad del tr¨®pico, la dulzura densa del aire. Casas bajas pintadas de colores vivos, nada m¨¢s salir del aeropuerto. El mar de pronto, el Caribe, brav¨ªo y gris, no tranquilo y azul como en las postales. Mucha gente en la playa, toldos de pl¨¢stico batidos por el viento. Las murallas imponentes, y luego el prodigio de la ciudad antigua, una C¨¢diz m¨¢s luminosa, m¨¢s limpia, de colores m¨¢s intensos. El hotel es el antiguo convento de Santa Clara: un enorme patio andaluz, con vegetaci¨®n feraz del tr¨®pico y aleteos y cantos agudos de p¨¢jaros. La belleza de las mujeres corta el aliento. Me encuentro nada m¨¢s llegar con uno de los muchos potentados culturales que vienen al Congreso de la Lengua y se apresura a informarme: "Acabo de comer con el Gabo". No hay muchas personas estos d¨ªas, aparte de m¨ª, que dejen de usar ese diminutivo. Llamar Garc¨ªa M¨¢rquez a Garc¨ªa M¨¢rquez se ve que es lo ¨²ltimo.
Al anochecer la humedad del aire se adensa en una lluvia delicada y silenciosa, como una gasa tenue que se ve en la luz de las farolas, pero que no parece que lo moje a uno. La maravilla de los zumos, los jugos, como dicen aqu¨ª, con una palabra mucho m¨¢s sabrosa: la limonada de coco, el jugo de tamarindo, el de mora. Mientras bebo una limonada de coco en el patio del hotel un tuc¨¢n baja volando de una palmera y se posa encima de la mesa, picoteando entre las copas y sin asustarse de m¨ª.
Esta ma?ana, en el Congreso de la Lengua, la canonizaci¨®n, la apoteosis, el embalsamamiento en vida de Garc¨ªa M¨¢rquez. Un hombre, visto de cerca, bastante ajeno a todo, aunque complacido de la pompa. Una borrasca, un tif¨®n de discursos, un hurac¨¢n tropical de palabras, de multitudes aplaudiendo y poni¨¦ndose en pie. Parec¨ªa un congreso de un partido comunista del Este de Europa en los a?os sesenta o setenta, del Partido Comunista rumano, para ser m¨¢s precisos. Se ve que las personas necesitan eminencias, proc¨®nsules, genios a los que adorar. Garc¨ªa M¨¢rquez es el modelo napole¨®nico del escritor latinoamericano; el que domina por s¨ª solo la literatura y casi la vida p¨²blica de un pa¨ªs entero: Neruda, Asturias, Carpentier, Paz, Jorge Amado. Yo creo que en quien se reconoce de verdad Garc¨ªa M¨¢rquez es en Fidel Castro. Fidel, como dice tanta gente. Gabo, Fidel, todos amigos. Le atraen los dictadores en declive: el de El oto?o del patriarca, que es una profec¨ªa extraordinaria de la vejez de Castro, Bol¨ªvar en El general en su laberinto.
Caminatas por Cartagena, desorient¨¢ndome en la cuadr¨ªcula de sus calles, llenas de gente que pasea y charla y vende cosas en las aceras y se queda mirando amigablemente al que pasa. Hay una mezcla de monumentalidad gastada por la intemperie y vida popular que recuerda algunos barrios de Roma o de N¨¢poles. Y cuando se sale del c¨ªrculo de las murallas aparece otra ciudad, m¨¢s ca¨®tica, m¨¢s ruidosa, pero tambi¨¦n llena de vida, con atascos de tr¨¢fico, con puestos de comida callejera que despiden un humo sabroso, con mujeres negras que llevan majestuosamente sobre la cabeza canastos de frutas, como si caminaran por una carretera de ?frica. Un espa?ol vigoroso se apodera de las palabras inglesas y las convierte en caribe?as: "chanceros" son los vendedores de loter¨ªa ilegal; las casas de comidas baratas se llaman "loncher¨ªas". Una ciudad que no se comprende camin¨¢ndola para m¨ª es indescifrable: M¨¦xico, Los ?ngeles.
Se supon¨ªa que iba a participar hoy en una mesa redonda bajo el refinado t¨ªtulo La biblioteca personal, ?una reliquia del pasado? Me llevan en un microb¨²s en el que van tambi¨¦n Ana Gav¨ªn, Andr¨¦s Trapiello, Gioconda Belli y el escritor venezolano Eloy Yag¨¹e. Yo imaginaba, por el t¨ªtulo, un recinto universitario, un p¨²blico algo rancio. Pero el microb¨²s empieza a viajar y salimos de la ciudad, por descampados ¨¢ridos y paisajes industriales, y luego por un terrible camino de tierra, entre chabolas y casas en ruinas, ¨¢rboles secos, zanjas, todo cubierto por un polvo gris, como si hubiera cerca una f¨¢brica de cemento. La hay. Talleres muy pobres, puestos miserables de comida a los lados del camino, perros vagabundos, alg¨²n burro muy flaco bajo una carga enorme. En medio de tanta desolaci¨®n, alg¨²n r¨®tulo pintado a mano con esmero en colores muy vivos sobre la cal de una pared: "Confecciones y modas", "Tienda". Nuestro destino resulta ser un colegio de ni?os pobres, casi todos negros o muy morenos, y una monja nos conduce al lugar de nuestra charla: una cancha enorme de deportes, protegida del sol por un toldo. Los ni?os a los que debemos hablarles de La biblioteca personal, ?una reliquia del pasado?, y que probablemente no habr¨¢n visto jam¨¢s una biblioteca, ni personal ni de otro tipo, se sientan en la lejan¨ªa de las gradas, mientras a nosotros nos sit¨²an sobre un estrado en un extremo de la cancha. Trapiello y yo nos miramos con consternaci¨®n: todos procuramos salir de la situaci¨®n dignamente. Los ni?os tienen una educaci¨®n magn¨ªfica y el aire de inocencia y seriedad que ten¨ªamos los ni?os antiguos espa?oles. Sus caras limpias, sus miradas tan nobles, sus uniformes impolutos, son lo ¨²nico no cubierto por el polvo de la f¨¢brica de cemento ni manchado por la miseria de estos parajes desolados, en los que las monjas se ocupan heroicamente de darles una instrucci¨®n que les mejore el porvenir. Le pregunto a una negrita de nueve a?os c¨®mo se llama: "Mileidys", me dice, ense?¨¢ndome el nombre escrito en su cuaderno. C¨®mo ser¨¢ la vida de la pobre Mileidys, o la de esa otra que asegura llamarse Leidid¨ª. Nos marchamos en el microb¨²s dejando una estela de polvo y nos dicen adi¨®s con las manos, volviendo a sus viviendas de desecho, con sus caras radiantes y sus calcetines blancos, los ni?os con flequillo y pelo corto, las ni?as con trenzas y lacitos en los rizos africanos.
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