Nin¨ª, o el pasado perfecto
Cuento de hadas en el que un bello conde paga con sangre la riesgosa y tentadora ceremonia de detener el tiempo
El joven conde Nissim de Camondo, apodado Nin¨ª, tuvo en Par¨ªs un palacio espl¨¦ndido que qued¨® detenido en el tiempo, como el de la Bella Durmiente, y que flota para siempre en la lenta combusti¨®n de oro viejo de sus muebles principescos; en las sombras de las alhe?as de China, los arces y los ciruelos que el viento mece al otro lado de los ventanales; en el bouquet del montrachet-compte-lafon 1929, o del chateau-margaux 1878, que a la cena fueron vertidos en la cristaler¨ªa del gran comedor. Todo lo que hay all¨ª permanece vivo e intacto, como si el due?o hubiera salido hace unas horas para regresar en cualquier momento. Y sin embargo, el lugar est¨¢ deshabitado desde hace un siglo.
La ¨²nica fiesta posible para este hombre agobiado por la incertidumbre es la llegada de las cartas que el hijo le env¨ªa desde el frente y que ¨¦l besa con fervor
Congelar el pasado s¨®lo se logra mediante una cierta ceremonia, y esa ceremonia es cruenta. Consiste en un golpe filoso, n¨ªtido y brutal que corta en seco el paso de las horas, cauteriz¨¢ndolas contra el desangre. Tal cosa le sucede a Nin¨ª, el bendecido heredero del poderoso clan de los Camondo, de Estambul, varones de gran turbante y ojos fieros, llamados los Rothschild de Oriente por ser fundadores y due?os del mayor banco del imperio otomano, y de quienes Nin¨ª hereda la estampa, la mirada profunda y la capacidad de acci¨®n. Estos recios rasgos familiares no se cumplen, sin embargo, en su padre, Mo?se Camondo, un bon vivant regordete y papujo, deliberadamente afrancesado, que se instala con pompa en Par¨ªs y que de su natal Estambul s¨®lo conserva el gusto por el caviar seco y ahumado, de sabor muy fuerte, que manda traer de all¨¢ cada semana. Lejos de preocuparse por aumentar el patrimonio familiar, Mo?se se dedica a gastarlo magn¨ªficamente, d¨¢ndole rienda suelta a su pasatiempo principal, la transformaci¨®n de una vieja propiedad que ha heredado en el parque Monceau en un palacete a imagen y semejanza del Petit Trianon de Versalles. Un contempor¨¢neo suyo, Marcel Proust, siempre deslumbrado por ese tipo de cosas, afirma que "hay que ser enormemente rico para poder mirar las copas de los ¨¢rboles del parque Monceau a trav¨¦s de la ventana de la propia casa". Pero las copas de tales ¨¢rboles son apenas uno de los innumerables lujos que Mo?se se permite, junto con los relojes, los bar¨®metros, las escenas pastoriles, los candelabros, los ¨®leos de caza, las chaise longues, los gobelinos y los paisajes venecianos que componen su fastuosa colecci¨®n de arte del siglo XVIII, pagada a precios exorbitantes porque proviene directamente de la corte de los Luises.
En realidad, nada invita a sentir simpat¨ªa por este Mo?se, heredero dado al ocio: ni su vida regalada, ni su fiebre de coleccionista, ni esa inclinaci¨®n a gastar a manos llenas que no se compagina con su aversi¨®n por los negocios. Nada en ¨¦l es del todo admirable, salvo su amor infinito por su hijo, en quien pone toda su complacencia. Personalmente se ocupa de que Nin¨ª reciba una educaci¨®n propia de pr¨ªncipes, y si construye aquella mansi¨®n versallesca, lo hace ante todo para propiciarle al muchacho un entorno so?ado.
Es cosa sabida que el relumbre del oro ciega. Si les sucede a los reyes, que viven a todo timbal en sus palacios, dej¨¢ndose arrastrar por la real molicie como si a la vuelta de la esquina la revoluci¨®n con su guillotina no los estuviera esperando, por qu¨¦ no habr¨ªa de ocurrirle otro tanto a su ¨¦mulo, Mo?se de Camondo, quien construye una ilusi¨®n de para¨ªso sin tener en cuenta que la Primera Guerra Mundial le est¨¢ pisando los talones. Se lo hace sentir Nin¨ª, ya convertido en un joven de 22 a?os, cuando con un emocionado abrazo de despedida le anuncia que parte a defender Francia en el frente de batalla.
