La tristeza del teatro
Una de las v¨ªctimas de la cultura de escaparate que con tanto af¨¢n practica el Gobierno de Francisco Camps es la escena teatral valenciana, que proporciona una especie de encefalograma plano desde hace ya bastante tiempo. Las causas de una situaci¨®n que cabe calificar de dram¨¢tica son variadas, pero da la casualidad de que se apoyan unas a otras para ir consumando el desastre. Est¨¢ por hacer en detalle la historia del teatro p¨²blico valenciano desde 1987, fecha de la puesta en marcha del Centre Dram¨¤tic de la Generalitat, hasta nuestros d¨ªas, pero hay que constatar que aquel primer paso tuvo su importancia y coloc¨® a esta comunidad en el mapa esc¨¦nico espa?ol, a menudo pese a la actitud de una profesi¨®n aut¨®ctona que tom¨® desde el principio aquel organismo como una simple ventanilla de reclamaciones en la que solicitar el pago por no se sabe bien qu¨¦ servicios prestados. Unos lo consiguieron y otros no, pero la enemiga fue constante desde los tiempos de Antonio Diaz Zamora como director hasta el final del mandato de Antoni Tordera, hasta el punto de que compa?¨ªas teatrales de segunda o tercera fila exig¨ªan su programaci¨®n en el Principal de Valencia en cada celebraci¨®n del D¨ªa Mundial del Teatro, un d¨ªa, por cierto, que este a?o ha pasado por aqu¨ª como de puntillas, tan escaso es lo que hay que celebrar.
Ser¨ªa un error subsumir esa desidia en la crisis general que desde siempre afectar¨ªa al teatro, ya que basta con echar una mirada a la programaci¨®n en ciudades como Madrid, Barcelona, Bilbao o Sevilla, y al creciente n¨²mero de espectadores que cosechan, para relativizar la crisis o al menos para contextualizarla geogr¨¢ficamente. Al contrario, todo indica que una programaci¨®n arriesgada sin mengua de la sensatez contribuye al crecimiento de la asistencia a los teatros, debido tal vez a que el espectador empieza a fatigarse de los a menudo deleznables entretenimientos que vomitan las televisiones. Por extra?o que les parezca a algunos, lo interactivo no reposa siempre sobre un soporte digital, de modo que aumenta el n¨²mero de personas que prefieren asistir desde la oscuridad de la fila de butacas a la respiraci¨®n, el sudor y el movimiento de los actores sobre un escenario en vivo y en directo.
El teatro es uno de los espect¨¢culos m¨¢s emotivos cuando la obra -las obras- funciona bien, pero uno de los m¨¢s detestables y tediosos cuando el espectador, presa de la verg¨¹enza ajena, termina por mirar al techo antes de seguir viendo lo que ocurre ante sus ojos. Rara vez una pel¨ªcula produce tanto gozo o tanto espanto como una obra teatral. Y no se trata de repetir una colecci¨®n de t¨®picos, ya que s¨®lo el teatro transmite la sensaci¨®n de que sus creadores se dirigen directamente a cada uno de los espectadores y el cine no es al fin y al cabo m¨¢s que un sortilegio de la luz. El desd¨¦n hacia observaciones tan b¨¢sicas est¨¢ llevando a nuestro teatro a la ruina, de la mano de autores dotados de la imaginaci¨®n propia de la peor televisi¨®n, de int¨¦rpretes que no saben colocar la voz ni para que se entienda lo que dicen, por no hablar de que rara vez saben qu¨¦ hacer en escena con su cuerpo, y de directores, en fin, lastrados por una pulcra desidia o arruinados por una incomprensible megaloman¨ªa. Curiosamente, lo que ha mejorado mucho, incluso en los trabajos m¨¢s mediocres, es la iluminaci¨®n. Un misterio que habr¨¢ que descifrar otro d¨ªa.
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