Don Quijote y Sancho
Vaya, el otro d¨ªa, cuando me enter¨¦ de que hab¨ªa muerto el doctor Lozano (me lo dijo Juan Cruz, que ten¨ªa una gran amistad con ¨¦l), me dio un vuelco el coraz¨®n. Hay personas en las que uno deposita tanta confianza que no les concede la posibilidad de enfermar o de morir. El doctor Lozano era una de esas personas que yo cre¨ªa que no se iban a morir nunca. Entrabas en su despacho y ten¨ªas a ese hombre de melena y bata blancas que te miraba fijamente a los ojos mientras t¨² te se?alabas el est¨®mago, la cabeza o el coraz¨®n. La bata m¨¦dica contribu¨ªa a su condici¨®n de inmortal. El m¨¦dico, la basurera, el bombero, viven acorazados tras unas ropas que les otorgan un destino superior al nuestro. Las veces que me atrev¨ª a aparecer en el cine lo hice a condici¨®n de hacerlo uniformada. Dos veces fui guardia civil, dos. Una noche de hace doce a?os, yo esperaba en la cafeter¨ªa de una gasolinera de carretera, vestida de guardia civil, a que me tocara el turno para decir mi frase. Eran las cuatro de la madrugada y yo estaba haciendo lo propio: tom¨¢ndome un gin-tonic y hojeando una revista del coraz¨®n. De pronto se me acerca un paisano que hab¨ªa parado con su familia a repostar y me pregunta en voz baja que cu¨¢ndo acabar¨¢ la escena para poder pagar y marcharse. Levant¨¦ un momento la vista para estudiar la cosa y le dije que se quedaran en el rinc¨®n sin armar jaleo, que ser¨ªa cosa de quince minutos. Fue al ver a esa pobre familia (con abuela incluida) tan calladitos en su rinc¨®n cuando ca¨ª en la cuenta de que para ellos yo representaba a la autoridad competente, a pesar de mi actitud poco profesional, aunque bien mirado, como nieta del cuerpo que soy, puedo asegurar que el gin-tonic es una versi¨®n light de aquellas gloriosas copas de Fundador, el l¨ªquido oloroso en el que los ni?os del cuerpo moj¨¢bamos la magdalena proustiana. Ya digo, la magia de los uniformes. No es casualidad que todos los superh¨¦roes tengan el suyo. El uniforme otorga poder e inmortalidad. El doctor Lozano ten¨ªa un poder chejoviano, el del m¨¦dico culto que mira el alma que hay tras un cuerpo enfermo. A ¨¦l acud¨ªan enfermos de estas profesiones nuestras en las que abunda el malestar. El malestar en la cultura que, m¨¢s all¨¢ de lo que dijera Freud, suele ser consecuencia de insatisfacciones, inseguridades, miedos atroces a la opini¨®n ajena. Es el precio que se paga por hacer lo que a uno le gusta, y el doctor Lozano hab¨ªa desarrollado una capacidad extraordinaria para detectar esos dolores culturales y atajarlos. Pero la escena m¨¢s chejoviana que tuvo lugar en aquel despacho fue el d¨ªa en que le llev¨¦ a mi suegro, hortelano en cuerpo y alma, que tras dejar el campo comenz¨® a tener problemas de memoria. Ah¨ª estaban, uno a cada lado de la mesa. De la misma edad y de distintos planetas. A un lado, el hombre intelectual, quijotesco, melena lisa y manos delicadas, expertas en tocar el dolor; al otro, el hombre del campo, Sancho, de pelo blanco y tieso, de manos recias y cuerpo esculpido en un bloque. Yo, en medio, traduciendo; no porque las preguntas de Lozano fueran incomprensibles, sino porque el hortelano no conceb¨ªa que un m¨¦dico perdiera el tiempo indagando sobre esas rutinas que hab¨ªan marcado su vida, y que abruptamente, tras la jubilaci¨®n, hab¨ªan desaparecido. Ese hortelano al que los m¨¦dicos nunca hab¨ªan dedicado m¨¢s de cinco minutos, me miraba cada vez que el doctor le preguntaba cosas como: a qu¨¦ hora se levantaba usted, qui¨¦n llevaba la hortaliza al mercado, d¨®nde com¨ªa, cu¨¢ntas horas ve¨ªa la tele cuando trabajaba. El hombre del campo me contestaba a m¨ª, como si desconfiara de entregarle toda esa informaci¨®n confidencial a un extra?o: a qu¨¦ hora me iba a levantar, pues a las cuatro; d¨®nde iba a comer, pues en la huerta; qui¨¦n iba a llevar la hortaliza, pues las bestias. En el tono de las respuestas hab¨ªa un deje de un orgullo que pod¨ªa ser herido en cualquier momento, as¨ª que el doctor, advirti¨¦ndolo, preguntaba cuidadoso para que el hortelano no se sintiera azorado. Aparte de las vitaminas de rigor, el doctor chejoviano le encomend¨® a mi suegro dos tareas: no ver la televisi¨®n m¨¢s de una hora al d¨ªa -lo cual implicar¨ªa no estar dormitando tontamente a cada rato rob¨¢ndole el sue?o a la noche, caminar hasta que brotara el sudorcillo, escribir un diario con todo aquello que hiciera durante el d¨ªa- y, si fuera posible, le dijo mir¨¢ndole a los ojos, tenga usted un huerto, ?por qu¨¦ no tiene usted un huerto, aunque sea diminuto? Cuando baj¨¢bamos por la escalera hacia la calle, al hortelano le dio un ataque de risa, se secaba las l¨¢grimas con el pa?uelo: vaya m¨¦dico m¨¢s raro al que me has tra¨ªdo. Pero como era hombre obediente y tozudo comenz¨® a hacer sus tareas como si estuviera de vuelta en esa escuela de perra gorda de la que le apart¨® la guerra. Todas las tardes se aplicaba en su cuaderno. La memoria le volvi¨®, y siempre guard¨® un respeto reverencial a ese doctor ya situado en el apartado de eminencias. Los dos hombres, que proven¨ªan de distintos planetas, acabaron en el mismo, el de la muerte, que nos convierte a todos en ciudadanos de un mismo barrio. Uno muri¨® en su cama de ?beda. El otro se quit¨® la bata y perdi¨® su condici¨®n de inmortal.
El m¨¦dico, la basurera, el bombero, viven tras unas ropas que les otorgan un destino superior al nuestro
El doctor Lozano hab¨ªa desarrollado una capacidad para detectar dolores culturales y atajarlos
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