La legislatura de la eutanasia
La secularizaci¨®n imparable de la sociedad, aunque lenta y zigzagueante, comporta el abandono del sufrimiento in¨²til como ¨²nico patrimonio del que no tiene otro que inmolarse por nada. Este cambio de paradigma ha propiciado que en los ¨²ltimos lustros sea objeto de discusi¨®n p¨²blica uno de los tab¨²es mejor conservados en los pa?os de una hipocres¨ªa digna de mejor causa: la eutanasia.
Superado por la clase m¨¦dica el complejo de impotencia ante la muerte como proceso irreversible de los pacientes terminales, pese al impresionante arsenal terap¨¦utico del que dispone, s¨®lo queda liberase de la f¨¦rula de la administraci¨®n religiosa o aparentemente laica de aspectos morales y personales ¨ªntimos de los ciudadanos. La tarea no es f¨¢cil, pues enfrentamos un debate que es presa f¨¢cil de la demagogia y la demonizaci¨®n de aquellos que pretenden que los ciudadanos sean ciudadanos de la cuna al f¨¦retro.
Quien quiera padecer es muy libre de hacerlo, pero no exigirlo, bajo pena, a los dem¨¢s
Con la caritativa precisi¨®n que el caso requiere, se nos ha recordado la pasada Semana Santa que Cristo muri¨® sin cuidados paliativos. Ejemplo a seguir quiz¨¢s por otros redentores, pero no por ciudadanos de a pie; norma acaso a imponer a otros salvadores, pero no a quienes no la han votado ni pedido.
Los casos de Ram¨®n Sampedro, Diane Pretty, Inmaculada Echevarr¨ªa o Chantal S¨¦bire, entre otros, han dado la vuelta al mundo, tanto por el dramatismo de sus peticiones como, salvo en el caso de Inmaculada, por la nula respuesta jur¨ªdica dada a sus pedimentos de no sufrir la condena de morir en vida, tal como ellos conceb¨ªan su vida. Los ¨®rganos p¨²blicos, jurisdiccionales o administrativos, no han atinado a dar argumentos jur¨ªdicos -morales o pseudomorales muchos- y han agravado a¨²n m¨¢s la situaci¨®n de absoluta insoportabilidad en que dichos ciudadanos se hallaban.
Se olvida que el drama de quien insta la eutanasia es debido a que se encuentra en una situaci¨®n sin salida. En efecto, el enfermo terminal y/o con padecimientos insoportables e incurables pide la eutanasia porque su situaci¨®n de postraci¨®n es tal que ni siquiera puede quitarse la vida. No s¨¦ si Camus ten¨ªa raz¨®n cuando en El mito de S¨ªsifo argumentaba que la primera consecuencia de la primera pregunta filos¨®fica del ser humano deb¨ªa ser la relativa al suicidio, pues lo primero a determinar es si la vida vale la pena ser vivida o no.
Lo cierto es que si el suicidio es la ¨²ltima decisi¨®n personal, no se ve la raz¨®n de negar ese derecho, con las debidas cautelas, a quien en estado de postraci¨®n insufrible e irreversible, pero sin perder un ¨¢pice de su ciudadan¨ªa en un Estado social y democr¨¢tico de derecho, pide a los poderes p¨²blicos que arbitren su salida de esta vida. No se trata de poner en pie, como algunos han pregonado, boutiques eutan¨¢ticas en manos de nazis. Se trata de que, en casos extremos, en pleno ejercicio de la libertad personal, que incluye la ideol¨®gica, el Estado garantice esa actuaci¨®n piadosa y asegure la impunidad de quien ayuda a otro a dejar lo que para el peticionario es infierno en vida.
Desde 1995, la regulaci¨®n penal espa?ola, en alguna medida auxiliada por las diversas leyes territoriales de derechos del paciente y/o de voluntades anticipadas, ha despenalizado de facto lo que el art¨ªculo 143. 4 del C¨®digo Penal denomina auxilio ejecutivo al suicidio. En efecto, de la mano de atenuantes muy cualificadas puede llegarse a una pena de prisi¨®n inferior a dos a?os, lo que, como es sabido, en el 99,99% de los casos comporta no ingresar en la c¨¢rcel. Adem¨¢s, para m¨¢s inri, pese a que en la legislaci¨®n anterior la pena por esa actuaci¨®n era id¨¦ntica a la del homicidio, no se registraban condenas. O sea, que procede ahorrarse el rasgar de vestiduras, pues la hipocres¨ªa sigue cubriendo este punto negro de nuestro Derecho, quedando los sujetos implicados a merced de la conjunci¨®n de alg¨²n fundamentalista y de una sala vaticana.
Una muestra de lo delirante que es nuestro r¨¦gimen jur¨ªdico la tenemos en la STC 154/2002. Esta resoluci¨®n consider¨®, aqu¨ª s¨ª err¨®neamente, la inexistencia de responsabilidad penal de los padres de un menor de 13 a?os que, testigo de Jehov¨¢ como sus progenitores, en virtud de la libertad de conciencia (?religiosa, aqu¨ª s¨ª!), se negaba a recibir transfusiones de sangre, a la postre ¨²nico recurso terap¨¦utico sanador. Esos padres, obrando en representaci¨®n de su v¨¢stago, mantuvieron tal negativa, con el fatal resultado previsible. Pero se consider¨® que alguien que no puede prestar consentimiento v¨¢lido, no ya para negociar, sino para casarse, s¨ª puede, amparado en su religi¨®n y por boca de sus padres, negarse a recibir un tratamiento m¨¦dico del calibre referido. No se recuerda que los adalides del sufrimiento por la crucifixi¨®n y sus adl¨¢teres alzaran sus voces contra esta resoluci¨®n, ni que el equipo cr¨ªtico habitual censurara al Alto Tribunal por su posicionamiento.
Uno de los retos de la nueva legislatura estriba en legislar positivamente esta materia, despenalizando con las debidas garant¨ªas la eutanasia, dej¨¢ndose de palabrer¨ªa encubridora de la realidad, llamando al pan pan y al vino vino. Quienes, en uso de su leg¨ªtimo derecho, se opongan, no han de olvidar que el nuevo derecho de ciudadan¨ªa que la eutanasia supone no es contra ellos, sino a favor de los sufrientes que lo quieran utilizar. Quien quiera padecer por s¨ª mismo es muy libre de hacerlo, pero no de exigirlo, bajo pena, a los dem¨¢s.
Joan J. Queralt es catedr¨¢tico de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona.
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