El debate en TV es un deber
Los comentarios en torno a los debates electorales en TV entre los candidatos de los dos grandes partidos de ¨¢mbito estatal a la presidencia del Gobierno no se refieren ¨²nicamente a los detalles t¨¦cnicos de esos eventuales enfrentamientos dial¨¦cticos: n¨²mero, contenidos, duraci¨®n, decorados, empresas emisoras, etc. La pol¨¦mica tambi¨¦n se ocupa de la b¨²squeda de las motivaciones de los pol¨ªticos para intervenir en el desaf¨ªo: ?como si su participaci¨®n no fuese un deber impuesto por los usos -tan vinculantes como las leyes- del sistema democr¨¢tico sino un supuesto derecho graciosamente ejercido a voluntad de parte!
Porque los debates televisivos son en nuestros d¨ªas -antes de que los avances tecnol¨®gicos terminen convirti¨¦ndolos en una antigualla- el arco de b¨®veda de las campa?as electorales en los sistemas democr¨¢ticos. Desde los c¨¦lebres cara a cara de 1960 entre Kennedy y Nixon, la obligatoriedad pol¨ªtica de esos enfrentamientos medi¨¢ticos resulta obvia: no s¨®lo para los reg¨ªmenes presidencialistas como Estados Unidos y Francia, donde ser¨ªa inimaginable su ausencia, sino tambi¨¦n para los sistemas parlamentarios. En Espa?a, las elecciones al Congreso -PSOE y PP se reparten casi el 90% de los esca?os- ofrecen un perfil de bipartidismo imperfecto propio de los reg¨ªmenes de canciller: desde 1977 el presidente del Gobierno investido por los diputados ha pertenecido a uno de los dos grandes partidos del hemiciclo. Aunque los cabezas de lista de los restantes grupos parlamentarios -en su abrumadora mayor¨ªa nacionalistas o regionalistas- representados en la C¨¢mara baja protesten por su discriminaci¨®n, las discusiones televisivas entre una docena de interlocutores ser¨ªan un galimat¨ªas incomprensible.
Los debates de 1993 entre los candidatos del PSOE y del PP transmitidos por dos televisiones privadas -los socialistas pusieron fin al monopolio de RTVE en 1990- inauguraron esa pr¨¢ctica en Espa?a: el presidente Gonz¨¢lez dio su oportunidad al aspirante Aznar en horas de m¨¢xima audiencia. Todo el mundo dio por supuesto que ese precedente vinculaba a los dos partidos con un leal compromiso de reciprocidad para el futuro. Craso error. Aznar se neg¨® medrosamente a repetir la experiencia en 1996 (como aspirante frente a Gonz¨¢lez) y en 2000 (como presidente frente a Almunia) al considerar que ya ten¨ªa ganada la batalla. Tambi¨¦n Rajoy incumpli¨® en 2004 ese acuerdo t¨¢citamente suscrito once a?os antes: en el pecado llev¨® la penitencia porque la espantada ante Zapatero contribuy¨® probablemente a su derrota.
El rechazo del PP a los debates televisivos en las tres convocatorias previas para no arriesgar una victoria segura contrasta con su desenvoltura anterior y posterior para exigirlos imperiosamente en 1993 y 2004. Desconcertados ante el buen talante mostrado por Zapatero al aceptar el desaf¨ªo de Rajoy, los cr¨ªticos m¨¢s f¨®bicos del presidente del Gobierno han proyectado sus propias motivaciones sobre esa decisi¨®n. Como homenaje tal vez al c¨ªnico diagn¨®stico realizado hace cuatro a?os por la ministra de Educaci¨®n de Aznar, que atribuy¨® la derrota del PP el 14-M a la censurable anomal¨ªa de que hubiese acudido a las urnas demasiada gente, algunos expertos atribuyen a Zapatero el oscuro prop¨®sito de recurrir a los debates electorales en TV para objetivos tan democr¨¢ticos como combatir la abstenci¨®n y promover la participaci¨®n.
En t¨¦rminos de las garant¨ªas en los colegios y de la veracidad global de los resultados, las elecciones espa?olas aguantan la comparaci¨®n con las viejas democracias. Aunque la judicializaci¨®n de los comicios y la vigilancia de los interventores de los partidos hayan puesto coto a los abusos ministeriales y caciquiles m¨¢s groseros de la Restauraci¨®n (como la rotura o sustituci¨®n de urnas, la falsificaci¨®n de las actas o el voto de los muertos), todav¨ªa existen, sin duda, espacios para la picaresca electoral que deben ser vigilados: sirvan de ejemplo la manipulaci¨®n del censo de los emigrantes, las intimidaciones en el Pa¨ªs Vasco, los fraudes en el sufragio por correo y los procedimientos para superar los topes m¨¢ximos de gasto permitidos en las campa?as. Ning¨²n partido sorprendido en ese tipo de irregularidades reconocer¨¢ sus culpas pero tampoco renunciar¨¢ a tirar piedras contra otros pecadores mientras oculta sus faltas a los tribunales.
En cualquier caso la arbitrariedad y el descaro que han gobernado hasta ahora la celebraci¨®n de los cara a cara televisivos entre los candidatos a ocupar la presidencia del Gobierno marcan distancias casi siderales con Estados Unidos y otros pa¨ªses europeos. La reducci¨®n instrumentalizadora de esos debates electorales -exigidos o rechazados por los partidos seg¨²n les convenga o les perjudique a la vista de los sondeos- es una imperdonable manifestaci¨®n de ventajismo que atenta gravemente contra las reglas de juego, la igualdad de oportunidades y el comportamiento limpio, fundamento mismo del sistema democr¨¢tico.
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