Estadistas
La de estadista no es una profesi¨®n, sino un empleo. Cuando se extingue el empleo, se extingue el estadista. Y aparecen el pelmazo o el toxic¨®mano del poder (esto ¨²ltimo es casi inexorable) que busca con ansia el ¨²nico suced¨¢neo conocido: el dinero. Hablamos de personas que han trascendido la fama y el prestigio y se han movido en ¨¢mbitos, o se han convertido ellos mismos en ¨¢mbitos, absolutamente enrarecidos.
La jubilaci¨®n del estadista es ya un problema internacional. En Espa?a, el problema existe desde siempre, o sea, desde Su¨¢rez, que gobern¨® joven. Como Felipe (Calvo-Sotelo fue distinto y distante), Aznar y ahora Zapatero. En otros lugares se ha hecho tambi¨¦n evidente. Clinton y Blair constituyen, cada uno a su manera, un engorro p¨²blico. Sarkozy lo ser¨¢. Putin no, porque puede quedarse mientras quiera. Dejemos de lado a Bush, por una cuesti¨®n de pudor.
La pol¨ªtica, la actividad profesional que culmina en el estadismo, ya no vive del comercio de ideas: son un bien demasiado escaso. Se trata m¨¢s bien de un inmenso tr¨¢fico de influencias, entendido como red de conexiones con los centros nerviosos de un pa¨ªs. Tambi¨¦n se puede llamar seducci¨®n colectiva a ese juego. Da igual. El ganador en el comercio o el juego, el estadista, acumula una experiencia de gran valor econ¨®mico. La tentaci¨®n de traducirla en dinero debe ser intensa, especialmente cuando aprietan los ahogos de la abstinencia de poder.
No es bonito ver al estadista transformado en hiperagente comercial. Es legal, por supuesto, e incluso leg¨ªtimo, pero no es bonito. ?No se podr¨ªa llegar a un arreglo? Si es cuesti¨®n de dinero, pactemos una suma de antemano. Dinero p¨²blico, no pasa nada. M¨¢s cuesta una guerra. Y la vida de todos, la del estadista y la nuestra, ganar¨ªa en elegancia.
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