Cualquier atisbo de vida mundana queda erradicado del palacio Camondo. Se cierran los salones y se clausura el gran comedor, y el padre, a quien devora la angustia, cena solo en sus aposentos. Inapetente, no querr¨¢ que le sirvan, como en otros tiempos, entrada de melons glac¨¦s, filetes de sol murat, faraonas escalfadas al estrag¨®n, granizados de cereza. De su vajilla Buffon, manufacturada en S¨ºvres y denominada La historia natural de los p¨¢jaros porque trae pintada a mano un ave diferente en cada una de sus 1.015 piezas, s¨®lo se utilizan ahora su propio plato y su triste taza. La ¨²nica fiesta posible para este hombre agobiado por la incertidumbre es la llegada de las cartas que el hijo le env¨ªa desde el frente y que ¨¦l besa con fervor, lee una y mil veces, copia a m¨¢quina a?adi¨¦ndoles al margen sus propios comentarios y aclaraciones, y hace circular entre sus allegados. Se trata de cartas espont¨¢neas, conmovedoramente cari?osas, en las cuales el soldado Nissim se expresa como el ni?o que en el fondo sigue siendo, "mi muy querido pap¨¢, me he portado muy bien, puedes estar orgulloso". Pero al mismo tiempo son, a todas luces, las cartas de un combatiente lleno de entusiasmo por la acci¨®n, de pasi¨®n por la aventura, de euforia patri¨®tica, de decisi¨®n de sobresalir como hombre de armas y de probarse en serio frente al enemigo. "Mi querido pap¨¢, no temas, te abraza tiernamente, Nin¨ª", dice una de esas notas, pero el padre s¨ª que teme, y env¨ªa al frente medias de lana, pat¨¦s, mermeladas y conservas, botas de cuero, Galoises, cualquier cosa que alivie a su v¨¢stago del hambre, del fr¨ªo, del miedo; cualquier cosa que le haga saber que su padre no tiene vida que no sea velar por ¨¦l y esperar su regreso. "Mi pobre peque?o", le escribe Mo?se, "hace ya tantos meses que no nos vemos, y si el tiempo te parece largo, lo es todav¨ªa m¨¢s para m¨ª".
Pero pese a la nostalgia, Nin¨ª no sue?a con regresar; Nin¨ª sue?a con guerrear. Y le va bien en la guerra. Sus aires de se?orito no impiden que se distinga en la infanter¨ªa y luego en la caballer¨ªa, que se enliste en la aviaci¨®n, aprenda a pilotear, se convierta en un osado piloto de guerra, obtenga una medalla de honor y un t¨ªtulo de teniente. Pasan dos a?os que para Mo?se no se miden en d¨ªas, sino en palabras: cada una de las que le env¨ªa el hijo, pruebas de supervivencia que alivian, al menos moment¨¢neamente, su agon¨ªa de padre.
Pero si para ¨¦l las cartas son vida, tambi¨¦n es una carta la que lo destruye, la que le anuncia que Nin¨ª ha muerto en combate. Justo en el instante en que la lee, el tiempo queda cortado de un hachazo. Todo lo que este padre ha hecho en la vida ten¨ªa como destinatario al hijo, as¨ª que tras un largo y silencioso luto, comunica una decisi¨®n irrevocable: "Dono al Estado franc¨¦s esta mansi¨®n, con la colecci¨®n que contiene, tal como se encuentre al momento de mi muerte, para que sea convertida en museo, con la ¨²nica condici¨®n de que lleve el nombre de mi hijo, Nissim de Camondo, a quien estaba destinada".
Desde entonces el pasado se arraiga en la luz verdosa de los evanescentes tesoros que el palacio encierra. Congelado en el tiempo ha quedado tambi¨¦n el guapo Nin¨ª, en olor de hero¨ªsmo, sonri¨¦ndole a la vida y para siempre joven. Su fotograf¨ªa, colocada en todos y cada uno de los salones, es el ¨²nico objeto ajeno al siglo XVIII al que su padre ha dado cabida en el palacio. -
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