Antes de Chueca
En 1993, Chueca no era Chueca. A¨²n no se hab¨ªa convertido en Gaytown, y m¨¢s que esos baretos cool con significativos nombres como El Armario, que hay ahora, abundaban los bares de la esquina, esos en los que hombres de mirada torva se manten¨ªan pegados a la barra como sujetos por un velcro. Pero Chueca ya apuntaba maneras. Justo en la esquina de la plaza hab¨ªa un puesto de peri¨®dicos que atend¨ªa Sandra, un transexual que por las noches cantaba coplas al estilo de Roc¨ªo Jurado. Chueca ten¨ªa un aire portuario, conviv¨ªan antros gays que promet¨ªan duras experiencias con abuelos que se pasaban el verano en camiseta, sentados en el balc¨®n y ri?endo a los ni?os por jugar a la pelota, lo cual no dejaba de ser extraordinario, porque esos ancianos aguantaban el ruido de las discotecas y las broncas nocturnas con una serenidad envidiable. Yo llegu¨¦ a Chueca en 1993, cuando Chueca a¨²n no era Chueca, y en vez de gays musculosos y lesbianas reivindicativas hab¨ªa una mezcla extra?amente armoniosa de gente humilde del barrio y transexuales que, por la ma?ana, ya de retirada de una noche dura, iban a comprarse a la panader¨ªa de Mari Pili el desayuno, un batido de chocolate y un bollicao, y a menudo aquellas mujeres gigantas, luciendo sombra de barba y labios pintados, gritaban con voz resacosa cosas tremendas. A la panader¨ªa de Mari Pili tambi¨¦n acud¨ªa Andr¨¦s Calamaro, al que luego he admirado tanto, sobre todo por sus personal¨ªsimas versiones de tangos cl¨¢sicos. Su interpretaci¨®n de Sur siempre me conmueve. Cuando Chueca a¨²n no era Chueca, se trataba de uno de los barrios m¨¢s baratos del centro. Yo andaba por all¨ª buscando un piso galdosiano que estuviera destrozado para remodelarlo. O sea, buscaba a dos ancianitas que quisieran salir como fuera de aquel barrio sombr¨ªo y pegajoso y so?aran con morir en Benidorm. Las encontr¨¦ finalmente, y esta mi primera inversi¨®n me llev¨® a pensar que en toda operaci¨®n inmobiliaria hay un enga?o y una buena acci¨®n. Porque de la misma forma que yo buscaba abuelitas moribundas que me vendieran un piso por dos duros, ellas, mis angelicales ancianas, buscaban a una pareja incauta que se metiera en aquel agujero. El piso era barato porque inclu¨ªa a unos yonquis que a eso de las doce de la ma?ana iban a fumarse un chino en la escalera. Los vecinos ten¨ªamos que pasar haciendo equilibrios para no estropearles ese momento que es como el instante de recibir la hostia consagrada para el beato. No s¨®lo hab¨ªa yonquis en la escalera, los hab¨ªa en la acera, en la panader¨ªa (afanando bollos) y en la plaza V¨¢zquez de Mella, que entonces era como un vertedero al que acud¨ªa la gente con los perros para que hicieran sus cosas. Yo bajaba a pasear al ni?o y al perro. Charlaba con los vecinos, y a pesar de que la plaza era infecta, hab¨ªa momentos de rara belleza, con el edificio de la Telef¨®nica recortado sobre un atardecer rojo. Mi perro, que era tontunamente sociable, se acercaba a lamerle la cara a cualquiera que estuviera en el suelo. O sea, a yonquis y a mendigos. Unas veces le daban comida y otras le echaban a patadas, seg¨²n el estado de ¨¢nimo de tan arbitrarios personajes. Lo s¨¦. No era el mejor barrio para educar a un ni?o. Tampoco el peor. Hab¨ªa una suerte de solidaridad vecinal. El ni?o hac¨ªa a veces los deberes en la panader¨ªa de Mari Pili. En fin. Un anochecer de verano, ni?o, perro y madre salimos a nuestra plaza y vimos un gran bulto en el suelo envuelto en papel albal. Un polic¨ªa esperaba la llegada de la ambulancia y los vecinos hablaban de la identidad del bulto: una yonqui muy joven, compa?era de un mendigo anciano que hab¨ªa muerto en la calle d¨ªas antes. La muchacha hab¨ªa perdido la vida sentada en el suelo; los vecinos hab¨ªan pensado que dorm¨ªa el sue?o de los colgados hasta que se alertaron tras verla inm¨®vil horas y horas. ?C¨®mo se explica eso a un ni?o que mira embobado la escena? No hicieron falta muchas explicaciones porque el ni?o no paraba de cruzarse con moribundos en sus idas y venidas del colegio. Poco a poco, el barrio se fue quedando sin ellos. O murieron, o se fueron a otro lado, no lo s¨¦. Con su desaparici¨®n y la llegada de parejas que compraban pisos de ancianitas que quer¨ªan morir en Benidorm, Chueca empez¨® a ser Chueca. No hubo nada excitante en ser testigo de aquellas vidas en decadencia. No eran personas alegres, no parec¨ªan tener paz de esp¨ªritu salvo cuando se les ve¨ªa doblados sobre s¨ª mismos, entregados a un viaje. No entiendo ni comparto, pues, la fascinaci¨®n que inspira la vida procelosa de la cantante Amy Winehouse, aunque me encanten sus canciones, su ritmo, su voz; pero la camarader¨ªa que provoca su enganche a las drogas me suena a algo ya sabido, algo que los m¨²sicos han vivido tristemente en muchas ¨¦pocas y que acab¨® con la carrera y la vida de muchos artistas del jazz, luego del rock. Es como si, para ciertos j¨®venes, fuera una novedad de la que otros estamos de vuelta, pero que no hemos sabido contar. No se sabe contar, no. Si no, ¨¦chenle un vistazo a los anuncios contra la droga que se ven en las vallas y en la tele. Son tan cool, tan modernitos, tan sugerentes que, francamente, m¨¢s que echarte para atr¨¢s te dan ganas de salir a la calle y pillar un tirito de algo, de lo que sea costumbre.
Yo andaba por Chueca buscando un piso galdosiano que estuviera destrozado para remodelarlo
All¨ª hab¨ªa una mezcla extra?amente armoniosa de gente humilde del barrio y transexuales
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